El RUEDO IBÉRICO.

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Mitos y símbolos de masa en el nacionalismo español.
La guerra como actividad constitutiva de los españoles.

España llegó a ser una nación antes que cualquier otro pueblo europeo y dejó de serlo cuando comenzaban a surgir los primeros Estados nacionales modernos. Ahí precisamente estriban su originalidad y sus desdichas. El mito fundacional de España, la Reconquista, se forjó en los últimos siglos de la Edad Media, cuando los reinos cristianos de la península Ibérica se disputaban las tierras dominadas por los musulmanes. Fue en este período de expansión hacia el sur de los reinos nacidos en las montañas septentrionales (León, Castilla, Navarra y Aragón) cuando apareció en las obras de los cronistas cristianos la interpretación de la lucha contra el Islam como un proceso de restauración del reino cristiano-visigótico que había sucumbido el año 711 ante la invasión árabe.

Los españoles no participaron en las Cruzadas, pero interpretaron los siglos de lucha contra los musulmanes de la península como una larga Cruzada. De ella surgieron los primeros símbolos nacionales: el apóstol Santiago como caudillo cristiano (el Santiago Matamoros que cabalga sobre los cuerpos de los musulrnanes vencidos) y su variante secular y heroica, el Cid Campeador, protagonista de la vieja épica castellana. El espíritu de Cruzada se trasladó, una vez sometidos los musulmanes españoles, a la conquista de América, donde surgió una nueva épica cuyos héroes serían Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Pedro de Valdivia y en la que los indios ocuparían el lugar de los moros. La iconografía jacobea pasó a las tierras americanas: en numerosas iglesias de México y Perú puede verse aún la efigie de Santiago aplastando caciques indígenas. Después de la emancipación de las repúblicas americanas, los españoles partidarios del absolutismo sostuvieron guerras contra los liberales, en las que aquéllos se autoproclamaron cruzados, y Cruzada fue denominada también por los obispos españoles la rebelión de los militares contra la República en 1936.

Ningún pueblo europeo ha sufrido tantas contiendas civiles en los últimos siglos. Acaso lo más característico de España sea la persistencia de su división interior. Hasta fechas muy recientes, España ha sido una nación en continua guerra civil. No es de extrañar, por tanto, que los mitos nacionales hayan sido diferentes para cada uno de los bandos. En el siglo XIX, los absolutistas se apropiaron del mito nacional primigenio, identificándose con los guerreros cristianos de la Reconquista y convirtiendo a sus adversarios, los liberales, en un avatar de los invasores musulmanes. Esta imagen arcaica se vio reforzada por el hecho de que los españoles siguieron combatiendo contra el Islam mucho tiempo después de concluir la Reconquista. En el siglo XVI lucharon contra los turcos en el Mediterráneo y contra los moriscos rebeldes de Granada. A lo largo del siglo XVII combatieron a los corsarios argelinos que depredaban las costas orientales de la Península. A mediados del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX sostuvieron campañas en el norte de Africa contra los marroquíes (la sublevación militar contra la República, que dio origen a la última guerra civil, partió inicialmente de las guarniciones coloniales de Marruecos). La última guerra colonial de España se libró también contra los moros en Sidi-Ifni, al sur de Marruecos, en 1956.

El mito de la Reconquista se relaciona estrechamente con el mito de la Pérdida de España. Según este último, que alcanza su forma definitiva en la crónica del obispo Lucas de Tuy, de comienzos del siglo XIII, los invasores árabes habrían contado con la ayuda de los judíos españoles y del gobenador de Ceuta, el conde don Julián, que se vengó así del rey godo Rodrigo, violador de su hija Florinda (la Cava). Pero la conquista musulmana no habría sido posible sin la traición de una parte de ejército godo -los hijos del rey Witiza, derrocado por Rodrigo, y el obispo don Opas-, que se pasó a las filas árabes en la batalla de Guadalete.

La representación imaginaria que promueve el mito nacional español es, pues, la de una masa doble. Dicho de otra manera, el símbolo de masa español por excelencia es la guerra misma: guerra contra un enemigo que es al mismo tiempo exterior (el Islam) e interior (los judíos y los traidores). El poeta Antonio Machado acuñó la expresión «las dos Españas» para referirse a la escisión endémica del pueblo español en dos mitades irreconciliables.

Otro poeta contemporáneo, Jaime Gil de Biedma, recogió esta idea en un poema que aludía a la situación del país después de la victoria de Franco:

Media España ocupaba España entera
con la vulgaridad, con el desprecio
total de que es capaz, frente al vencido,
un intratable pueblo de cabreros.

