Lo RELIGIOSO en el QUIJOTE

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El Estudio Teológico de San Ildefonso, del Seminario Conciliar de Toledo, editó, en 1989, el libro de don Salvador Muñoz Iglesias Lo religioso en el Quijote . Cuando se cumple, este año, el IV centenario de la primera edición de esta novela cumbre de la Literatura Universal, escrita por don Miguel de Cervantes Saavedra, es del mayor interés comprobar cómo lo religioso está en la entraña misma de El Quijote, y también en su raíz, la fe y la vida de su autor. Ofrecemos aquí un extracto del último capítulo del libro, Juicio global sobre la religiosidad de El Quijote:

Considero un deber de justicia, y una obligada contribución al esclarecimiento del contenido religioso de El Quijote, reivindicar la identificación sustancial de su autor con las afirmaciones abiertamente católicas que en él se hacen.

Conocidas son las abundantes profesiones de fe y religiosidad que Cervantes coloca en labios de los personajes de El Quijote, como hace en el resto de sus obras con frecuencia.

Sancho dice creer «firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana» (II, 8). Y en el mismo capítulo, don Quijote le dice a Sancho: «Nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos» (II, 8). Tras la aventura del cuerpo muerto, en la que don Quijote hirió a un clérigo, protesta el hidalgo: «Yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy» (I, 19). En su discurso a los del pueblo del rebuzno, don Quijote afirma que, de las «cuatro cosas» por las que se «han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas, la primera (es) por defender la fe católica» (II, 27). Y más adelante, para disuadirles de pelearse entre sí, añade: «…cuanto más que el tomar venganza injusta (que justa no puede haber alguna que lo sea) va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos, y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultosos de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así no nos había de mandar cosa que fuese imposible de cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes están obligadas por leyes divinas y humanas a sosegarse» (II, 27). A la misma santa ley que profesamos se refiere Basilio cuando dice a Quiteria: «Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos, que, viviendo yo, tú no puedes tomar esposo» (II, 21). Consideración aparte merecen las continuas protestas de cristiano viejo que hace de sí Sancho (I, 20; I, 47; II, 3; II, 4…)

Un resumen de la fe

No especifica Cervantes en El Quijote el contenido de la fórmula genérica que pone en boca de Sancho: «Creo… firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y enseña la santa Iglesia católica romana» (II, 8). Pero cuando se editaba esta segunda parte de El Quijote, «estaba ya acabando» –según escribe en el prólogo– la que había de ser su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Segismunda, publicada en 1617, donde escribe dos profesiones de fe que con razón han sido consideradas resúmenes de la fe católica tridentina, y que no me resisto a transcribir. Evidentemente, la fe de Cervantes era la que Ricle dice que le había enseñado su marido español: «Me enseñó la ley católica cristiana; diome aguas de bautismo en aquel arroyo, aunque no con las ceremonias que él me ha dicho que en su tierra se acostumbran; declarome su fe como él la sabe, la cual yo asenté en mi alma y en mi corazón, donde le he dado el crédito que he podido darle: Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas y que todas tres son un sólo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero; finalmente, creo todo lo que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la Tierra, sucesor legítimo de san Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia. Díjome grandezas de la siempre Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de los pecadores. Con esto me ha enseñado otras cosas, que no las digo, por parecerme que las dichas bastan para que entendáis que soy católica cristiana» (Persiles, I, 6).

Y todo hace pensar que el Credo de Cervantes era el que los penitenciarios de Roma enseñaron a Auristela cuando la instruyeron sobre las principales y más convenientes materias de nuestra fe: «Comenzaron desde la envidia y soberbia de Lucifer, y de su caída con la tercera parte de las estrellas, que cayeron con él en los abismos: caída que dejó vacas y vacías las sillas del cielo que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa. Declaráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos, criando al hombre cuya alma es capaz de la gloria que los ángeles perdieron. Discurrieron por la verdad de la creación del hombre y del mundo, y por el misterio sagrado y amoroso de la Encarnación, y con razones sobre la razón misma, bosquejaron el profundísimo misterio de la Santísima Trinidad. Contaron cómo convino que la segunda Persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero, juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga. Mostráronle la muerte de Cristo, los trabajos de su vida desde que se mostró en el pesebre hasta que se puso en la Cruz. Exageráronle la fuerza y eficacia de los Sacramentos, y señaláronle con el dedo la segura tabla de nuestro naufragio, que es la penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, que suele cerrar el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo, Dios vivo, sentado a la diestra del Padre, estando tan vivo y entero como en el Cielo Sacramentado en la Tierra, cuya santísima presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna, porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son iguales, es el de estar en todo lugar por potencia, por esencia y por presencia. Aseguráronle infaliblemente la venida de este Señor a juzgar el mundo sobre las nubes del cielo y, asimismo, la estabilidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden poco las puertas o, por mejor decir, las fuerzas del infierno. Trataron del poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la Tierra, y llavero del cielo» (Persiles IV, 5).

