Escritos y escritores místicos en defensa de los pobres y contra el poder

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Si hay gestas como la de los agermanados levantinos que recuerdan las sublevaciones gremiales de los siglos XIX y XX en España, hay pensadores como el trinitario Alonso del Castrillo que puede darse la mano desde el primer tercio del siglo XVI con los escritores libertarios modernos.

En 1521 vio la luz en Burgos la obra Tratado de República, en donde Alonso del Castrillo defiende la comunidad de bienes y presenta como ejemplo el enjambre de abejas, que lo disfrutan todo en común, abastos y viviendas. Sostenía también que la obediencia fue introducida más por fuerza y por ley positiva que por natural justicia: «Sólo es justa la obediencia de los hijos a los padres y de los menores a los mayores de edad, toda otra obediencia es por natura injusta, porque todos nacemos iguales y libres». Cánovas, que estudió la obra de este monje, dijo que muchos de los conceptos de Louis Blanc en 1848 se encuentran en la obra de Alonso del Castrillo; aun cuando su sentido de la libertad del hombre ha sido sin duda más pronunciado.

Exaltaba la comunidad de bienes: «Por justicia también las cosas del mundo son todas comunes; violando el orden y los designios de la naturaleza, deshízose la comunidad, dividiendo los bienes en patrimonios privados, parte por la vía de ocupación, parte por mutuo acuerdo, según dice Cicerón; desde cuyo punto, tiranizando la codicia de los corazones, han tomado principio todos los males que traen desasosegados y en trance de disolución las sociedades humanas».

Alfonso de Valdés, que fue secretario de Carlos V, sostenía que todo cristiano debía aprender un oficio, como era costumbre entre los musulmanes y los judíos. No debían ser exceptuados ni los monjes, ni los hijos de los hidalgos, ni tampoco los príncipes. Todos debían ser capaces de ga­narse la vida trabajando en su oficio; los que no trabajasen no debían comer. Afirmaba que el pobre tenía derecho a compartir los bienes del rico y que los dineros del príncipe eran dineros públicos que no debían ser derrochados en guerras de conquista territorial o religiosas, y lo curioso es que estos conceptos se encuentra en el Diálogo de Mercuro y Carente, escrito en defensa de la política del Emperador.

El jesuita Domingo Muriel, salmantino, rector de la universidad de Córdoba, en el Río de la Plata, forzado al exilio en 1767, se refugió en Italia. Polígrafo, de pensamiento original y renovador, en un escrito inédito sobre el estado de las ciencias, las artes y el comercio en España, habló del mejor medio para promover la labranza de la tierra; consistía en imponer una ley que dijese: «Que todo dueño, propietario de alguna tierra deba tenerla labrada y empleada en dar el fruto de que es capaz, so pena de perder la propiedad el que la dejase ociosa tres años, a favor de aquel vecino que sepa mejor aprovecharla».

Sobre la propiedad de la tierra, la escolástica española, a través de un Francisco Vitoria, un D. de Soto, un N. B. Salón, L. Molina, F. Suárez, J. de Lugo y muchos otros, sostenían que el titular de la misma no es ninguna persona determinada, sino que por derecho natural pertenece a la comu­nidad. Naturalmente eso no implica que el poder político se haya de ejercer por la comunidad, ni que la tierra haya de quedar indivisa, pero la colectividad tiene siempre el derecho de control sobre e! ejercicio del poder y sobre el disfrute de la propiedad.

Luís Vives (1492-1540) defiende el derecho al trabajo en su obra De Subventione Pauperum (1526): «El que quiera comer que trabaje, pero el que quiera trabajar encuentre dónde». Señaló la distinción entre los intereses comunes y los que son privativos del individuo: «No puede subsistir por mucho tiempo aquella república en donde cada uno cuida solamente de sus cosas y de las de sus amigos y ninguno de las comunes…» Expuso con elocuencia los deberes del individuo para con la sociedad, pero también los deberes de la sociedad para con el individuo. No podía admitir que en una nación existiesen hombres torturados por el hambre, sin que sus funcionarios o magistrados pudiesen arbitrar remedio eficaz. A ningún pobre en condiciones de trabajar se le debe permitir el ocio o la mendicidad; pero a cada industrial se le habrían de asignar un cierto número de obreros que no estén en condiciones de tener fábrica, obrador o un medio de trabajo independiente, y los demás habrían de ser dedicados a obras públicas, de modo que el Estado procure a los ciudadanos todos una existencia segura. Los derrochadores de su hacienda deben ser protegidos también, pero obligándolos a trabajos penosos, como castigo por su conducta depravada.

