Señor, no tengo derecho a soñar

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Omar Salah, de 12 años de edad, se ganaba unas libras arrastrando su comercio ambulante por los confines de la plaza Tahir, en El Cairo (Egipto). A unos metros de los gases lacrimógenos y las escaramuzas, el muchacho aventaba el carbón y arrancaba humeantes batatas asadas de las tripas del horno. Su cuerpo pequeño apareció hace unas semanas en una morgue local.

En un comunicado, las Fuerzas Armadas egipcias asumen la responsabilidad por lo que han denominado “una muerte accidental” del muchacho vendedor. Según el Ejército, un soldado le disparó por error el pasado 3 de febrero en las inmediaciones de la Embajada estadounidense de El Cairo, cuando inspeccionaba el arma. La imagen del cadáver, envuelto en una manta y con una camiseta roja ajada y empapada en sangre, comenzó a circular por las redes sociales en internet. Algunas personas reconocieron en el rostro del fallecido, a un niño grabado recientemente junto a su puesto de batatas asadas. En el minuto escaso que duraba el vídeo, un cámara aficionado interrogaba al chico por su sueños, y Omar le contesta: “Señor, no tengo derecho a soñar”…

No podemos aceptar, de ninguna manera, que esta muerte haya sido accidental o casual. Si queremos verlo con los ojos de las víctimas de la injusticia, esta muerte nos muestra la crueldad que viven la infancia y la juventud en cualquier ciudad, en cualquier país empobrecido. Millones de niños malviviendo en las calles, expuestos a maltrato, violaciones, ataques, asesinatos…

Infancias destruidas, como la de Omar, que gritan y acusan a este sistema imperialista y asesino que condena al hambre, a las guerras provocadas por intereses económicos, a la esclavitud infantil, y que les fuerza sin contemplaciones a cambiar prematuramente las aulas y el juego por un campo de batalla y la explotación laboral, para poder sobrevivir y alimentar a la familia. Hoy, la vida de los empobrecidos vale menos que la bala que los mata. Para las sociedades enriquecidas, para los satisfechos, entre los que también nos encontramos nosotros, el asesinato cotidiano de millones de hermanos nuestros es el acta de acusación de nuestros pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión, a nivel personal, ambiental e institucional.

Llevemos a nuestro corazón el sufrimiento del mundo, crucificado hoy en tantos rostros, y luchemos solidariamente por la justicia. Sólo así podremos vagamente levantar la cabeza ante la vergüenza que supone el asesinato de Omar y el de tantos millones de inocentes cada día.

Autores: Jesús Ángel Benítez y Ana María Lara