Dos cosas destacan en estos pasajes: el conocimiento más allá de lo normal que Cervantes muestra tener de las principales verdades de nuestra fe y el cálido fervor que manifiesta al profesarlas o exponerlas.

Pero, ¿era sincero el autor de El Quijote al hacer estas solemnes profesiones de fe?

La hipocresía de Cervantes

Américo Castro orquestó la pretendida hipocresía del autor de El Quijote en El pensamiento de Cervantes. Se basa en diversos pasajes de El Quijote, Coloquio de los Perros, Persiles y Viaje al Parnaso, en los que Cervantes –según él– hace elogios de la hipocresía. En El Quijote, Castro considera tal lo que don Quijote dice acerca de los ermitaños: «Yo por buenos los juzgo; y cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador» (II, 24). De ahí, concluye Castro que Cervantes lo era. Para Castro, ese estilo de Cervantes, ambiguamente hipócrita, era típico de la Contrarreforma, como había afirmado, antes que él, Ortega y Gasset.

La acusación de que se hace objeto a Cervantes ronda los linderos de la calumnia. Decir eso de un autor, sin más pruebas que la afirmación gratuita de que se debe entender que piensa en materia religiosa lo contrario de lo que dice, es, aparte de ofensivo e injusto, críticamente una flagrante petición de principio. Los argumentos de Castro son absolutamente inválidos.

Las profesiones de fe y religiosidad no aparecen exclusivamente en labios del loco don Quijote, sino frecuentísimamente en boca de otros personajes de la inmortal novela (Sancho, Basilio, el Caballero del Verde Gabán, el cautivo, Dorotea, etc.) Aparte de que recurren, de igual manera, a lo largo de la amplia producción literaria de Cervantes fuera de El Quijote.

Pero, en segundo lugar, hay que advertir la insistencia con que Cervantes recuerda en El Quijote que la locura de su protagonista, limitada al punto flaco de la caballería andante, contrasta con su lucidez, sabiduría y prudencia cuando toca otros temas: «Si le tratan de otras cosas –dice el cura a Dorotea y a Cardenio–, discurre con bonísimas razones, y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo; de manera que, como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento» (I, 30).

En una cosa podemos estar de acuerdo con Américo Castro. El autor de El Quijote ironiza frecuentemente sobre asuntos en los que la religiosidad popular, por imposiciones sociológicas unas veces, y por superstición o ignorancia otras, era censurable.

Pero la ironía religiosa de Cervantes no empaña en lo más mínimo la autenticidad de su fe. Escribe a este respecto Hatzfeld: «Tan poco como dañan los diablos de las góticas catedrales a los nimbos de los santos, pueden las bromas y parodias de lo religioso debilitar en lo más mínimo la fe de los españoles».

Vivencia religiosa de Cervantes

Lo que sabemos de la vida religiosa de Cervantes, especialmente en sus últimos años, no se aviene con la calificación de hipócrita en la materia, y explica, en cambio, el creciente rigor mortal de sus últimos escritos. No pretendo en las páginas que siguen hilvanar un biografía de Cervantes, ni menos presentar una apología de su fe religiosa, que considero innecesaria. Me limito a espigar en los episodios de su vida una serie de datos que testimonian la autenticidad de sus convicciones y excluyen absolutamente su pretendida hipocresía en materia religiosa.

Poco se sabe con certeza de su formación religiosa en la niñez y juventud. Ciertamente, fue discípulo de gramática del sacerdote Juan López de Hoyos, en el Estudio costeado por el Consejo de la Villa de Madrid. López de Hoyos lo menciona como «nuestro caro y amado discípulo», y publica en 1569 cuatro composiciones poéticas suyas con ocasión de la muerte de la reina doña Isabel de Valois. Pero el trato de Cervantes con el docto sacerdote hubo de ser muy corto, puesto que éste entró como preceptor en el Estudio el 15 de enero de 1568, y ese mismo año Cervantes debió marchar a Italia, donde ciertamente residía en 1569. Se da por seguro que –bien en Valladolid, bien en Sevilla– Cervantes cursó en un colegio de jesuitas, donde sin duda aprendió el latín que luego muestra conocer, y donde oyó los sabios y prudentes consejos de los que hace encendido elogio en El coloquio de los perros.

