Los HIJOS de la DESREGULACIÓN

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Desde hace unos años se viene observando un nuevo comportamiento en los jóvenes que produce inquietud en amplios círculos. Expresiones como «noches de drogas y alcohol», «los maestros enferman en las aulas», «los alumnos de ESO son incapaces de escribir 25 palabras sin cometer faltas», «maestros quemados» o «alcohol a edades cada vez más tempranas» son titulares de los periódicos de los últimos meses.Muchos padres con hijos entre catorce y veintipocos años traslucen su incomprensión y preocupación. Las investigaciones sociológicas apuntan en la misma dirección. ¿Qué está pasando? ¿Por qué desde la segunda mitad de los noventa ha surgido este comportamiento entre los jóvenes que están accediendo o aproximándose a la veintena? La relación con el trabajo y el acceso a la vida adulta de esta generación están siendo muy distintos a los de generaciones anteriores. Hasta el umbral de los noventa, las perspectivas de los jóvenes aparecían previsibles: tras la formación en el sistema educactivo se desembocaba en el trabajo, que aunque pudiera cambiarse varias veces, tenía perspectivas sólidas de estabilidad sobre las que construir una trayectoria profesional, acceder a la vivienda, formar una familia, etcétera. Pero en los años ochenta, la gran bolsa de paro juvenil que se formó en nuestro país, y que afectó especialmente a los estratos de clase media y baja, introdujo escepticismo sobre este modelo. Sobre este terreno minado sobrevino en la primera mitad de los noventa la desregulación del mercado laboral, con múltiples formas de microcontratos, ETTs, etcétera. Las estadísticas hablan cada mes de más de un millón de contratos y un tercio de la población ocupada en situaciones eventuales, que gravitan en especial sobre estos jóvenes. Pero más importantes es que por debajo de esas cifras se ha produccido una bifurcación en las expectativas sociales. Mientras las nuevas generaciones de las clases altas y parte de las medias mantienen la confianza en el modelo meritocrático, es decir, en la formación y el acceso a estudios superiores y masters como vía de ascenso social o de mantenimiento intergeneracional del status, para amplios segmentos de las nuevas generaciones de clases medias bajas y bajas el proyecto meritocrático ha perdido sentido y credibilidad. No sólo eso, estos sectores están perdiendo la capacidad para generar proyectos colectivos o personales de inserción en la vida adulta y se van desentendiendo del devenir de la sociedad y de su propio futuro. La desregulación del empleo ha causado un profundo cambio de la relación de estos jóvenes con el trabajo. Sus currículos son una lista de empleos cortos, inestables y sin hilván que revele una acumulación de saber profesional. Empleos en los que se produce el hecho paradójico de que los que menos formación aportan estén mejor pagados que los que tienen más proyección de futuro. El crecimiento económico de los últimos años ha producido abundancia de estas ocupaciones que proporcionan ingresos sustanciales pero sin regularidad ni cuantía suficientes para permitir la emancipación, por lo que estos jóvenes tienen una considerable capacidad de gasto que se vuelca hacia el consumo ocioso y ostentoso. Es un proceso que se alimenta en espiral: al disponer muchos de ellos de bastante dinero para gastar, se genera una presión por emulación hacia el mantenimiento de una forma de vida muy centrada en el consumo, que exige sustanciales cantidades de dinero. Ritmo de gasto tan elevado que no se puede sostener sólo con ayudas familiares, por lo que de este tipo de trabajo, carente de valoración social o de perspectiva de desarrollo personal o profesional, acaba siendo imprescindible para mantener este estilo de vida y alto nivel de gasto. Las consecuencias de esta transformación de la función y la visión del trabajo se extienden a múltiples planos. El horizonte de emancipación se ha retrasado hasta el límite simbólico de los 30 años, lo que ha producido una especie de «congelación» de la juventud, o mejor, de la adolescencia. Comportamientos típicos de esta etapa, «pasajeros» en generaciones anteriores, se prolongan ahora hasta bien entrada la veintena. Este fatalista alejamiento de la emancipación se traduce en el rechazo hacia el esfuerzo y la desgana ante el estudio. Se está produciendo un descenso del porcentaje de jóvenes de clase media y baja que sigue estudiando y un fuerte incremento del fracaso escolar. Por otro lado, disponer de dinero para sus gastos, y en ocasiones ayudar en casa, modifica su relación con la familia, libera de cualquier sombra de deuda o culpa. Ganan autonomía personal, y las familias de clase media baja y baja que en el último medio siglo habían presionado a sus hijos para que accedieran a estudios como vía de promoción social están dejando de hacerlo en los últimos seis u ocho años, al menos con la intensidad del pasado, para reorientar sus esfuerzos a la búsqueda más inmediata de una remuneración, tal vez como consecuencia de la fragilización de la situación laboral de los padres. De este modo, los jóvenes se han convertido en uno de los principales mercados de nuestro tiempo, y el consumo en el principal elemento de identidad personal, de significación de las acciones y de las formas de vida de estos jóvenes. En estilo de vida alcanza su máxima expresión en los fines de semana y la noche, convertidos en espacio de identificación de grupo y generación, en «tiempos» que hay que exprimir al máximo (hay toda una serie de expresiones para reflejar este deseo: «romper», «desparramar», «a morir», «vivirlo a tope») gastando cuanto se tiene, llevando las sensaciones al límite hasta que el cuerpo aguante. El mismo consumo de droga -pastillas, hachís y coca, pero no heroína- acaba considerándose como un consumo más, equiparable a la bebida o a la ropa, y se inscribe en este marco de vivir a tope el presente. Incluso las amistades de grupo son lábiles, ya que no hay intereses compartidos que generen solidaridad, y parecen contagiadas por una concepción consumista y, por lo tanto, efímera y superficial. Los hijos de la desregulación están viviendo una experiencia de acceso a la edad adulta inédita y difícil de comprender por la generación precedente. Son una vertiente de la corrosión del carácter, en expresión de Richard Sennet, de las clases trabajadoras del nuevo capitalismo. Integrar esta generación en el curso normal de la sociedad requiere encontrar nuevas formas de configuración de las trayectorias laborales, asumiendo que el trabajo se ha convertido para muchas personas en un bien inestable. Diversos autores europeos han propuesto redefinir las trayectorias profesionales de forma que integren y alternen fases de formación y empleo, pero construyendo currículos que proporcionen una acumulación de saber profesional coherente, al tiempo que permitan cotizar a la Seguridad Social mediante nuevas formas de cotización, como las experiencias francesas de los cheques de empleo y los acuerdos empleo-formación. Si el mercado laboral se ha desregularizado hasta el punto en que lo ha hecho en España, el Estado del Bienestar debe crear los instrumentos para evitar que amplios sectores sociales acaben en los lindes de las marginación, y lo que está sucediendo con este fragmento de esta generación, por cierto, la primera nacida en democracia, refleja su fracaso, ahora oculto por la expansión económica. Se trata de adaptar el Estado y su red protectora a la nueva realidad para que gane legitimidad en esta generación al convertirlo en un instrumento para su desarrollo profesional y personal