El mito nacional de la Reconquista (que, desde el siglo XIX, pasó a ser monopolio de conservadores y tradicionalistas) tiene, paradójicamente, un origen musulman. Como ya señalara Américo Castro, la idea española de Cruzada no es sino la traslación al campo cristiano de la noción islámica yihad o guerra santa. Aunque, en la época contemporánea, los liberales y, más tarde, los partidos de izquierda rechazaron este mito como reaccionario, no dejaron por ello de utilizarlo de forma oportunista. Así, en 1859, el gobierno liberal-progresista del general O´Donnell resucitó el grito tradicional de «¡Guerra al moro!» para justificar su intervención colonialista en Marruecos como una continuación de la Reconquista. La propaganda republicana de 1936-1939 manipuló asimismo el sentimiento popular antislámico en contra de los generales sublevados, que habían traido consigo de Africa tropas mercenarias marroquíes. Pero se trata de casos excepcionales. El mito nacional de la España revolucionaria, aquél con el que se identificaron sucesivamente los liberales y los socialistas, es el mito del Destierro.

Desde finales de la Edad Media, todos los conflictos internos de España se han saldado con el exilio forzoso de una parte de la población: en 1492, los Reyes Católicos expulsaron a los judíos; entre 1609 y 1613, Felipe III obligó a los moriscos a abandonar España; en 1823 tuvo lugar el éxodo liberal y, en 1939, los republicanos que pudieron hacerlo emigraron a Francia, Rusia y América. Además de éstos, hay en la historia española otros destierros menos sonados: el de los reformistas religiosos durante los siglos XVI y XVII; el de los jesuitas en 1767; el de los afrancesados (partidarios de José Bonaparte) en 1813; el de tradicionalistas y federales después de las guerras civiles del siglo XIX, y el de los antifranquistas que, durante la dictadura, escogieron el exilio. El arquetipo del Destierro es -lógicamente- la Expulsión de los judíos. León Felipe, el gran poeta de la diáspora republicana española, recurrió a la imagen del destierro de los judíos sefardíes para simbolizar en ella el exilio forzoso de los derrotados en la última guerra civil y lo mismo hizo el poeta más representativo del «exilio interior» bajo el franquismo, el catalán Salvador Espriú.

Reconquista y Destierro son mitos que implican masas en movimiento, grandes desplazamientos de población. La Reconquista fue un proceso lento, que partió de las montañas del norte y se desarrolló en dos fases. La primera, entre los siglos VIII y XI, se limitó a la repoblación del desierto estratégico del valle del río Duero; la segunda, entre los siglos XII y XV, exigió unos movimientos migratorios mucho más importantes. Los nuevos colonos cayeron sobre unas tierras densamente pobladas, expulsando de ellas, en muchos casos, a los campesinos musulmanes. Durante la primera fase, los cristianos no encontraron una población islámica a la que imponer el exilio forzoso. El espacio que conquistaron estaba relativamente despoblado. Los colonos roturaron las tierras y se organizaron en milicias concejiles para defenderlas de las incursiones de los moros. En estos primeros siglos de la «Reconquista» no hubo grandes batallas. Los enfrenta- mientos entre cristianos y musulmanes adoptaron la forma de choques esporádicos entre mutas de guerra: desde ambos bandos se organizaban expediciones primaverales de saqueo y pillaje sobre los territorios enemigos, llevadas a cabo por destacamentos irregulares de campesinos que, eventualmente, ejercían el oficio de la guerra. Las conquistas de ciudades no eran estables: concluían casi siempre con la retirada de los vencedores y la imposición de un tributo a los derrotados. Así guerreaba, por ejemplo, el Cid Campeador, un pequeño terrateniente castellano que, expulsado de sus propiedades por el rey, arrastró tras él a una numerosa banda de guerreros de fortuna con quienes combatió tanto a moros como a cristianos, poniéndose más de una vez al servicio de emires árabes. El cantar épico que recuerda sus hazañas se asemeja mucho, en tal sentido, a los que se compusieron siglos después sobre otros héroes del área mediterránea, como el serbio Marco Krailevitch, que no desdeñaba unirse a sus enemigos turcos contra otros jefes cristianos. Este modo de guerrear no desapareció siquiera con la creación del ejército nacional -llegó de hecho hasta la última posguerra, en que los partidos de izquierda derrotados por Franco mantuvieron grupos de partisanos en las zonas montañosas hasta muy entrados los años cincuenta- y sirvió para consolidar el prestigio popular del guerrillero, combatiente irregular y ferozmente individualista que se avenía mal con los mandos militares superiores. La Conquista de América fue emprendida por guerrilleros, como el Cid Campeador: Hernán Cortés, el conquistador de Méjico, fue también un rebelde, un proscrito. Y fueron mutas de guerra difícilmente disciplinables las que humillaron en la llamada Guerra de la Independencia, de 1808 a 1812, al primer ejército nacional de Europa, el de Napoleón, y las responsables de que se difundiera por todas las lenguas europeas la palabra española guerrilla. Durante la primera mitad del siglo XIX, las insurrecciones y guerras civiles fueron dirigidas por jefes militares formados en la guerra de guerrillas contra los franceses; es decir, por antiguos bandoleros y campesinos, estrategas autodictados, que reprodujeron en los conflictos armados de la época la misma táctica que habían aplicado en su lucha contra el invasor francés. Un siglo después, durante la guerra civil de 1936 a 1939, el bando republicano intentaría combinar la táctica convencional con principios de organización militar propios de la guerrilla como la discrecionalidad en la toma de decisiones, la formación de milicias según las afinidades ideológicas de los combatientes y la lealtad personal a los jefes militares (obreros y campesinos convertidos aceleradamente en generales, como el comunista Enrique Líster o el anarquista Buenaventura Durruti). Sabido es, por otra parte, que la indisciplina derivada de ello y las hostilidades entre anarquistas y comunistas contribuyeron en no escasa medida a la victoria de Franco.

