El lado oscuro de la revolución genética

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Como herramienta de destrucción masiva, el armamento genético rivaliza con el armamento nuclear, y se puede desarrollar por una mínima parte de su coste. No deben permitir que el interés de las compañías estadounidenses y de otras empresas de biotecnología de todo el mundo en proteger los secretos e información comerciales hagan fracasar los protocolos diseñados para verificar y hacer cumplir las disposiciones de la Convención sobre Armas Biológicas.

Los primeros diez días nos preocupaba que secuestraran aviones comerciales y los usaran como misiles. Ahora, al estadounidense le preocupa una amenaza nueva e incluso más letal: bacterias y virus que llueven del cielo sobre zonas pobladas e infectan y matan a millones de personas.

El FBI ha informado de que varios de los secuestradores que atacaron las Torres Gemelas del World Trade Center hicieron una serie de visitas en las semanas previas al 11 de septiembre a un centro de Florida que albergaba aviones para fumigación. Según los propietarios, los secuestradores preguntaron la capacidad de carga, el alcance y el funcionamiento de los aviones. A raíz de ello, el FBI ha ordenado que los 3.500 aviones fumigadores de propiedad privada de la nación permanezcan en tierra hasta disponer de más información. Mientras tanto, universidades como las de Michigan, Penn State, Clemson y Alabama han prohibido a los aviones sobrevolar sus estadios durante los partidos de fútbol por miedo a un ataque de guerra biológica.

Los políticos se apresuran en Washington a aplacar la creciente ansiedad pública, asignando fondos para reservas de antibióticos y vacunas y actualizando los sistemas de urgencia en los hospitales y clínicas.

Lamentablemente, hasta la fecha, tanto los políticos como los expertos militares y los medios de comunicación han soslayado una realidad mucho más inquietante, que es la raíz de los nuevos temores sobre el bioterrorismo: la nueva información genómica que se está descubriendo y utilizando para la ingeniería genética comercial en los ámbitos de la agricultura, la cría de ganado y la medicina se puede emplear para desarrollar una amplia gama de nuevos agentes patógenos susceptibles de atacar a la población vegetal, animal y humana.

Además, a diferencia de las bombas nucleares, los materiales y las herramientas necesarios para crear agentes de guerra biológica son asequibles y baratos, motivo por el cual este tipo de arma a menudo se denomina la «bomba nuclear del pobre». Por menos de dos millones de pesetas se podría construir y poner en marcha un laboratorio biológico de última generación con unos equipos que se pueden comprar en cualquier tienda de tecnología e instalar en una habitación de sólo 4,5 por 4,5 metros. En realidad, todo lo que hace falta es un fermentador de cerveza, un cultivo de base proteínica, prendas plásticas y una máscara de gas.

Igualmente aterrador es el hecho de que miles de alumnos de posgrado que investigan en laboratorios de todo el mundo tengan conocimiento suficientes sobre el uso rudimentario de la tecnología de recombinación del ADN y de clonación como para diseñar y producir en masa ese tipo de armas.

Paradójicamente, aunque la Administración de Bush exprese ahora una profunda preocupación por el bioterrorismo, este mismo verano, la Casa Blanca sorprendió a la comunidad mundial al rechazar las nuevas propuestas para reforzar la Convención sobre Armas Biológicas. El escollo principal eran los procedimientos de verificación que permitirían a los Gobiernos inspeccionar los laboratorios de las empresas estadounidenses de biotecnología. El 40% de las compañías farmacéuticas y de biotecnología están domiciliadas en EEUU, y dejaron claro a los negociadores estadounidenses que no tolerarían el control de sus instalaciones por miedo al robo de secretos comerciales. La ruptura de las negociaciones confirma una incómoda situación a la que ninguno de nosotros parece querer enfrentarse. En el futuro, las aplicaciones destructivas de la nueva revolución biotecnológica serán tan impresionantes como sus usos constructivos.

