Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones

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La celebración, el 15 de Enero próximo, de la 92ª Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado es una excelente ocasión para actualizar y acrecentar nuestra toma de conciencia ante el fenómeno migratorio, su naturaleza, sus causas, sus implicaciones y sus consecuencias.

92 Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado

Mensaje de la Comisión Episcopal de Migraciones

 

 

 

JUNTOS CONSTRUIMOS:

el barrio, la Iglesia, la ciudad, el mundo

Mensaje de los Obispos de la

Comisión Episcopal de Migraciones

 

1. Las Migraciones, un signo de nuestro tiempo

El Santo Padre Benedicto XVI, en su Mensaje para la 92ª Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado, que se celebra el próximo día 15 de Enero de 2006, hace notar que las migraciones pueden considerarse hoy como uno de los signos de los tiempos.

El concilio Vaticano II, de cuya clausura acabamos de celebrar el 40º Aniversario, nos exhortaba vivamente a «escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad…» (GS, 4).

Debemos, pues, conocer bien el mundo en que vivimos y los signos de los tiempos, desde los cuales hemos de sentirnos interpelados y llamados a dar la respuesta adecuada desde el Evangelio. A este respecto se nos dice en Ecclesia in Europa, Exhortación Apostólica Postsinodal: «Entre los retos que tiene hoy el servicio del Evangelio de la esperanza se debe incluir el creciente fenómeno de la inmigración, que llama en causa la capacidad de la Iglesia para acoger a toda persona, cualquiera que sea su pueblo o nación de pertenencia. Estimula también a toda la sociedad europea y sus instituciones a buscar un orden justo y modos de convivencia respetuosos de todos y de la legalidad, en un proceso de posible integración».[1]

Por lo que se refiere a España, llama poderosamente la atención el cambio experimentado en el movimiento migratorio en las dos últimas décadas. El Siglo XX, que desde el comienzo hasta los años 80 se caracterizó por las sucesivas emigraciones de españoles a América y a determinados países europeos, experimenta en los últimos años una inversión de tendencia. En el año 1990 había en España una población extranjera aproximada de un cuarto de millón, sólo quince años más tarde ha sobrepasado los 3 millones y medio. El porcentaje de extranjeros sobre la población total es ya aproximadamente del 8,4%.

Este dato es suficientemente elocuente y confirma el hecho de todos conocido de que España ha pasado de ser un país de emigración a un país de inmigración. Sin embargo, conviene seguir teniendo muy presente ese 2,7% de españoles (algo más de un millón) que aún viven en el extranjero.

No hay una sola provincia donde no haya una presencia inmigrante aunque es cierto que la oscilación es bastante variable de unas provincias a otras: Va del 1,7% al 5% en las que menos hasta el 10%-18,5% en las que más. En algunos lugares concretos puede haber un 30% de extranjeros inmigrantes. En la actualidad la mayor parte de los extranjeros en nuestro país proceden por este orden de América Latina, Unión Europea, África, Europa del Este y Asia.

2. Una realidad compleja

Pero el hecho de las migraciones no puede ser contemplado solamente como una realidad puramente numérica o de rentabilidad económica, o como un problema, sin más; menos aún como un peligro o una amenaza. Hemos de contemplar y afrontar el fenómeno de las migraciones desde una perspectiva más amplia, que abarque la totalidad de la persona del inmigrante, con sus referencias familiares, culturales, sociales, religiosas…, así como la realidad de su país de origen y del de acogida.

3. Una respuesta diferenciada de la Iglesia

La Iglesia debe estar siempre atenta a esta realidad migratoria, en constante evolución, y tratar, en la medida de sus posibilidades, de responder adecuadamente a sus demandas y salir al paso de sus necesidades, a fin de que los inmigrantes no sean simplemente mano de obra barata que sostiene nuestra economía, sino ciudadanos de igual dignidad y con los mismos derechos y deberes que los autóctonos, capaces de integrarse plenamente en nuestra sociedad.

Por lo mismo y en lo que se refiere a la misión específica de la Iglesia con los inmigrantes, no basta ni es adecuado considerarlos y tratarlos como objeto de Caritas y simples destinatarios de sus servicios, sino que caen plenamente dentro del campo de la pastoral de la diócesis y de sus parroquias, comunidades, instituciones y organizaciones, con una particularidad: Que, además necesitan una pastoral específica, dadas sus especiales características y circunstancias.

Entre los cristianos extranjeros tenemos una buena parte de católicos, una minoría de protestantes y anglicanos, un número creciente de cristianos ortodoxos, además de los católicos de rito oriental. La respuesta pastoral de la Iglesia habrá de tener en cuenta las circunstancias concretas de cada persona y de cada grupo. Por ejemplo, será posible la pronta y plena integración de los católicos en la comunidad, mientras que con los miembros de otras religiones y con los no creyentes la pastoral estará marcada más por la acogida, el diálogo interreligioso y los servicios de la caridad.