Toros y procesiones como símbolos de masa

De lo dicho hasta ahora se desprende la dificultad de construir en España una forma nacional estable y el carácter precario de unos símbolos oficiales que no logran suscitar la adhesión a lo mismo de la mayoría de los españoles. Ni la Revolución, como en el caso francés, ni el Ejército, como en Alemania, han sido nunca reconocidos en España como símbolos de masa. Todas las revoluciones, en España, fracasaron prematuramente. El Ejército es todavía una institución temida y despreciada a la vez por un pueblo que ha exaltado frente a aquél las figuras del guerrillero y del bandido. ¿Existe un símbolo que permita que los españoles se reconozcan en él como una nación, como una comunidad? ¿Existe, en otras palabras, un símbolo nacional de masa que compendie los rasgos mínimos de una representación colectiva de la nación? Canetti cree encontrarlo en la fiesta taurina. Y, en efecto, una larga tradición intelectual española, desde ilustrados dieciochescos como Gaspar Melchor de Jovellanos hasta escritores y filósofos contemporáneos como Ramón Pérez de Ayala y José Ortega y Gasset, le daría la razón en este aspecto. Pero debe tenerse en cuenta que la fiesta taurina es mucho más amplia que su variedad más conocida, el toreo a pie.

Las primeras fiestas taurinas de que se tiene noticia son los alanceamientos medievales, antepasados directos de las fiestas barrocas de toros y cañas. Sin embargo, debió existir en la antigüedad otro tipo de juegos y luchas ceremoniales relacionadas con el toro, animal que fue posiblemente sagrado entre los íberos, como se desprende de las abundantes representaciones tauromórficas que nos han legado, tanto en utensilios de cerámica como en esculturas de piedra. También desde la antigüedad romana se ha comparado la forma de la península Ibérica con la de una piel de toro extendida, y la persistencia del reconocimiento de esta semejanza morfológica dista de ser trivial. Recuérdese, por ejemplo, que Octavio Paz, en Postdata, ha señalado que el hecho de que el perfil geográfico de Méjico recuerde poderosamente la forma de una pirámide truncada ha contribuido a hacer de las piramides sacrificiales de aztecas y mayas el símbolo de masa de los mejicanos y a establecer una pauta asimismo sacrificial en sus comportamientos políticos.

Como he dicho antes, a los alanceamientos medievales sucedió, en el siglo XVII, la fiesta de toros y cañas, elemento sin duda central en la cultura popular del barroco español. Sólo a los nobles se les permitía tomar parte en este tipo de lidia, que requería la participación de jinetes armados de picas o lanzas. El toreo a pie nació en el siglo XVIII, como variante plebeya de la lidia, que se abrió así a los estamentos más bajos. Desde entonces hasta hoy, el toreo ha sido una vía para escapar de la marginalidad y de la miseria. El torero no es un noble, ni siquiera, en la mayoría de los casos, un burgués. Procede del pueblo bajo, del lumpenproletariado campesino. Se forma (o se formaba hasta hace pocos años) como maletilla, como torero clandestino que saltaba las bardas de las dehesas ajenas para dar al amparo de la noche unos capotazos o que se arrojaba al ruedo como espontáneo para enfrentarse al toro durante unos pocos segundos y llamar la atención del público con su habilidad y valentía. Con el tiempo, la aristocracia se sintió fuertemente atraída por esta variedad baja de la fiesta taurina y renunció por ella al alanceamiento tradicional, que ha dejado solamente dos restos en el toreo contemporáneo: el rejoneador o torero a caballo que suele ser, por lo general, un rico ganadero- y el picador, al que me referiré más adelante. Las críticas que los ilustrados del siglo XVIII, como Jovellanos, vertieron sobre la lidia insisten casi exclusivamente en un aspecto: el toreo a pie era una de las causas principales de la corrupción de costumbres de la nobleza, que se mezclaba en las corridas de toros con los plebeyos y adoptaba la forma de vestir y el lenguaje de éstos. Lo paradójico del caso es que, mientras los ilustrados atacaron sin cesar al toreo por lo que tenía de nivelación de las jerarquías, la Ilustración española fracasó en todas sus vertientes a excepción de la ganadería del toro bravo, única rama de la economía española en la que se introdujeron sustanciales mejoras y a 1a que se aplicaron todos los adelantos científicos en materia de explotación pecuaria durante el Siglo de las Luces.