La guerra biológica implica el uso de organismos vivos para fines militares. Las armas biológicas pueden contener virus, bacterias, hongos, rickettsias y protozoos. Los agentes biológicos pueden mutarse, reproducirse, multiplicarse y propagarse por un extenso terreno geográfico, y se transmiten a través del viento, el agua, los insectos, animales y seres humanos. Una vez liberados, muchos agentes patógenos biológicos son capaces de desarrollar nichos viables y mantenerse infinitamente en el medio. Entre los agentes biológicos convencionales se incluye la Yersinia pestis, la tularemia, la fiebre del Valle Rift, la Coxiella burnetti (fiebre Q), la encefalitis equina oriental, el ántrax y la viruela.

Las armas biológicas nunca se han utilizado ampliamente por el peligro y los gastos que conlleva procesar y almacenar grandes volúmenes de materiales tóxicos, y por la dificultad de controlar la diseminación de los agentes biológicos. Sin embargo, los avances en las tecnologías de ingeniería genética durante la última década han hecho que la guerra biológica sea viable por primera vez.

Hay muchos modos de crear «armas de diseño» de ADN recombinante. Es posible usar las nuevas tecnologías para programar genes en microorganismos infecciosos y aumentar así su resistencia a los antibióticos, su virulencia y su estabilidad medioambiental. Se pueden insertar en microorganismos genes que afecten a las funciones reguladoras que controlan el estado de ánimo, el comportamiento y la temperatura corporal. Los científicos afirman que podrían ser capaces de clonar toxinas selectivas para eliminar algunos grupos raciales o étnicos en concreto, cuya configuración genotípica los predispone a determinados patrones de enfermedad. La ingeniería genética también puede ser utilizada para destruir determinadas cepas o especies de plantas agrícolas o animales domésticos si el objetivo consiste en paralizar la economía de un país.

Las nuevas tecnologías de ingeniería genética proporcionan una forma versátil de armamento utilizable para una amplia gama de fines militares: desde actividades terroristas y operaciones contra insurrecciones hasta la guerra a gran escala dirigida contra poblaciones concretas.

La mayoría de los Gobiernos, incluido el de EEUU, alegan que su trabajo en materia de guerra biológica es sólo de naturaleza defensiva, y subrayan que el actual Tratado sobre Armas Biológicas permite la investigación defensiva. Con todo, la mayoría reconoce que en este campo es prácticamente imposible distinguir entre investigación defensiva y ofensiva. Hace unos años, Robert L. Sinsheimer, conocido biofísico y ex rector de la Universidad de California en Santa Cruz, señaló en el Bulletin of Atomic Scientists que, dada la naturaleza de este tipo de experimentación concreta, no hay ningún modo adecuado de distinguir entre usos pacíficos y usos militares de las toxinas mortales.

El exhaustivo estudio desarrollado por el Stokolm International Peace Research Institute sobre guerra química y biológica concuerda con la valoración hecha por Sinsheimer, y extrae la conclusión de que «Algunas formas comunes de producción de agentes de guerra biológica, por lo que ofrecen la posibilidad de convertirlas fácilmente».

Por consiguiente, el futuro de la actual Convención sobre Armas Biológicas se encuentra gravemente comprometido, aunque no se aborde la cuestión de la verificación y el cumplimiento. Los observadores militares profesionales no muestran mucho optimismo sobre la posibilidad de mantener la revolución genética fuera del alcance de los planificadores de la guerra. Como herramienta de destrucción masiva, el armamento genético rivaliza con el armamento nuclear, y se puede desarrollar por una mínima parte de su coste. Por sí solos, estos dos factores hacen de la tecnología genética el arma ideal del futuro.

