Los mutilados por los trenes

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Las violaciones de los derechos humanos, documentadas y condenadas por organismos nacionales y extranjeros, siguen siendo el pan de todos los días en Mexico. Las acciones de la migra estadounidense mandan a nuestros migrantes a morir en el desierto. Las de la migra mexicana obligan a los centroamericanos más pobres a arriesgar la vida en la ruta de los trenes. Unos son asaltados por delincuentes, otros sufren abusos de autoridades, algunos más, como la hondureña Alma, dejan parte de su cuerpo en México.

Por ARTURO CANO

Nunca más trataremos a nuestros hermanos centroamericanos como se trata a nuestros paisanos en la frontera norte. La promesa presidencial se repitió varias veces. Pero al cabo de más de dos años de gobierno, nada ha cambiado en la frontera sur. Las violaciones de los derechos humanos, documentadas y condenadas por organismos nacionales y extranjeros, siguen siendo el pan de todos los días. Las acciones de la migra estadounidense mandan a nuestros migrantes a morir en el desierto. Las de la migra mexicana obligan a los centroamericanos más pobres a arriesgar la vida en la ruta de los trenes. Unos son asaltados por delincuentes, otros sufren abusos de autoridades, algunos más, como la hondureña Alma, dejan parte de su cuerpo en México

FRONTERA MEXICO-GUATEMALA.

La mujer mira hacia el lugar donde estuvieron sus piernas y ahí encuentra, en medio de su terrible tragedia, una cruda esperanza que le ayuda a seguir: “De México me voy con mis prótesis”.

Alma Cruz Archaga es regordeta y de cabello chino. Tiene 30 años y es madre soltera. Nació cerca de Tegucigalpa, Honduras, y hace unos meses, cuando perdió su última esperanza junto con su empleo en la cadena de Pollo Campero –el Kentucky Fried Chicken centroamericano– decidió agarrar camino a Estados Unidos, y se lanzó a la aventura en un grupo de 15, ella de única mujer, con la sola guía de un muchacho que “ya había estado una vez allá”.

Cruzó la frontera por el Suchiate, como todos los migrantes más pobres, con dos mil pesos en la bolsa pero segura de que su padrino, que vive en Chicago, la estaba esperando con un trabajo. Su sueño era juntar dinero suficiente para hacerle una casa a sus dos hijas, Alison Diana (Dayana, pronuncia ella) y Angie, de cinco y dos años de edad, que se quedaron en Honduras, a cargo de la abuela. Ahora, se conformaría con volver a casa con dos piernas de plástico.

“EL TREN ME JALÓ”

Alma y sus compañeros de viaje llegaron a Tapachula y durmieron una noche bajo un puente. Todos los días, todas las noches, decenas de migrantes centroamericanos rondan las calles de Tapachula a la espera de la partida del tren. Cuando las ruedas del convoy –la bestia, le dicen aquí– comienzan a moverse, los migrantes se trepan con la esperanza de llegar –tras largos días de viaje cuyo éxito depende de las rutas, de los operativos, de la suerte– a la frontera norte.

Por miedo o por precaución, el grupo de Alma decidió no trepar en Tapachula. Siempre acechando el paso del ferrocarril, los 15 hondureños viajaron de noche, esquivando los puntos donde había policías o delincuentes. En la frontera norte, ya se sabe, a los migrantes los mata el desierto. En la frontera sur, la gente. O los trenes.

Alma y los demás llegaron apenas poco más allá de Huixtla, una semana después de haber salido de Honduras. Entonces, el tren pasó de nuevo.

El grupo echó a correr para treparse a la máquina. Los más ágiles dieron el salto y se vieron de pronto sobre el tren en marcha. Alma estiró los brazos pero nunca alcanzó el duro metal. Fue entonces cuando, dice ella, el tren “la jaló”. Alma apoya su narración en un ademán: dibuja en el aire una fuerza que quiso succionarla hacia la muerte. Alma cuenta que se lanzó hacia atrás, y quizá por ello de su pierna derecha perdió “sólo” 10 centímetros arriba de la rodilla. La izquierda desapareció casi por completo.

Desde los vagones, los migrantes que habían subido en otros tramos la miraron ahí, tumbada a la orilla de la vía, quizá como quien mira un muñeco desmadejado desde un carrusel.

Tres muchachos abandonaron su sueño por un rato para ayudarla. Se lanzaron desde el tren en movimiento y fueron por ella. Una vecina del lugar se percató del accidente, atravesó el potrero y el escarpado terreno al lado de las vías, con un trozo grande de plástico. Con eso, los tres jóvenes, también hondureños, improvisaron una camilla y la llevaron hasta una clínica. De ahí, donde poco podían hacer, la llevaron al hospital regional de Tapachula.