El toro es un símbolo de masa. Su enorme mole en movimientos se presta fácilmente a simbolizar una masa de acoso o una masa de fuga. La única característica que los españoles aprecian en el toro es su bravura. El toro que no embiste, que no acomete, es un manso, no un verdadero toro. Este simbolismo virtual se actualiza ciertamente en la corrida, pero también en otras variedades de la fiesta taurina que conviene examinar aquí en su relación con los mitos antagónicos de la Reconquista y del Destierro. Me limitaré a analizar tres de entre las variedades de la fiesta taurina aún existentes:

1) El Toro de Fuego: Se trata de una fiesta característica, aunque no exclusiva, del País Vasco. En la plaza pública, llena de una multitud de jóvenes, se suelta un becerro en cuyas astas se han fijado dos ruedas giratorias de fuegos artificiales. Al encenderse éstos, el animal corre asustado en todas direcciones. Es imposible predecir por dónde van a producirse sus embestidas. La asociación del fuego, elemento propio, de las masas de acoso, con el toro produce la dispersión de lo que antes era la masa compacta de los hombres. La masa estalla, se disgrega. En realidad, la masa simboliza aquí a la víctima, «que se ve atacada y muerta por todas las partes». Como también ha observado Canetti, la muerte por fuego se relaciona con la expulsión, con la entrega de la víctima al infierno. Estamos pues ante un símbolo de masa relacionado con el mito del Destierro. Ante la irrupción del invasor, el pueblo pierde su cohesión y se desparrama huyendo de la plaza que antes ocupaba y cuyo espacio simboliza el territorio de la nación entera.

2) El Toro de Coria: Aunque se celebran fiestas semejantes en otros pueblos, la de Coria, en Cáceres, tiene un interés especial. Coria se encuentra en el límite sur del antiguo reino de León, allí donde la expansión de éste se vio frenada por los invasores almohades. Durante las fiestas patronales, se suelta un novillo por las estrechas calles del barrio antiguo del pueblo. Las salidas laterales y los cantones están vallados para impedir que el animal escape por ellos. Los jóvenes, apostados en los portales, se abalanzan sobre el toro a su paso y le asestan navajazos en el lomo y los trancos. El toro corre despavorido hacia la parte alta del pueblo, perseguido por los mozos, hasta llegar a un despeñadero por el que se precipita. cubierto de sangre. Como se advierte, el esquema es precisamente el contrario al del caso anterior. El toro es aquí la víctima y los jóvenes del pueblo, al principio aislados al amparo de los portales, van integrando progresivamente la masa de acoso a medida que el toro asciende por las calles. Si el toro de fuego se relaciona con el mito del Destierro, el toro de Coria está indudablemente emparentado con el de la Reconquista. La situación inicial reproduce simbólicamente la de los cristianos aislados en las montañas tras la invasión islámica. La final, la ocupación de nuevo por aquéllos del territorio nacional y la expulsión del invasor.

3) Los encierros: Los famosos son los de Pamplona, que se celebran durante las fiestas patronales de San Fermín, a comienzos de julio. Muchas son sin embargo, las ciudades y pueblos de España que reclaman la paternidad de esta costumbre. A primeras horas de la mañana y a la entrada de una de las calles del casco antiguo de la ciudad, se da suelta a los toros que van a ser lidiados en la tarde. Como en el caso de Coria, los accesos laterales del trayecto han sido previamente vallados. Los jóvenes saltan delante de los toros y corren perseguidos por estos hasta la arena del ruedo. Una vez allí, obligan a los toros a entrar en el toril, donde serán encerrados hasa su lidia.

El esquema de la situación cambia en el curso del encierro. Hasta llegar a la plaza, los toros constituyen la masa de acoso y los jóvenes una masa de fuga (muchos caen al suelo y son pisoteados por sus compañeros o arrollados por los toros). Pero ya en el ruedo los papeles se invierten y son los hombres quienes acosan a las bestias. El encierro se relaciona así, en sus dos fases, con los mitos del Destierro y de la Reconquista. A la expulsión de los cristianos perseguidos por el invasor sucede la recuperación por éstos del espacio nacional, simbolizado en el ruedo.

Antes de seguir adelante, merece la pena detenerse en la caracterización que hace Canetti del toro de lidia: « … animal salvaje, que no debe ser ya salvaje pero que se vuelve salvaje para luego, precisamente por ello, condenarlo a muerte». Efectivamente, el toro nunca deja de ser salvaje, pero no lo es en el mismo sentido en que lo son el león, el tigre o el bisonte. El toro siempre debe ser bravo, hostil al hombre, pero su bravura se produce y reproduce en un ámbito controlado por el hombre, la dehesa. El toro pertenece por tanto al ámbito de lo doméstico por su crianza (es un ganado) y al de lo selvático o salvaje por su bravura. Es, en cierto sentido al menos, exterior (puesto que no ha perdido su fiereza natural) e interior (por criarse en un medio cultural). Se halla, por tanto, en condiciones óptimas para representar simbólicamente al enemigo ancestral, a la vez interior y exterior a la nación.