Entre las fuentes literarias de su formación ascética, él mismo menciona en El Quijote a fray Cristóbal de Fonseca, agustino, en su libro Tratado del amor de Dios, y al dominico fray Felipe de Meneses en su obra Luz del alma.

Ignoro si la hipocresía que Américo Castro atribuye a Cervantes le llevaría a hacer decir a sus personajes o a decir él mismo lo contrario de lo que pensaba, cuando unos y otros opinan sobre la actividad literaria en general. Pero, de atenernos a la letra de lo que dicen (y no hay razón seria para lo contrario), Cervantes pensaba que «la pluma es la lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos», como dice don Quijote al Caballero del Verde Gabán (II, 16). En todo caso, lo que sabemos de la vida de Cervantes nos lo muestra fiel creyente y practicante de la religión católica, con ribetes de piedad más que normal.

Un testigo presencial de la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), cuando Cervantes tenía 24 años, dice de él: «El dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura; y su capitán y otros muchos amigos le dijeron que, pues estaba enfermo, que se estuviese quedo abajo, en la cámara de la galera, y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían dél… e que más quería morir peleando por su Dios y por su Rey que no meterse so cubierta».

El mismo Antonio de Sosa, compañero de cautiverio en Argel, testifica que Cervantes, entre 1575 y 1580, «se ocupaba muchas veces en componer versos en alabanza de Nuestro Señor, y de su bendita Madre, y del Santísimo Sacramento, y otras cosas santas y devotas, algunas de las cuales comunicó particularmente conmigo, y me las envió que las viese».

Desde 1609, Cervantes perteneció a la Congregación de Indignos Esclavos del Santísimo Sacramento, fundada el 30 de noviembre de 1608 por fray Alonso de la Purificación, trinitario descalzo, y don Antonio Robles Guzmán, gentilhombre de Felipe III y su aposentador. La partida y asiento de su ingreso, firmada por el propio Cervantes, figura en el libro I, folio 12, en el Oratorio del Olivar de Madrid: «Recibióse en esta Santa Hermandad por esclavo del Santísimo Sacramento a Miguel de Cervantes, y dijo que guardaría sus santas Constituciones, y lo firmó en Madrid, a 17 de abril de 1609. Esclavo del Santísimo Sacramento, Miguel de Cervantes».

En el lecho de muerte, tres semanas antes de su fallecimiento, profesó Cervantes en la Venerable Orden Tercera de San Francisco. El 8 de junio de 1609 reciben el hábito su hermana Andrea y su mujer Catalina de los Palacios, profesando luego, respectivamente, el 10 de enero de 1610 y el 27 de junio de ese mismo año. No se sabe cuándo Cervantes solicitó el ingreso y obtuvo el hábito; pero el 2 de abril de 1616 profesó «en cu casa por estar enfermo».

Al morir (el 23 de abril de 1616) recibió los Santos Sacramentos. En el libro de defunciones de la parroquia de San Sebastián, de Madrid, correspondiente a esa fecha, se lee. «En 23 de abril de 1616, murió Miguel Cervantes Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle del León. Recibió los Santos Sacramentos de mano del licenciado Francisco López. Mandóse enterrar en las monjas trinitaria. Mandó las Misas del alma y lo demás a voluntad de su mujer, que es testamentaria, y al licenciado Francisco (Martínez), que vive allí».

Nadie podrá convencernos de que Cervantes pensaba en congraciarse con la Inquisición cuando, en Lepanto (1571), «quería morir peleando por su Dios»; o cuando en Argel (1575-1580) componía «versos en alabanza de Nuestro Señor, y de su bendita Madre, y del Santísimo Sacramento, y otras cosas santas y devotas»; o cuando en el umbral de la muerte recibe los Sacramentos, se manda enterrar en las Trinitarias y deja el encargo de celebrar Misas por su alma. Sería igualmente injusto poner en duda la sinceridad de Cervantes al inscribirse en las asociaciones piadosas mencionadas, por más que sectariamente opine lo contrario Cerrejón. Y a la luz de estos comportamientos resulta gratuito y ofensivo para Cervantes pensar que sus profesiones de fe sean, como quiere Castro, simples alardes de ortodoxia.