Alma, con su suave mirada, habla desde la silla de ruedas prestada sobre la que pasa sus días desde que salió del hospital, hace un par de semanas. Tras ella hay un mural que ocupa la mitad de una pared en la Casa del Buen Pastor. Con trazos infantiles, un migrante nicaragüense pintó el paisaje del Soconusco chiapaneco, montañas al fondo, verde por todas partes y en el centro un colorido tren. Sobre el mural naif, hay unas 30 fotografías. Acercarse a mirarlas es sobrecogedor: son todas fotos de migrantes mutilados. La mayoría son jóvenes, muy jóvenes. Aquí, en la foto de arriba a la izquierda, falta una pierna desde la rodilla. Más abajo, las dos completitas. ¿Y abajo a mi derecha? Aquí nomás un brazo, doctor. La Corte de los Milagros de los migrantes.

Alma, con todo, no pierde su suave mirada. “Mirá, pensé que me iba a morir en el quirófano”.

Vivió para contarlo aunque no sabe qué seguirá en su vida: “Algunos me dicen que si les hubiera pasado lo mismo se querrían matar, pero yo, por mis hijas, no me puedo amargar, no puedo dejarlas sin madre”. Sólo cuando habla de sus niñas se le quiebra la voz. La mayor sabe que su mamá perdió las piernas porque un carro la atropelló.

Muchos de los migrantes mutilados no informan a nadie, no quieren siquiera que sus familias se enteren de la desgracia. Alma es el caso contrario. Todavía en el hospital, recibió la visita de su hermano (“es el que estaba más cerca, porque vive en El Salvador”) y desde el domingo siguiente a la tragedia (ocurrida un martes) la acompaña su padre.

A unos pasos de Alma, con el pie amoratado y supurando, está Víctor Antonio Flores, de 20 años, quien dice ya haber estado tres veces en Estados Unidos. Iba trepado en el tren cuando tocó un cable eléctrico. La descarga lo dejó sin un dedo del pie derecho, el primero junto al gordo. Algo extraño cuelga de su pecho, a manera de amuleto: es su dedo carbonizado. Se lo lleva a la nariz: “No, no huele mal, me lo voy a quedar de recuerdo”. El grupo lo completan un hombre con marcas de machetazos en varias partes del cuerpo, dos ancianos tullidos, un muchacho sin un pie y otro sin una pierna que, sentado en la banqueta, juguetea con una guitarra. Le piden a un visitante que toque algo. El visitante dice que no sabe. “Ah, si no hay mexicano que no toque la guitarra”. Todos somos mariachis, qué caray. Los mutilados ríen. El humor en la Corte de los Milagros de los transmigrantes.

En Tecún Umán, la pequeña Tijuana guatemalteca, el sacerdote Ademar Barilli dice que tras los atentados del 11 de septiembre disminuyó el caudal del río humano que cruza la frontera sur. Pero al cabo de unos meses las cosas no sólo volvieron a la normalidad sino que, según los cálculos que hace la Casa del Migrante basados en la demanda de sus servicios, la migración está aumentando.

Con un agravante, dice Barilli. “Cada vez son más pobres”.

En julio de 2001, el entonces comisionado del Instituto Nacional de Migración, Felipe Preciado, vino a entregar nuevos equipos al Grupo Beta, encargado de proteger a los migrantes de la delincuencia y de las fuerzas de la naturaleza. Era lo último, lo mejor en equipamiento, presumía. Equipazos para rescate acuático y de montaña, y para primeros auxilios. Nadie en el Grupo Beta Tapachula sabía usarlos. Y así sigue la cosa. “Ni los desempacaron”, confirma Hugo Angeles, experto en migración del Colegio de la Frontera Sur sede Tapachula. “En la política migratoria no ha habido cambio”, completa Angeles. Y el agravante es que, además de ser vistos como criminales por la sociedad de la región, ahora son potenciales terroristas.

A mediados del año pasado, la empresa ferroviaria Chiapas Mayab presentó una denuncia ante la Procuraduría General de la República pues, según la querella, los migrantes colocan todo tipo de obstáculos en las vías para lograr que los trenes disminuyan su velocidad y así poder abordarlos.

La mayoría de las mutilaciones ocurren a mediados y fines de año, en las épocas en que los migrantes aceleran el paso rumbo a Estados Unidos. Al hospital regional de Tapachula, de la Secretaría de Salud, llegan unos siete u ocho migrantes cada mes con ese tipo de lesiones, según el doctor Francisco Manuel Mora, subdirector médico. El hospital los atiende con sus magros recursos –está equipado para 60 camas, pero en los hechos llega a tener hasta 120 hospitalizados. Los “cuotas de recuperación” y la donación de dos unidades de sangre por cada una utilizada, normas del hospital, son imposibles de aplicar con los migrantes.

Cada amputado, informa el doctor, permanece en el hospital entre 15 y 20 días. Es común que lleguen al hospital migrantes lesionados en asaltos o que fueron arrojados del tren. El doctor Mora confirma lo fácilmente sospechable: tratándose de migrantes, la policía encargada de investigar esos delitos nunca los visita para que presenten o ratifiquen sus denuncias.

El año 2002, México expulsó por su frontera sur a 120.315 centroamericanos.