Canetti vio en el toreo un híbrido de la arena romana y del torneo medieval (el torero es un «hidalgo caballero»). Para los españoles, esta última expresión sería antitética: se es hidalgo o se es caballero, ser ambas cosas a la vez es imposible. O, mejor dicho, sólo es posible si antes se ha enloquecido. Recuérdese que Don Quijote es un hidalgo que, en su delirio, se cree caballero. Con todo, la expresión de Canetti no es desacertada: el torero plebeyo desplazó de su lugar al jinete aristocrático, al caballero. Y, llegados a este punto, se hace necesaria una breve disgresión sociológica. Como Ortega y Gasset afirmaba, nunca hubo un auténtico feudalismo español. La distancia social entre el caballero, el hidalgo y el plebeyo, fue siempre muy pequeña. En la primera novela española, La Vida de Lázaro de Tormes, el protagonista, un criado, sostiene a sus expensas a su amo, un hidalgo más pobre aún que él. Ortega concluía que la debilidad del feudalismo español y su correlato, el profundo sentimiento igualitario de los españoles, no es algo de lo que España pueda enorgullecerse, porque ello fue lo que privó a la sociedad española de unas auténticas minorías dirigentes y lo que impidió durante muchos siglos la construcción de una forma nacional estable.

El torero encarna el ideal igualitario. Es un hombre del pueblo. Su traje, el traje de luces, reproduce con algunas modificaciones y adornos fantasiosos la indumentaria de los majos o jóvenes del pueblo madrileño del siglo XVIII, magníficamente representados en las pinturas juveniles de Goya. El capote con que se cita al toro desciende directamente de la prenda más emblemática de las clases populares españolas de la época, la capa o manto. Un viejo refrán español, recogido en el prólogo de El Quijote, expresa a la perfección la relación entre vestuario plebeyo e igualitarismo: «Debajo de mi manto al rey mato». Dicho de otra manera, hago lo que quiero bajo mi capa y soy tanto o más que el rey. Este concepto, donde se mezclan la libertad interior y el igualitarismo anárquico, procede a partes iguales del estoicismo senequista y de la doctrina católica del libre albedrío. El Español, en última instancia, se ve a sí mismo como un individuo insolidario con los demás y como un alma solitaria frente a Dios. No es un pueblo, el español, que se distinga por sus virtudes sociales.

El español se siente solo frente a Dios y frente a la Historia, con la soledad del torero ante el toro. La única institución que ha logrado aglutinar a una masa predispuesta siempre al estallido, ha sido la Iglesia católica. Con bastante acierto, Américo Castro afirmó que la historia de los españoles es la historia de una creencia y de una sensibilidad religiosa. Para disciplinar a este pueblo anárquico e individualista, la Iglesia católica española recurrió a una religiosidad popular de masas. Si el luteranismo redujo la religión a un asunto privado entre el individuo y Dios, a la Iglesia contrarreformista de España le preocupó exclusivamente el problema de la piedad colectiva y pública. Es significativo que fuera un español, Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, es decir, de la más disciplinada y militar de las órdenes religiosas, surgida en un momento histórico en que las empresas guerreras de la Corona fracasaban una tras otra a causa de los frecuentes amotinamientos de la tropa mal pagada. La religiosidad española desborda los límites del templo y se vuelca en el espacio público. La ceremonia central de esta religión, es, todavía hoy, la procesión, a la que los españoles conceden mayor importancia que a la propia misa.

La religión popular española es coercitiva. Hubo tiempos en que todo el pueblo estaba obligado a participar en la procesión. Quien se quedaba en casa sin una excusa convincente corría el riesgo de ser denunciado a la Inquisición como hereje o judaizante. En nuestros días, algunas procesiones conservan este carácter cuasi-obligatorio. Destacan entre ellas, como ocasión privilegiada para la manifestación de una religiosidad de masa, las de la Semana Santa de Sevilla. Desde el miércoles al viernes santo, una gran parte de la población masculina de la ciudad, organizada en cofradías de penitentes, participa en las procesiones. Estas salen a la calle desde las distintas iglesias de la ciudad, precedieron a los pasos (imágenes escultóricas de la Virgen o de Jesús Nazareno llevadas en andas, ricamente engalanadas con vestidos bordados en oro y plata y adornadas con profusión de flores y lamparillas). Los penitentes desfilan vistiendo un hábito con los colores de su cofradía y llevando el rostro cubierto con una capucha semejante a la de los verdugos medievales. Bajo los faldones de las andas de cada paso se apiñan los costaleros, que cargan sobre sus hombros el peso de aquellas. Tanto sus rostros como los de los penitentes son invisibles para el público que se agolpa en las aceras para verlos pasar.