Cuando se supo que Irak amontonaba cantidades ingentes de agentes patógenos para la guerra del Golfo, el interés del Pentágono por la investigación defensiva se vio renovado para intentar contrarrestar la perspectiva de una escalada en la carrera del armamento biológico. El Gobierno de Sadam Husein había preprado lo que denominaba el «gran igualador», un arsenal de 25 cabezas de misiles que portaban aproximadamente 5.000 kilos de agentes biológicos, incluidos algunos mortales, como la toxina del botulismo y los gérmenes de ántrax. Se habían colocado otros 15.000 kilos de agentes patógenos en bombas susceptibles de ser lanzadas desde aviones militares. Si se hubieran desplegado los agentes de la guerra patógena, las consecuencias habrían sido tan catastróficas como las presenciadas en Hiroshima y Nagasaki tras el lanzamiento de las bombas atómicas en 1945. Para hacernos una idea del posible daño que podría haberse infligido, comparemos el arsenal iraquí con las conclusiones de un estudio realizado por el Gobierno de Estados Unidos en 1993: sólo con liberar 90 kilos de esporas de ántrax desde un avión sobre Washington DC se podrían matar hasta tres millones de personas.

Irak no es el único interesado en desarrollar una nueva generación de armas biológicas. En un estudio de 1995, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) informó que sospechaba que 17 países investigaban y almacenaban agentes de guerra patógena. Estas naciones son Irak, Irán, Libia, Siria, Corea del Norte, Taiwan, Israel, Egipto, Vietnam, Laos, Cuba, Bulgaria, India, Corea del Sur, Suráfrica, China y Rusia.

Es probable que, a medida que el conocimiento sobre la manipulación de genes vaya siendo más compleja y accesible, la próxima generación se vea atrapada en una nueva carrera de armas biológicas mortales. El aumento de los experimentos con armas genéticas de diseño en los laboratorios de todo el mundo, tanto para fines ofensivos como para investigación de defensa, aumenta las probabilidades de que se liberen accidentalmente. No hay ningún laboratorio, por muy controlado y seguro que sea, que está a prueba de fallos. Los desastres naturales, como incendios e inundaciones, así como los fallos en los sistemas de seguridad, son posibles y no hay manera de prevenirlos. Y es igualmente probable que los terroristas y delincuentes acudan a las nuevas armas genéticas para difundir el miedo y el caos, para imponer a la sociedad el cumplimiento de sus exigencias.

En el siglo XX, la ciencia moderna llegó a su cima con la división del átomo, seguida poco después por el descubrimiento de la doble hélice del ADN. EL primer descubrimiento llevó inmediatamente al desarrollo de la bomba atómica, que hizo que -por primera vez en en la historia- la humanidad reflexionara sobre la posibilidad del fin de su futuro sobre la Tierra. Ahora, un número cada vez mayor de observadores militares se preguntan si el otro gran avance científico de nuestro tiempo se utilizará en breve de forma similar, y supondrá una amenaza parecida para nuestra existencia como especie.

Dentro de unas semanas, 143 naciones se reunirán en Ginebra para revisar la Convención sobre Armas Biológicas de 1972, un tratado que pretende «prohibir el desarrollo, producción y almacenaje de armas biológicas y de toxinas». Los Gobiernos se han estado reuniendo durante los últimos seis años para intentar concretar los términos del tratado. La cuestión estriba en cómo verificar la presencia de armas biológicas y hacer cumplir los protocolos del tratado.

Los negociadores que se reunieron en noviembre entre los que hubo representantes estadounidenses, tienen que entender la posible gravedad de la situación y actuar en consecuencia. En primer lugar, tienen que abordar la grave ambigüedad del actual tratado, que permite a los Gobiernos desarrollar investigaciones defensivas cuando, de hecho, gran parte de esas investigaciones pueden reconvertirse para fines ofensivos. En segundo lugar, no deben permitir que el interés de las compañías estadounidenses y de otras empresas de biotecnología de todo el mundo en proteger los secretos e información comerciales hagan fracasar los protocolos diseñados para verificar y hacer cumplir las disposiciones de la Convención sobre Armas Biológicas. Es hora de ponerse duro y hacer lo que se debe. Cabría pensar que el bienestar de la civilización humana es más importante que los intereses localistas de un puñado de empresas dedicadas a la ciencia de la vida.