La relación entre comunidades cristianas de distintas tradiciones habrá de regirse por los principios y normas del Ecumenismo y habrán de respetarse los diferentes ritos y ofrecer a los miembros de estas comunidades las posibilidades y los recursos necesarios.

A nadie se oculta el considerable aumento de las personas que profesan el Islam en España y en Europa. En su mayoría los que vienen a España proceden del mundo árabe; pero también hay de los países de Europa del Este, del África Negra y de Asia. Suelen venir primero los hombres solos. Después vienen sus familias o las forman en los países de acogida. España como Europa es en su mayoría cristiana, pero la presencia significativa del Islam es innegable. El Papa Juan Pablo II nos dejó escrito que «la presencia de inmigrantes no cristianos en los países de antigua tradición cristiana representa un desafío para las comunidades eclesiales. Es un fenómeno que fomenta en la Iglesia la caridad, por lo que se refiere a la acogida y ayuda a estos hermanos en la búsqueda de trabajo y vivienda. Se trata, en cierto modo, de una acción bastante semejante a la que muchos misioneros realizan en tierra de misiones, atendiendo a los enfermos, a los pobres y a los analfabetos. He aquí el estilo del discípulo: va al encuentro de las expectativas y exigencias del prójimo necesitado».[2]  En el encuentro del Papa Benedicto XVI con la comunidad musulmana en Colonia, con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud, después de darles las gracias porque también ellos, como creyentes, habían rechazado cualquier conexión de su fe con el terrorismo y lo habían condenado públicamente, apuesta por una «convivencia pacífica y serena», y añade: «Gracias a Dios, estamos de acuerdo en que el terrorismo, de cualquier origen que sea, es una opción perversa y cruel, que desdeña el derecho sacrosanto a la vida y corroe los fundamentos mismos de toda convivencia civil. Si juntos conseguimos extirpar de los corazones el sentimiento de rencor, contrastar toda forma de intolerancia y oponernos a cada manifestación de violencia, frenaremos la oleada de fanatismo cruel, que pone en peligro la vida de tantas personas, obstaculizando el progreso de la paz en el mundo. La tarea es ardua, pero no imposible. En efecto, el creyente -y todos nosotros, como cristianos y musulmanes, somos creyentes- sabe que puede contar, no obstante su propia fragilidad, con la fuerza espiritual de la oración»

Pasando de la acción caritativa y de la fraterna acogida a una relación interpersonal más activa, nuestra Iglesia y todos los cristianos tenemos que plantearnos formas de diálogo interreligioso, por difícil que nos resulte. La presencia de personas de otras religiones y muy especialmente del Islam entre nosotros ha de ser considerada como una interpelación y una invitación al diálogo interreligioso y una oportunidad para el mismo. Dice el mismo Juan Pablo II: «Este diálogo no debe esconder el don de la fe, sino exaltarlo. Por otra parte, ¿cómo podríamos tener semejante riqueza sólo para nosotros? Debemos ofrecer a los emigrantes y a los extranjeros que profesan religiones diversas, y que la Providencia pone en nuestro camino, el mayor tesoro que poseemos, aunque con gran atención a la sensibilidad de los demás» .[3]

4. Actitudes y actuaciones de los cristianos

En la tarea de encontrarnos con el diferente que vive entre nosotros debemos vencer todo prejuicio étnico, cultural, político y religioso que tengamos, principalmente hacia los inmigrantes económicos que son los que más sufren las terribles consecuencias de estas barreras que levantamos y que dejamos muchas veces voluntariamente levantadas y que tendremos que ir derribando. Hay que empezar por acercarse a ellos, conocerlos, valorarlos, respetar su diversa forma de ser, su cultura, su religión, etc., interesarse por sus historias personales y familiares, sus expectativas, sus dificultades para integrarse en nuestra sociedad, y aceptar a los diferentes como iguales en su dignidad como personas y en sus derechos fundamentales.

Papel importante habrá de jugar en ello la educación, tanto de parte de la familia, como de la escuela.

La Iglesia por su parte ha de plantearse, ante la presencia de los inmigrantes una verdadera pastoral migratoria integrada en la pastoral general de la diócesis, de las parroquias y comunidades y de las instituciones y organizaciones católicas, teniendo en cuenta la diversidad de los inmigrantes por razón de su nacionalidad, lengua, cultura, nivel social, religión, etc. Para ello, las diócesis y las parroquias y demás instituciones habrán de crear y mejorar los servicios correspondientes y arbitrar los recursos humanos y reales necesarios. Entre otras medidas, como nos señala el Papa Juan Pablo II, «se han de favorecer contactos entre las Iglesias de origen de los inmigrados y las que los acogen, con el fin de estudiar formas de ayuda que pueden prever también la presencia entre los inmigrados de presbíteros, consagrados y agentes de pastoral, adecuadamente formados, procedentes de sus países».[4] Un factor a tener en cuenta siempre será la religiosidad o devociones populares de los católicos procedentes de otros países y culturas.