Las cofradías, entre las que se desarrolla una fuerte rivalidad en cuanto al lujo de sus pasos respectivos y la destreza de los costaleros, están formadas por gentes de toda condición social, aunque en su origen sólo admitían a miembros de determinados estamentos o gremios. Con las procesiones, la Iglesia del Barroco consiguió imponer su propio símbolo de masa a una sociedad inestable y tendente a la desagregación. Las diferencias individuales desaparecen bajo las capuchas y los hábitos, haciendo posible un trance colectivo igualitario que suprime las distancias sociales. Por otra parte, la procesión es un acto en que lo secular y lo religioso se funde. Tiene tanto de rito eclesiástico como de fiesta profana. Supone una irrupción de la Iglesia en la vía pública y, simbólicamente, una fusión de la historia cotidiana con la eternidad. El penitente español, en la procesión, se ve a sí mismo como parte de una masa lenta que avanza con parsimonia hacia su destino trascendente. Ninguna ceremonia secular, ni siquiera la fiesta taurina, tiene la fuerza integradora de la procesión. Aún hoy, ésta reune a gentes de todas las clases sociales e incluso se abre a la participación de los agnósticos. Es costumbre incluso que, en Sevilla y otras ciudades andaluzas, tomen parte en ellas como penitentes los presidiarios. Sin embargo, aun constituyendo una sola masa lenta, la procesión no es al principio homogénea. Cada cofradía sigue un itinerario distinto hasta unirse en una comitiva compacta en el centro de la ciudad.

La procesión y la fiesta taurina constituyen, pues, los símbolos de masa más visibles de la nación española. Pero mientras la primera enfatiza la cohesión gregaria y el anonimato, la fiesta taurina por excelencia, la corrida, promueve una cierta colectivización del individualismo anárquico. El torero actúa frente al toro como el guerrillero contra el ejército invasor. El grupo del torero y sus subalternos recibe el nombre de cuadrilla, como se denominaba antiguamente a los grupos de bandoleros y a los cuerpos armados encargados de perseguirlos, las cuadrillas de la Santa Hermandad. Muchos de los guerrilleros que combatieron a las tropas napoleónicas habían sido antes bandidos o cuadrilleros. El guerrillero torea al ejército enemigo: las partidas acosan a éste desde distintos ángulos, como hacen los peones con el toro en el primer tercio de la corrida, y lo atacan en rápidas incursiones para debilitarlo, procediendo así como los banderilleros en el segundo tercio. El picador montado a caballo, que clava su lanza en el lomo del animal durante este segundo tercio, es obviamente una supervivencia de la lidia primitiva, el alanceamiento aristocrático. Pero, a diferencia del jinete noble, el picador no se mueve. Es un falso jinete, y su caballo, una falsa montura: en realidad, el picador emparenta con la figura arquetípica de los proto-guerrilleros; es decir, de los resistentes que, refugiados en las montañas, hostigan desde allí a los invasores (como los cántabros en las guerras contra Augusto, o, mejor aún, como los cristianos refugiados en las montañas asturianas que derrotaron a los moros en la mítica batalla de Covadonga). El picador representa, por tanto, al resistente que castiga al invasor desde arriba, desde una eminencia del terreno.

Con todo, es en el último tercio de la corrida, el tercio de muerte, cuando se manifiesta más a las claras el parentesco estrecho entre el matador y el guerrillero. Armado de su muleta y de su estoque, el torero arrastra a su enemigo, previamente castigado, hasta la zona de la arena más propicia para darle muerte. Es inevitable reparar en la analogía de sus pases con los desplazamientos tácticos que la guerrilla utiliza como señuelo para atraer al ejército invasor hacia la emboscada. No por casualidad, la muleta o lienzo rojo del que se ayuda el matador en su faena recibe también el nombre de engaño. Y no por azar Merimée, en Carmen, hizo rivales a un soldado francés y a un matador español, intuyendo sin duda la íntima relación entre la lidia y la guerra de guerrillas.

El primer pintor español que representó en sus lienzos a las masas fue Goya. Su famoso óleo de la insurrección del pueblo madrileño nos muestra una multitud formada quizá por los mismos majos que años atrás pintara en sus idilicos cartones para la Real Fábrica de Tapices, acometiendo ahora con sus navajas a los jinetes mamelucos del ejército francés. Los trajes ceñidos de los insurrectos se parecen mucho a los de los toreros actuales. Es interesante observar que, a pesar de su innegable realismo, el cuadro reproduce simbólicamente una escena que bien podría calificarse de arquetípica: la masa doble en su figuración primigenia de cristianos contra musulmanes. Añádase a ello que Goya realizó además dos series de grabados sobre la guerra contra Napoleón y sobre la tauromaquia, entre los cuales puede establecerse asimismo una relación simbólica. Al propio Goya le tocó vivir, en cierta manera, el retorno de los mitos nacionales de la Reconquista y del Destierro: presenció la sublevación de Madrid contra los ocupantes franceses y tuvo que exiliarse él mismo a causa de una acusación de afrancesamiento.

El otro gran pintor taurino de España, Pablo Picasso, conoció también el exilio por oponerse a la Cruzada fascista contra la República. Símbolos taurinos y bélicos aparecen en la más famosa de sus obras: el mural que conmemora el bombardeo de Guernica. Un toro enfurecido domina la escena como símbolo del ataque aéreo de los nazis contra la indefensa ciudad vasca. Durante la última guerra civil los dos bandos hicieron un uso exhaustivo en su propaganda de los motivos tauromáquicos. Uno de los episodios más sangrientos de la contienda tuvo lugar en Badajoz, después de la toma de la ciudad por los militares sublevados. Los cautivos republicanos fueron conducidos a la plaza de toros y lidiados allí por los vencedores, que usaron sus machetes a modo de estoques. Hace pocos años, Luis García Berlanga realizó una película sobre la guerra civil, La Vaquilla, en que el motivo simbólico central está tomado asimismo del toreo: durante los combates en el frente de Aragón, una vaca se interna entre las trincheras de los dos ejércitos. Republicanos y franquistas saltan a la tierra de nadie, que se transforma en un ruedo donde los soldados hambrientos intentan atraer al animal hacia sus propias líneas.