Se citó a menudo esta opinión de Vives: «Allí donde los hombres han hecho del amor al bien y del odio al mal una segunde naturaleza, no hacen falta leyes para vivir recta y ordenadamente; y donde, por lo contrario, esos hábitos faltan, las leyes no los suplen, por muy perfectas y numerosas que sean; razón por la cual el poder público debe mirar como principal misión suya la de educar a los gobernados, mirando el manantial de donde brotan las acciones, la interior disposición de ánimo». También dijo que las leyes, «más que normas de justicia para vivir según la ley de la razón, son emboscadas y lazos armados a la ignorancia del pueblo».

El jesuita Ribadeneira, en su Tratado del príncipe cristiano (1595), sostuvo que entre las primeras obligaciones de un monarca estaba la de favorecer a los débiles y oprimidos.

Son voces que reflejan una condición social de desamparo de las masas sin privilegios, que exigía clamorosamente remedios, y no únicamente por impulsos de la caridad cristiana ni a base de la sopa boba de los conventos.

El padre Mariana en De Rege et Regis Institutione (1599) no sólo justifica el tiranicidio, sino que escribe que aquellos que carezcan de lo más preciso junto a otros repletos de riqueza, no pueden garantizar tranquilidad ni paz duradera, y para que no se produzca este malestar social que fuerza al pobre a rebelarse o a dejarse morir, la sociedad debería regular la distribución de la riqueza natural y el acaparamiento y el uso de capitales. Ideas que enfrentan una situación de injusticia y de miseria en su tiempo intolerables.

Mariana se opone así al absolutismo naciente de los reyes y justifica su eliminación violenta. «Hay en nosotros un sentimiento común, una voz de la naturaleza, que grita en el fondo de nuestra alma, y una ley que habla a nuestro oídos, con la que discernimos siempre lo honesto de lo torpe. Supongamos, pues, que existe un tirano, semejante a una bestia feroz y cruel, que por donde quiera que pasa todo lo destruye, todo lo decasta y arruina, causando toda suerte de estragos con sus uñas, con sus dientes, con todas las armas ofensivas que le dio la naturaleza. ¿Juzgarás que se debe tolerar? ¿No alabarás más bien a aquel que, despreciando el peligro de su vida, rescate con valor la libertad común? ¿Y no determinarás que se persiga al tirano como a un monstruo cruel, que sólo habita en la tierra para despedazar ferozmente a los hombres?».

Fox Morcillo, a quien Felipe II hizo tutor de su hijo, opinaba que no se debe obediencia al rey que burla las leyes; para él la forma de gobierno monárquica o republicana importaba poco, siempre que sus representantes se ajustasen a la ley.

Francisco Giner de los Ríos dijo que las concepciones de fray Luis de León (1527-1591), recuerdan las ideas de Tolstoi y Joaquín Costa pudo concretar así las aspiraciones del gran místico: «El ideal de fray Luis es una nación sin Estado, o, más bien, un Estado que diríamos a la moderna «libertario», en que la gracia divina, alumbrando interiormente las almas, hiciera veces de leyes, y donde el oficio de gobernante fuese como el del pastor, el cual —dijo fray Luis — no consiste en dar leyes ni en poner mandamientos, sino en apacentar y alimentar a los que gobierna. «Tratar con sólo la ley escrita —continuó diciendo —es como tratar con un hombre cabezudo por una parte… y por otra poderoso … La perfecta gobernación es de ley viva, que entienda siempre lo mejor y que quiere siempre aquello bueno que entiende…»

Casi todos los místicos españoles son de temperamento recio, en contraste con la blandura que caracteriza a los místicos de otros pueblos, y en casi todos ellos se encuentra de­clarada hostilidad a las leyes y autoridades externas y una firme adhesión a la ley interior y a la libertad individual; ¡de Dios abajo, ninguno!

D. ABAD DE SANTILLÁN. Historia del Movimiento obrero español. (1967). 70.