La religiosidad de El Quijote

Lo primero que afirma Cervantes sobre la religiosidad de El Quijote es que, tratándose de una novela, no había por qué abordar ex professo el tema religioso: cosa, por lo demás, bastante obvia. Dice en el prólogo el amigo que le dio la idea para componerlo: «Este vuestro libro, todo él, es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada san Basilio,… ni tiene para qué predicar a ninguno mezclando lo humano con lo divino…; no hay para qué andar mendigando… consejos de la Divina Escritura».

Hay un juicio global sobre la religiosidad de la primera parte, que Cervantes pone en labios del bachiller Sansón Carrasco: «…la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entendimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico». Y apostilla don Quijote: «A escribir de otra suerte, no fuera escribir verdades sino mentiras» (II, 3). Y poco antes había dicho Sancho: «…que si hubiera dicho de mí cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír los sordos» (II, 3). Me parece inexcusable concluir que ése era el juicio de Cervantes sobre su novela, incluida la valoración religiosa de la misma que en él se encierra.

El propio Sancho sostiene que, «cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos» (II, 8).

Del innegable carácter religioso es la primera tanda de consejos (Documentos que han de adornar tu alma), que don Quijote ofrece a Sancho en vísperas de ser gobernador: «Primeramente, ¡oh, hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio, no podrás errar en nada… Muéstrate piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia» (II, 42). Esta vez es el propio Cervantes quien comenta, al principio del capítulo siguiente: «¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada?» (II, 43). Tras la segunda tanda de consejos, Sancho, abrumado por su incapacidad reconocida para ser gobernador, confiesa: «Si a vuesa merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto; que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo…; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno». Y ahora es don Quijote quien elogia la actitud edificante de su escudero: «Por Dios, Sancho –dijo don Quijote–, que por solas estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas» (II, 43).

Religiosamente comprometido

Por todo lo dicho, termino haciendo mías las afirmaciones de dos eximios cervantistas. Escribe A. González de Amezúa a propósito de Cervantes: «No conozco novelista de su época –y podríamos añadir por nuestra cuenta: ni de ninguna época– en que lo religioso se presente en su producción literaria con la reiteración y calor con que él lo emplea». Y poco más adelante: «No hay escritor de libros de ficción en su tiempo que tanto las prodigue (se refiere a las confesiones de propia religiosidad), y que en el curso del relato de sucesos profanos y novelescos no brillen como una centella de su sentir religioso, de su fe cristiana profunda y arraigada. Todas sus obras están copiosamente sembradas de pensamientos, juicios y reflexiones cristianas demostrativas de su acendrada religiosidad. Los principales postulados de la doctrina católica, como el que la fe sin obras es muerta; el tema de la conversión y arrepentimiento del pecador; el perdón de los enemigos; el camino angosto de la virtud frente a la anchura de aquel que lleva el vicio; la santidad e indisolubilidad del matrimonio; la vida del hombre como una milicia sobre la tierra; la exaltación de las virtudes cristianas; en suma, muchos de los principios cardinales de la religión católica se tocan en sus obras dentro de la más pura ortodoxia, reforzados por los textos bíblicos y evangélicos, de donde mana, copiosa, viva y ardiente, toda esta doctrina, bebida por él en los Libros Sagrados».

Pienso que no va descaminado quien piense que Cervantes se considera un laico comprometido, desde su profesión de escritor profano, en el quehacer evangelizador de la Iglesia católica postridentina.

«Resultará siempre arduo desentrañar toda la intención catequizadora de Cervantes; pero El Quijote confirma, por lo menos, una teoría: el dirigismo de la Iglesia en la literatura de los pueblos católicos de Europa no fue un mito». Así se expresa Descouzis, quien, a renglón seguido, continúa: «Es aparente que Cervantes no regatea su participación en la tarea catequizadora de la Contrarreforma española. No será mucho pedir que se tome ya en serio la extemporaneidad escuderil

No sé a lo que llama Descouzis el dirigismo de la Iglesia. Yo suscribo la frase, si –como pienso– se refiere a la influencia decisiva del pensamiento católico en los escritores profanos creyentes. Más que de dirigismo de la Iglesia, preferiría hablar de responsabilidad evangelizadora sentida vivamente por los escritores laicos de aquella época, especialmente en España, que había vivido el siglo XVI comunitariamente empeñada en la tarea de cristianizar América. Entre ellos –muy destacadamente– hay que situar a Cervantes.

Salvador Muñoz Iglesias

Alfa y Omega
30-06-2005