La sangre: expresión del conflicto civil

Un ingrediente común a procesiones y fiestas taurinas es la sangre: Más allá de la oposición entre símbolos religiosos y profanos, la efusión de sangre se convierte en el símbolo primigenio de masa de la nación española (y sospecho que de toda nación). En las procesiones, la sangre fluye de las frentes de los cristos coronados de espinas y de los corazones apuñalados de las vírgenes. Sangran también los pies descalzos de los penitentes. No son raras, por otra parte, las procesiones de flagelantes. En el pueblo riojano de San Vicente de Sonsierra, los penitentes golpean sin cesar sus espaldas con madejas de hilo durante la procesión del Viernes Santo. Al final de la misma, se saja sus espaldas con cristales cortantes. La sangre que brota del lomo del toro o de la espalda del penitente es símbolo de una masa de acoso o de fuga. El español piensa, en el fondo, que no hay conflicto que no se arregle con una buena sangría. Todo líder iluminado se imagina a sí mismo como un cirujano que abre las venas de la patria y deja correr su sangre enferma. En nuestro siglo, muchos intelectuales españoles han invocado irresponsablemente a un «cirujano de hierro» capaz de aplicar a España un remedio drástico y sangriento. La desdichada expresión se debe a Joaquín Costa, inspirador de la corriente nacionalista crítica conocida como regeneracionismo. Más gráfico resulta aún el diagnóstico del novelista Pío Baroja (que, por cierto, era médico) cuando comparó la situación política de la República con un absceso que sólo podría ser sajado por la espada de un militar. Cervantes, hijo de un cirujano ambulante, trató este símbolo con una magnífica y desconsolada ironía, al hacer que su héroe, Don Quijote, se coronara con el preciado yelmo de Mambrino, que no era en realidad sino una bacía, es decir, el recipiente que los cirujanos empleaban en sus sangrías. Como símbolo de España no podría encontrarse quizá otro más cruel y más lúcido que esta siniestra metonimia de la cabeza de un loco y del cáliz o grial bufo destinado a recoger la sangre corrompida.

El nacionalismo español -según afirman algunos historiadores actuales- es pobre en símbolos, y dicha pobreza delata asimismo una debilidad social. En España no habría existido, según esta tesis, un auténtico nacionalismo de masas. Ahora bien, tal pobreza se revelaría engañosa si buscásemos los símbolos de la nación en instancias distintas de aquéllas (himnos, banderas, monumentos a los héroes) en las que los rastreó, para el caso alemán, la obra canónica de George Mosse -The Nationalization of the Mases (New York, 1970)-, modelo más o menos explícito de la mayoría de los estudios sobre la formación de los nacionalismos de masas. Masa y poder, el terrible y deslumbrante ensayo de Elías Canetti, sugiere otra vía de acercamiento al problema que, para el caos español, puede ser más fecunda y que nos sitúa reflexivamente ante epifanías simbólicas de la nación que tendemos a ignorar, de tan conocidas como nos resultan. En efecto, no salpican el paisaje español réplicas modernas del mausoleo de Teodorico ni esculturas colosales de Arminio, como sucedía en la Alemania anterior a 1945. No encontramos en la plaza mayor de cada aldea un monumento a los caídos en la Gran Guerra ni hay en cada salón de sesiones de nuestros ayuntamientos un busto de la Marianne, como ocurre en Francia. Pero no podremos viajar gran trecho por ninguna de nuestras carreteras sin ver recortarse sobre un promontorio del horizonte la silueta publicitaria del toro, y rara será la población de medianas e incluso menos que medianas dimensiones que carezca de un coso taurino o que no incluya entre sus ritos festivos alguno relacionado con toros, novillos o becerros. Ahí están, como supo adivinar Canetti, los verdaderos símbolos de masa de la nación española: símbolos de guerra contra el invasor, devenidos símbolos de una guerra civil constitutiva y permanente.