En la relación con los inmigrantes y en orden a mejorar nuestras actitudes ante ellos y encontrar fórmulas adecuadas para el diálogo y la colaboración, tanto en la Iglesia como en la sociedad, es necesario tener siempre presente, como recordó el Papa Benedicto XVI en la Sinagoga de Colonia, con motivo de la celebración de la XX Jornada Mundial de la Juventud, que «Dios nos ha creado a todos «a su imagen» (cf. Gn 1,27), honrándonos así con una dignidad trascendente. Ante Dios, todos los hombres tienen la misma dignidad, a cualquier pueblo, cultura o religión que pertenezcan… Fundándose en la dignidad humana común a todos, la Iglesia católica «reprueba, como ajena al espíritu de Cristo, cualquier discriminación o vejación por motivos de raza o color, de condición o religión»…Es una tarea especialmente importante porque, desafortunadamente, hoy resurgen nuevos signos de antisemitismo y aparecen diversas formas de hostilidad generalizada hacia los extranjeros. ¿Cómo no ver en eso un motivo de preocupación y cautela? La Iglesia católica se compromete – lo reafirmo también esta ocasión – en favor de la tolerancia, el respeto, la amistad y la paz entre todos los pueblos, las culturas y las religiones«.[5]

 

5. Lectura creyente

Contemplar todo esto como un Signo de los tiempos no es otra cosa que leer desde la fe toda esta realidad. Esta lectura nos llevará necesariamente a un compromiso individual y comunitario a fin de lograr la verdadera integración social y religiosa de estos hermanos y hermanas nuestros.

La presencia de los inmigrantes entre nosotros, su trabajo y su aportación positiva en diversos aspectos, también en el religioso, a nuestra sociedad y a nuestra Iglesia es una auténtica riqueza para la sociedad y para la Iglesia, por la que hemos de dar gracias a Dios y a los propios inmigrantes.

Pero, para que esto sea una realidad, hace falta «que no se ceda a la indiferencia sobre los valores humanos universales y que se salvaguarde el propio patrimonio cultural de cada nación. Una convivencia pacífica y un intercambio de la propia riqueza interior harán posible la edificación de una Europa que sepa ser casa común, en la que cada uno sea acogido, nadie se vea discriminado y todos sean tratados, y vivan responsablemente, como miembros de una sola gran familia».[6]

6. Respuestas prácticas

Desde esta lectura creyente de este Signo de nuestro tiempo de las migraciones, la comunidad cristiana debe encontrar en la palabra de Dios, en la oración, y de un modo especial en la Eucaristía y en la vida de la propia Iglesia las fuerzas necesarias para trabajar con ilusión en la defensa y en la promoción de la dignidad de las personas de los inmigrantes y de sus derechos fundamentales. Por lo mismo, los cristianos y la propia comunidad, tanto en el anuncio el Evangelio, como por la denuncia de situaciones injustas y por el compromiso de los cristianos, habrán de manifestarse como un testimonio elocuente de que la Iglesia ha percibido lo que le dice el Espíritu en este momento por medio del signo de la presencia de los inmigrantes.

Todo ello se notará en que tanto la diócesis, como las parroquias, como todas las instituciones y organizaciones de la iglesia, como todos los cristianos respondemos a la interpelación del Espíritu con actitudes y gestos personales y comunitarios nacidos de la fe en nuestro único Padre Dios y en la fraternidad universal.

Estas actitudes habrán de traducirse en la creación y mejora de los servicios de la Iglesia adecuados para la pastoral y para la acción caritativa y social, que exige la nueva realidad. Asimismo, los cristianos habrán de comprometerse en la creación de los instrumentos, medios y estructuras civiles que demande el justo servicio y el adecuado proceso de integración de los inmigrantes y de sus familias.

Conclusión

Damos gracias a Dios por la presencia, el servicio y la riqueza de los hermanos inmigrantes entre nosotros, así como por las iniciativas, los servicios y las acciones por parte de las diócesis y demás servicios de la Iglesia y de los propios cristianos se están llevando a cabo para defender o devolver la dignidad y los derechos de los inmigrantes. Alentamos a las Delegaciones y Secretariados Diocesanos de Migraciones, a las Parroquias, a las Caritas, a los Centros Educativos de la Iglesia, a las Comunidades Cristianas y a todas las personas de buena voluntad, a que sigan trabajando con ilusión en este campo y asuman en su tarea pastoral el compromiso explícito en favor de los hermanos y hermanas inmigrantes.

Que nuestra Señora, Reina de los Apóstoles, nos ayude en esta hermosa tarea.

 


[1] Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa. Juan Pablo II, 2003, n.100.


[2] Mensaje del Papa Juan Pablo II con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante (2001), 6-7.


[3] Juan Pablo II, Mensaje de la Jornada Mundial del Emigrante (2002), 4.


[4] Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa. Juan Pablo II, 2003, n.103.


[5] Discurso del Papa en la Sinagoga de Colonia (Alemania) con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud. 19 de Agosto de 2005.


[6] Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa. Juan Pablo II, 2003, n.102.