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En estos días, en París, andan algo alborotados ante el hallazgo de uno de estos viejos luchadores que soporta su ‘dulce derrota’ con patente dignidad. Se trata de Lucio Urtubia, y, como habrán deducido por sus señas de identidad, es español. La vida de este hombre que se acerca a la condición de septuagenario, no tiene desperdicio…

El sistema en el que nos ha tocado vivir es el que es y todos los intentos por cambiarlo o, al menos, transformarlo profundamente, parecen siempre condenados al fracaso.

Luchadores, idealistas, utópicos, han acabado hincando la rodilla ante la fuerza arrolladora de un statu quo que se retroalimenta y se hace más y más fuerte. Algunos de ellos han acabado condenados al ostracismo por la crítica histórica que, como es sabido, la escriben los vencedores. En otros casos, estos ideólogos de causas perdidas han terminado convirtiéndose en curiosidades de museo de historia, raras avis que, en todo caso, pueden servir de ejemplo moralizante para las nuevas generaciones.

Pero, en este mundo ideologizado (en el que incluso algún ministro agacha la cabeza y confiesa avergonzado que en su juventud tuvo ideales), algunos hombres aún pueden decir con orgullo que, por lo menos, lo intentaron, y que, por lo menos, con sus palos en la rueda, si no hicieron descarrilar el sistema, sí que consiguieron que, por lo menos, éste anduviera por un camino algo más llevadero para los ciudadanos que andan montados encima.

En estos días, en París, andan algo alborotados ante el hallazgo de uno de estos viejos luchadores que soporta su ‘dulce derrota’ con patente dignidad. Se trata de Lucio Urtubia, y, como habrán deducido por sus señas de identidad, es español. La vida de este hombre que se acerca a la condición de septuagenario, no tiene desperdicio, al tiempo que es una perfecta transacción moderna de los antiguos buenos bandidos, Curro Jiménez, el Zorro, y además héroes populares que hicieron de la delincuencia, no una vía de lucro personal, sino una forma de servicio a los más oprimidos.

Urtubia nació en Cascante (un pueblecito de Navarra), en 1931, y su historia es la clásica de muchos hijos de aquella España partida en dos: familia trabajadora pobre, antifranquismo, y huída a Francia donde empezó a trabajar de albañil, cosa que curiosamente, no dejó de hacer hasta el día de su jubilación. Pero paralelamente fue entrando en contacto con los grupos comunistas primero, y anarquistas más tarde, a través de los cuales inició una doble existencia: honrado trabajador de día, y luchador anticapitalista en sus ratos libres.

Urtubia se afilió a la CNT y de la mano del maquis catalán Quico Sabater hizo sus primeras armas como terrorista antisistema. De éste último heredó los trastos de faena -una ametralladora Thompson y una navaja- y el albañil, casi sin quererlo, se convirtió en atracador de bancos. Pero poco tiempo después este moderno Robin Hood se dio cuenta que la violencia no iba con él y cambió el arco y la flecha por otras armas más sofisticadas: con una imprenta casera, se recicló en falsificador: primero de documentación y papeleo falso para sus compañeros de causa; más tarde pasó con éxito a la emisión de papel moneda -incluso se cuenta que sus primeros dólares se difundieron sin sospecha por los Estados Unidos de la mano, ni más ni menos, que del propio Che Guevara.

Pero la obra maestra de Urtubia, lo que le granjeó la admiración de los profesionales de la falsificación, fue la emisión de cheques de viaje falsos del First National City Bank, una operación con la que consiguió recaudar más de 3.000 millones de pesetas, y que casi lleva a la bancarrota a una de las más importantes entidades bancarias del mundo, cuyos directivos se vieron incluso obligados a negociar con el modesto obrero de la construcción. La policía no lo tuvo fácil para hallar al ‘genio estafador’. Sin antecedentes de ninguna clase, ni tan si quiera con una falta en su habitual horario de trabajo, Urtubia pasaba bien desapercibido. Pero un chivatazo le traicionó, y entonces aceptó negociar con el banco al que tanto daño había causado, a los que entregó las planchas matriz de los cheques falsos a cambio de una compensación. Ello supuso su ‘retirada’ como falsificador.

Pero lo moralizante de la historia de Lucio Urtubia está en el hecho que incluso en la práctica de la delincuencia puede existir un insobornable principio moral. Aunque por sus manos pasaron ingentes cantidades de dinero fresco, nunca se quedó una peseta para él; todo lo entregaba ‘para la causa’ o, como le dijo al director del banco al que tanto dinero ‘recuperó’ «tan sólo tratamos de reequilibrar el capital».