Sobre Canetti

La mejor introducción a la obra de Elías Canetti sería, sin duda, la lectura de alguno de sus libros, pero si el virtual lector, alarmado ante la pregonada (y falsa) dificultad de la escritura canettiana o, simplemente, demasiado perezoso para vérselas en frío con alguna de las obras mayores del escritor (su novela Auto de fe, su extraordinaria autobiografía en tres entregas -La lengua absuelta, La antorcha al oído y El Juego de ojos- o su densísimo ensayo Masa y poder), desease iniciar antes una aproximación periférica al pensamiento y a la literatura de este autor, deberá hacerse con Custodio de la metamorfosis, una colección de artículos de diversos autores, publicada por Mario Muchnik en 1985 y ofrecida a Canetti como homenaje en su octogésimo aniversario. En rigor, dicha colección recoge sólo parte del contenido de Hüter der Verwandlung, que apareció bajo el sello de la editorial muniquesa Carl Hanser algunos meses atrás, aunque se enriquece con algunas aportaciones españolas interesantes. Lo curioso es que en ninguna parte de este homenaje se encuentra una justificación del título. La clave del mismo hay que ir a buscarla a otra parte: a la conferencia sobre «La profesión de escritor», pronunciada por Canetti en Munich en enero de 1976 y que constituye el último de los textos contenidos en su libro La conciencia de las palabras (edición en español del Fondo de Cultura Económica, 1981).

En la mencionada conferencia, Canetti define al escritor como «custodio de la metamorfosis» porque sólo quien escribe puede actualizar una de las facultades inalienables de ser humano: la de ser otro, la de vivir otras vidas distintas de la propia. Según Canetti, toda verdadera literatura es metamorfosis, pero, al referirse a los modelos antiguos, únicamente cita dos obras: La metamorfosis de Ovidio y La Odisea. Ahora bien, a pesar de que la primera de éstas haya sido la entronizadora del término en la literatura de creación (y la fuente de que lo tomó uno de los autores preferidos por Canetti, si no su favorito, Kafka, al que, por resultar demasiado obvio, no se nombra en pasaje alguno de la conferencia), Canetti deja de ocuparse de ella apenas la menciona, para hacer del poema de Homero el fundamento de su argumentación. Lo cierto es que Canetti no puede señalar en La Odisea ejemplos de metamorfosis en sentido estricto, o no quiere hacerlo (la transformación de los compañeros de Odiseo en cerdos por la maga Circe no parece interesarle, por lo que más adelante se dirá). En cambio, considera como la más lograda metamorfosis literaria la llegada de Odiseo a su palacio de Ítaca disfrazado de viejo mendigo. Es evidente que aquí no nos hallamos ante una metamorfosis propiamente dicha, sino ante un caso de disfraz o de ocultación. Sin embargo, Canetti alaba la maestría de Homero sobre la de Ovidio. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque la de Odiseo es una metamorfosis conseguida mediante un medio exclusivamente humano, la astucia, y no por procedimientos mágicos o sobrenaturales. Las intervenciones de los dioses y de los semidioses en los poemas homéricos o en Las metamorfosis de Ovidio no revisten interés. En sus conflictos, en sus batallas, no arriesgan nada. Son inmortales. Sólo los hombres ponen en juego su vida; la ponen -como diría Manrique- al tablero. Y la metamorfosis (disfraz, literatura, novela) no es más que una añagaza para engañar a la muerte. Una añagaza inútil, por otra parte.

Si la metamorfosis representa el levantamiento, la rebelión contra la necesidad de morir, la masa es lo que, en cada uno de nosotros, se entrega sin condiciones a la muerte. Algunos autores actuales han criticado las ideas expuestas en Masa y poder como expresión de una ideología elitista y reaccionaria (es el caso, por ejemplo, de John Carey, que en un reciente ensayo, interesantísimo por muchos otros conceptos -The Intellectuals and the Masses, Londres, 1992-, acusa a Canetti de seguir los pasos de otros intelectuales modernos que creyeron amenazada su situación de privilegio por el acceso de las clases populares a la alfabetización y a la cultura formalizada, y reaccionaron frente a este nuevo fenómeno inventando un estereotipo negativo -la masa- sobre el que proyectaron todos sus fantasmas). Pero hay algo que separa la masa de Canetti de las masas de Ortega, de Le Bon o del mismo Freud. La masa canettiana no es un producto de la modernidad. Se da en todas las culturas y en todas las épocas. Es una posibilidad constante de disolución de la individualidad y de la conciencia en el grupo y en los frenéticos movimientos colectivos de huida o acoso. Sería un error, por demás, ver en las finas descripciones fenomenológicas de Masa y poder la pluma de un filósofo o un científico social. Es innegable que la suma de conocimientos de orden científico (antropológico, sociológico, o psicoanalítico) allegados por Canetti resulta impresionante. Toda ella, sin embargo, está organizada según el criterio de un escritor. Canetti advierte que, aunque el escritor obtiene sus conocimientos mediante los métodos vigentes en los diferentes campos científicos, sólo puede comprenderlos según el procedimiento atávico y precientífico de la metamorfosis. Toda la verdad que el hombre necesita encarar se encuentra ya en la primera narración fundacional de nuestra cultura, el poema babilónico de Gilgamesh: es decir, en la historia del héroe que se ve confrontado con la muerte al perder a su amigo Endiku, al que ha sacado de la condición primitiva y casi animal para convertirlo en un ser civilizado.

La lucha contra la muerte, la negativa a aceptar su necesidad, constituye el eje de toda la obra canettiana. Los hombres, parece haber querido decirnos, no pueden alcanzar la inmortalidad, pero algunos pueden muy bien merecerla.