Peguy, un católico en ´offside´

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El 5 de septiembre de 1914 cayó fulminado por un tiro en la frente, era víspera de la batalla de la Marne. En este año se han cumplido cien años de aquella muerte aparentemente idiota. Encabezaba la unidad de la 19 compañía de infantería y en el momento de la tragedia no se echó a tierra como el resto de sus hombres para evitar la metralla del enemigo, experimentando en propia carne, aquellos versos escritos años antes: «Felices los que mueren en las grandes batallas? tendidos en el suelo, cara a cara con Dios?»

Aquello fue aparentemente un error más. Se cuentan por millares en las guerras, pero allí moría un soldado fuera de lo común. De pie, como se había muerto en otros tiempos, como él siempre deseó. Hasta entonces casi nadie hablaba de él y después de su muerte, este poeta y ensayista francés, ha conseguido una fama que nunca conoció en vida. El teólogo Hans Urs von Balthasar lo sitúa entre los doce genios religiosos más influyentes, al lado de San Agustín, Dante y Pascal. Y el padre de Lubac lo define como «el profeta de la fidelidad».

Comencé a conocer el pensamiento y los avatares de Peguy en el Seminario. Eran los últimos años de formación y la obra del teólogo y escritor belga Charles Möeller sobre Literatura del siglo XX y cristianismo fue la puerta para salir a su encuentro. Los seis tomos en los que el autor se acerca a la literatura y a los pensadores de aquel siglo atormentado para rastrear la huella de Dios, abrían en aquellos años previos al Concilio, una tronera a lo nuevo, a lo sin estrenar, en aquella formación sin más referencias que una escolástica anclada en el medievo.

En el cuarto volumen el autor analizaba, bajo el epígrafe La esperanza en Dios, nuestro Padre, la obra de este filósofo y poeta. Decía de Charles Peguy que «éste no es el poeta fácil de la pequeña esperanza, que aviva en nosotros la nostalgia del pasado, sino que habiendo explorado los arcanos de la miseria y de la desgracia, ha descubierto la causa profunda de la desesperación que acecha al hombre» y, concluía: «Los términos recurrentes que recorren su obra, encierran una teología».

Este inmenso escritor, huérfano desde muy niño, nació en Orleans en una familia sencilla. Fue educado por dos mujeres, su madre y su abuela. Sus primeros años transcurrieron en un ambiente de trabajo, al mismo tiempo que recibía una educación religiosa en la que la dialéctica «infierno- gracia» y, sobre todo su rechazo a la condenación, se conformarían como uno de sus permanentes fantasmas contra el que luchará hasta el final. Adulto ya, nunca hablará de conversión al cristianismo, sino de vuelta a sus raíces

Republicano, socialista y admirador de Dreyfus, vivió siempre en el umbral de la Iglesia. El estar casado civilmente con una mujer atea, vinculada a los mitos de la Comuna de París, que nunca quiso bautizar a sus hijos ni casarse religiosamente, le mantuvo toda su vida en una situación que le impediría recibir los sacramentos, como hubiera deseado. De ello se burlaban sus amigos que lo acorralaban diciendo de él que «se ilusionaba con una salvación fácil» y que «no aceptaba el yugo intelectual de la fe, sin el que no hay verdadera fe» como insistía su amigo de la primera época Maritain. Alguno de sus amigos católicos llegó, incluso, a aconsejarle que se separara de su esposa, pero Peguy lo tenía claro: «Debemos salvarnos juntos, -dice una de sus protagonistas en «el Misterio de la Caridad de Juana de Arco»- debemos llegar juntos a la casa del Buen Dios. Debemos presentarnos juntos. No debemos llegar a encontrar al Buen Dios los unos sin los otros. Deberemos volver todos juntos a la casa de nuestro padre». Por cierto, una obra representada, en su momento, para Benedicto XVI en el palacio de Castelgandolfo y de la que afirmó el Papa emérito: «El Misterio de la Caridad de Juana de Arco es una fuente de reflexión muy provechosa».

En estos días el nombre de Peguy ha sonado confundido con la pólvora de la primera guerra mundial. Pero poco más. Algunos debates y tertulias han celebrado su obra, una auténtica «bomba de relojería» que hace saltar por los aires muchas de las cosas consideradas, a diestro y siniestro, «políticamente correctas».

Desaparecido de los manuales escolares, su eco persiste y resiste a pesar de todo. Se diría que la sociedad de hoy ha detectado el peligro, sobre todo su lucha contra el dinero, y ha querido desmontar su pensamiento para dormir tranquila. Pero su voz profética sigue, desgarrada entre su socialismo y su cristianismo. Irritable, aislado, incómodo para camaradas y creyentes, atormentado por la fe. No soportaba la contradicción, pero cohabitaría con ella toda su vida: fue un socialista sin partido, un cristiano sin iglesia, un escritor pródigo sin muchos lectores, un defensor apasionado de la amistad que se peleaba con todo el mundo, un utópico y, al mismo tiempo, un tradicionalista. Ernest Lavisse llega a decir de él, en una cruel ocurrencia y con clara intención de desacreditarlo, que fue un anarquista que echó agua bendita en su petróleo. Otros, quizá con más exactitud, afirman que echó petróleo en el agua bendita de los demás.

Sus relaciones con la Iglesia católica fueron siempre complejas. La situación familiar, en clara contradicción con la norma canónica, le hizo experimentar una inquietud «invencible» que le impedía entender a los católicos, «verdaderamente insoportables en su seguridad mística». Se refería sobre todo a ciertos clérigos cuyo celo doctrinal bloquea el aire suave de la gracia, a esos «aduaneros» de Dios de los que también habla el Papa Francisco. Deseó recibir el sacramento del matrimonio, cristianar a sus hijos, pero siempre chocó con la negativa de los suyos. Se refugió en la oración, rezó por su hija enferma y peregrinó a Nôtre Dame de Chartres en varias ocasiones, pero nunca pudo pasar del atrio de los gentiles. Siempre vivió ahí, «en ese punto en el que el pagano se vuelve cristiano». Ante esa precariedad él mismo se consolaba: «vivo sin sacramentos. Es una pena. Pero guardo tesoros de gracia?» Y reflexionaba: «Las peores miserias, las peores mezquindades, las oscuridades y los crímenes, incluso el pecado, a menudo son huecos en la armadura del hombre, huecos en la coraza, por los cuales la gracia puede penetrar en la dureza del hombre. Mientras en la coraza inorgánica de la costumbre todo se desliza, cada espada tiene la punta roma». Por eso «la gente de bien, los que adoran que los llamen así, no tienen huecos en la armadura, no reciben heridas. No tienen esa entrada para la gracia que es esencialmente el pecado».

Hace pocos días el Papa Francisco afirmaba en su homilía de Santa Marta: «El sitio privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios pecados», porque «la fuerza de la Palabra de Dios está en este encuentro entre mis pecados y la sangre de Cristo que me salva. Y «cuando falta este encuentro no hay fuerza en el corazón». El Papa Francisco es un seguidor callado de Peguy, y en algunas de sus intervenciones no es raro encontrar coincidencias.

¿Habrían pasado desapercibidas para Charles Peguy estas palabras del papa jesuita?

José Luis Guerra

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