DISCAPACITADOS

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Un 9% de la población española padece alguna discapacidad. Pero su incidencia social es tres veces mayor, ya que buena parte del problema sigue siendo un ´asunto de familia´. Para muchas de esas personas, el derecho a la educación, al trabajo o a la información es algo que está vedado por barreras infranqueables.

Correo
28-02-2005

Un 9% de la población española padece alguna discapacidad. Pero su incidencia social es tres veces mayor, ya que buena parte del problema sigue siendo un «asunto de familia». Para muchas de esas personas, el derecho a la educación, al trabajo o a la información es algo que está vedado por barreras infranqueables.

Cosas tan naturales para nosotros como subir a un autobús o entrar en un restaurante se transforman en una odisea para ellos. De ahí que su lucha por la igualdad se haya convertido en un paradigma de la defensa de la diversidad. El reconocimiento de esa voluntad transformadora ha ido calando en aquellas sociedades que, además de civilizadas, aspiran a ser justas. Éste es el caso de nuestra vieja Europa, en cuyo proyecto de Constitución se recoge, explícitamente, el derecho a la integración de los discapacitados -Artículo II-86-.

Una de las peculiaridades de este colectivo es su heterogeneidad, dependiendo del tipo de discapacidad. Las más frecuentes son las relacionadas con el desplazamiento, desarrollo de tareas domésticas, vista y oído. Pero, contando con las ayudas oportunas, dos de cada tres deficiencias no constituyen un obstáculo para la inserción. Salvo una exigua minoría -14%-, la mayor parte de los que se encuentran en edad laboral está en condiciones de desempeñar una actividad productiva. El grupo más vulnerable es el de los ancianos, ya que las dolencias se agravan con el paso del tiempo. De hecho, casi la mitad de las personas de edades comprendidas entre 80 y 84 años tiene alguna minusvalía. Esta circunstancia convierte a la discapacidad en un problema de primera magnitud de cara al futuro, debido al acelerado envejecimiento de la población.

Aunque la educación es un derecho fundamental, su nivel de formación es comparativamente bajo. El porcentaje de analfabetismo entre 16 y 64 años es ocho veces superior a la media nacional y el de titulados superiores cuatro veces menor. Detrás de esos sombríos datos están las dificultades de integración de un grupo heterogéneo, al que no se le dotan de medios suficientes. A pesar del esfuerzo en el ciclo obligatorio, las organizaciones de minusválidos critican la falta de formación del profesorado, la insuficiencia de profesionales de apoyo y la pervivencia de barreras arquitectónicas y lingüísticas. Como es lógico, estas carencias son mucho más acusadas en los tramos no obligatorios, lo cual explica el reducidísimo número de estudiantes con deficiencias que cursan estudios en el Bachillerato, la FP y la Universidad.

A pesar de que la mayoría de los discapacitados se declara apto para el trabajo, su tasa de actividad es la mitad que la del resto de la población. Las ocupaciones más demandadas son la de peón industrial y ordenanza, en el caso de los hombres, y la de auxiliar de limpieza en el de las mujeres. Su nivel de desempleo es, en todo caso, muy superior, especialmente entre estas últimas. Preguntados por las razones de su alejamiento del mercado laboral, la mayoría lo atribuye a la competencia existente y a su condición de discapacitado. Esos temores se encuentra avalados por los prejuicios de muchos empresarios, que aducen falta de polivalencia y elevados costes de adaptación para no contratarles. Así se explica que el trabajo protegido en los Centros Especiales sea la fórmula de inserción más utilizada por este colectivo.

El bajo nivel de empleo de los discapacitados en el mercado ordinario siembra dudas sobre la efectividad de las políticas de discriminación positiva realizadas. La cuota de reserva del 2% del empleo en empresas de 50 ó más trabajadores ha fracasado, debido a la falta de sanciones creíbles y de voluntad política. Su grado de aplicación en el sector público ha sido simplemente desalentador, tal y como ha reconocido recientemente el propio legislador. Así se explica que su inserción aún descanse en las pensiones, acabando prisioneros de lo que se califica, dado su efecto inhibitorio de la búsqueda de trabajo, como «trampa de la prestación». Quizá el mayor problema de estas medidas de apoyo es que se desconoce su efecto sobre el empleo, debido a la ausencia de programas de seguimiento y evaluación.

En los ultimas décadas, los españoles hemos cambiado nuestra actitud hacia los minusválidos, apostando decididamente por su integración. Sabemos que los dos pilares de esa estrategia son la educación y el empleo, y que la accesibilidad global y el diseño para todos son requisitos previos para acometerla. Los poderes públicos reconocen la necesidad de introducir reformas, para lo cual deberán vencer los localismos y privilegios cristalizados con el paso del tiempo. Los agentes sociales, por su parte, expresan su deseo de adoptar una posición más activa en defensa de los derechos de este colectivo. Pero la mejor garantía de progreso reside en la propia unidad de los discapacitados, no prestando oído a los cantos de sirena de un corporativismo anclado en la defensa de intereses particulares. Se trata de crear entre todos una sociedad solidaria y libre. Una sociedad en la que podamos vivir sin exclusiones.