En 2005 pagaremos por el pasado. Por Joseph E. Stiglitz

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El autor pronostica que la economía de Estados Unidos (y también la de Europa) irá a peor el próximo año y que seguirá la bonanza asiática.

Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía y catedrático de esta especialidad en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente es Los felices noventa. Traducción de News Clips © Project Syndicate.

31-12-2004

El comienzo de cada año es temporada alta para los pronosticadores económicos. Con pocas excepciones, los economistas de Wall Street tratan de dar una interpretación tan optimista como los datos permitan: quieren que sus clientes compren acciones, y las predicciones pesimistas ayudan poco a venderlas. Pero incluso los vendedores están prediciendo que la economía estadounidense irá peor en 2005 que en 2004. Estoy de acuerdo, y de hecho me mantengo en el bando pesimista: en 2005 podríamos empezar a pagar los errores.

La mayor incertidumbre mundial es el precio del petróleo. Claramente, los productores no previeron el aumento de la demanda china. Para que digan de la sabiduría y la previsión de los mercados privados. Los problemas de oferta en Oriente Próximo (y Nigeria, Rusia y Venezuela) también influyen, mientras que la desgraciada aventura de George W. Bush en Irak ha provocado más inestabilidad. Aunque los precios han caído ligeramente desde su nivel máximo, la OPEP ha dejado claro que no tiene intención de permitir que sigan descendiendo. Los elevados precios del petróleo son una sangría para Estados Unidos, Europa, Japón y otros países importadores de petróleo. El efecto es exactamente como un enorme impuesto que transfiere riqueza a los países exportadores. Se calcula que, sólo este año pasado, la cuenta de importación de petróleo estadounidense ha aumentado unos 75.000 millones de dólares.

Si hubiera seguridad de que los precios se mantendrán permanentemente por encima incluso de 40 dólares el barril, se desarrollarían fuentes de energía alternativas (incluido el aceite de esquisto). Pero ahora nos encontramos en el peor de los supuestos posibles: precios tan elevados que perjudican a la economía mundial, pero incertidumbre tan grave que no se están haciendo las inversiones necesarias para reducir dichos precios. Mientras tanto, a los directores de los bancos centrales mundiales les han enseñado a centrarse en la inflación. Muchos recordarán con toda probabilidad que la subida del precio del petróleo en la década de 1970 atizó la inflación, y querrán mostrar su determinación de no permitir que eso ocurra de nuevo. Los tipos de interés subirán, y una economía tras otra se irán ralentizando.

El avance hacia tipos de interés más elevados ya ha empezado en Estados Unidos, donde la Reserva Federal está apostando por una asimetría básica del mercado. Durante los últimos tres años, la bajada de los tipos de interés fue el motor del crecimiento, porque las familias asumieron una deuda mayor para refinanciar sus hipotecas y usaron parte de sus ahorros para consumir. La Reserva Federal espera que todo esto produzca el efecto contrario: que la subida de los tipos de interés no desincentive el consumo. La esperanza tal vez no baste. Las familias estadounidenses están mucho más endeudadas hoy que hace cuatro años, lo cual magnifica los posibles efectos negativos que pueda tener la subida de los tipos de interés. Por supuesto, los mercados hipotecarios estadounidenses permiten a las familias conservar los tipos de interés más bajos. Pero en economía no hay nada parecido a un almuerzo gratis, y en este aspecto el precio puede ser enorme: los nuevos compradores de vivienda tendrán que pagar más, y de esa manera estarán menos dispuestos a pagar tanto, y tampoco podrán hacerlo. Sería muy posible que los precios inmobiliarios descendieran, y es altamente probable que se produzca, como mínimo, una desaceleración de la tasa de crecimiento. También esto desalentará la demanda.

Ésta no es más que una de las incertidumbres a las que se enfrenta la economía estadounidense. Está claro que parte del crecimiento que se produjo en 2004 (no se sabe exactamente cuánto) se debió a las disposiciones que animaron la inversión ese año -importante para la política electoral- a expensas de 2005. Está además el enorme déficit presupuestario y comercial de Estados Unidos, que no sólo pone en peligro el bienestar de las futuras generaciones de estadounidenses, sino que representa un lastre para la actual economía del país (un déficit comercial es una substracción de la demanda agregada). Como famosamente dijo Herb Stein, uno de mis predecesores como presidente del Consejo de Asesores Económicos, «si algo no puede mantenerse eternamente, no se mantendrá».

Pero nadie sabe cómo, o cuándo, acabará todo. De hecho, Bush ha afirmado que tiene intención de emplear el capital político obtenido durante las elecciones; el problema es que parece estar empeñado en gastar también el capital económico de Estados Unidos. Entre otras cosas promete incluir una privatización parcial de la seguridad social y hacer permanentes sus anteriores recortes fiscales, que, si se adoptan, lanzarán el déficit hasta alturas inauditas. Nadie sabe cómo afectará esto a la confianza empresarial y a los mercados monetarios, pero no será bueno.

En consecuencia, la debilidad creciente del dólar es una firme posibilidad, lo cual perjudicará más aún a las economías europea y japonesa. Además, los beneficios estadounidenses no compensarán las pérdidas de Europa: la incertidumbre es mala para la inversión en ambos lados del Atlántico, y si la falta de confianza en el dólar conduce a un abandono de los títulos y los bonos de Estados Unidos, su economía podría debilitarse aún más. Europa, por otra parte, está empezando a reconocer los problemas suscitados por sus instituciones macroeconómicas, especialmente un pacto de estabilidad que restringe el uso de la política presupuestaria y un banco central que sólo se centra en la inflación, no en los puestos de trabajo o el crecimiento. Pero hay una gran posibilidad de que las reformas institucionales no se produzcan con suficiente rapidez como para levantar la economía en 2005.

China -y Asia más en general- representa el punto de luz en el horizonte. Quizá sea demasiado pronto para estar seguros, pero las perspectivas de amansar la excesiva exuberancia de hace un año parecen buenas, lo cual llevaría el crecimiento económico a niveles sostenibles que serían la envidia de la mayoría de los demás países. En cambio, en los próximos 12 meses, lo más probable es que las otras grandes economías del mundo no empiecen a rendir conforme a su potencial. Todas están atrapadas entre los problemas del presente y los errores del pasado: en Europa, entre instituciones diseñadas para evitar la inflación cuando el problema es el crecimiento y el empleo; en Estados Unidos, entre una enorme deuda familiar y federal, y las exigencias de la política presupuestaria y monetaria; y en todas partes, entre la incapacidad de Estados Unidos para utilizar con prudencia los escasos recursos naturales del mundo y su incapacidad para lograr la paz y la estabilidad en Oriente Próximo.