Un año, 4 meses y 21 días, viaje de la muerte a Italia

1947

Es la historia desgarradora contada por dos de los 5 supervivientes, los otros 73 encontraron al Mediterráneo como tumba

Queridísimo Padre, te envío un larguísimo reportaje periodístico, publicado en ‘La República’ del 26 de agosto de 2009


Este es el mundo de hoy en Italia.


Buen domingo.


Sr. Diana.


Un año, 4 meses y 21 días, viaje de la muerte a Italia.


Palermo –  Italia


Es una habitación blanca y azul, la número 1703, neumología 1, primera planta del hospital «Cervello» (cerebro). Una mesita con cuatro sillas, dos mujeres de cabellos blancos en las otras dos camas, desde la ventana abierta las casas claras del barrio Cruillas, las montañas de Altofonte Monreale, el calor de agosto en Palermo. Sobre las dos paredes, en lo alto, la televisión y el crucifijo, uno enfrente del otro.


Es lo que ve Titti Tazrar desde ayer por la mañana, cuando abre los ojos. Cuando los cierra todo se mueve todavía, todo da vueltas alrededor, la cama es una barca que se inclina y después se dobla sobre las olas. Titti busca la cuerda para sostenerse, por instinto, como hizo durante 21 días y 21 noches, con la mano negra que parece haberse convertido en blanca por la descamación, una mano agujereada por el suero para volver a dar vida a aquel cuerpo devorado por la falta de agua.


La gente que lo supo, abre la puerta y la mira: es la única mujer superviviente- con otros cuatro hombres jóvenes- de la patera negra que partió de Libia cargada con 78 desesperados eritreos y etíopes, vagó en el mar sin gasolina durante 21 días, descargó en el Mediterráneo 73 cadáveres y ha desembarcado al final en Lampedusa a cinco fantasmas extenuados después de un mes de muerte, de sed, de hambre y de terror.


Aquellos cinco son también los últimos, modernísimos criminales italianos, productos inconscientes de la crueldad ideológica que abatió a la civilización de nuestros padres y de nuestras madres, y hoy nos gobierna y se hace ley. Los magistrados los tuvieron que inscribir, apenas rescatados, en el registro de los buscados por el nuevo crimen de inmigración clandestina, los sondeos aplauden. Aunque después la verguenza- una verguenza de democracia- dará un puntapié a la ley, y para Titti y los otros llegará el asilo político. Escapados de la muerte y de la deshumanidad, podrán descubrir aquella Italia que buscaban, y empezar a vivir.


Una Italia que no sabe como empiezan estos viajes, de cuán lejos, de cuánto tiempo: y como en el fondo basta un reclamo compuesto por una fotografía y una canción. Titti en Asmara tenía una amiga con teléfono móvil, y escuchaban veinte veces al día a Eros Ramazzotti en la sonería, con «La Aurora». Además, en su casa la madre guardaba desde hacía años una postal de Roma, los puentes, una cúpula, el río y el verde de los árboles. Todos hablaban bien de Italia, los email que llegaban a Eritrea, los billetes con el dinero de quien había encontrado un trabajo. Cuando repite de clase en la escuela, el undécimo año, y salta el alistamiento obligatorio al ejército, Titti decide que se escapará a Italia, ¿ dónde, si no?.


Hace dos meses de adiestramiento en un fuerte fuera de la ciudad, soldado común. Después cuando vuelve a Asmara, se quita para siempre el uniforme, pasa por su casa con el tiempo justo de cambiarse, coger un vestido de recambio, una botella de agua, más la mitad del dinero de su madre, de sus cinco hermanas y de su hermano (200 nafka, más o menos 10 €), y sigue a un viejo amigo de la familia que la llevará fuera del país, a Sudán. Primero viajan en autobús, después crece el miedo de que la estén buscando, entonces caminan de noche , durmiendo en el desierto durante 7 días. Sin más dinero, Titti va a servir en una casa como mujer de la limpieza, casa y comida pagados, así puede ahorrar el total de los 250 pound sudaneses mensuales. Cuando va al mercado pregunta donde están los mercaderes de hombres que organizan los viajes a Europa. Los encuentra, y cuando dice que quiere ir a Italia le piden 900 dólares todo incluido, desde Sudán a Libia cruzando el Sahara, después debe refugiarse a la espera de la embarcación ilegal, por lo tanto el viaje final.


Hace falta un año para ahorrar ese dinero. Y cuando parten, en un camión, los mercaderes cargan 250 personas en el fondo del cajón donde se está más al cerca de la arena, junto a Titti van dos mujeres embarazadas y una madre con su niño de tres meses. Ella lleva dos botellas de agua, las comparte con las demás, hay dos niños en medio.  Antes de llegar a la frontera con Libia les esperan, todos miran abajo del camión, temen un puesto de control, en cambio son los agentes locales de los mercaderes, les guían por una calle segura y los llevan a los refugios, dispersándoles: algunos hacinados en una nave, algunos en casas rústicas aisladas, sobretodo a las mujeres. Las hacen trabajar en las casas y en los huertos, comida y agua, están como en la cárcel, les dan lo mínimo indispensable. Las tratan mal, les hacen todo lo que quieren. Dicen siempre que la embarcación está lista, que ahora se parte, pero no se parte nunca.


Intimidan a las mujeres con no salir de casa y Titti se hace amiga de Ester y de Luam, que viven con ella durante casi cuatro meses. Quien tenga parientes en Europa debe darles el email, de modo que los mercaderes les escriban, pidan dinero urgente para ayudar al viaje, para embolsar después la suma cuando llegue al money transfer, en algún lugar seguro.


Una tarde a las cinco todos gritan, deben salir, parece que se parte de verdad. Las muchachas dicen que no tienen nada listo, no prepararon ni siquiera el pan y el agua para las raciones, no lo sabían: ¿pueden cogerse algo para llevarse en la embarcación? No da tiempo, a las seis deben estar en el mar, salid con lo que tenéis puesto, y todos alejados de la playa porque pueden llegar los soldados, mejor esconderse detrás de los arbustos y las dunas, vamos. La embarcación es una patera negra de 12 metros, que normalmente lleva a diez o doce personas. Ellos son 78, ningún niño, 25 mujeres. No logran encontrar espacio, hay un bidón de gasolina debajo de los pies, están apretados, acoplados, en cuclillas, alguno de rodillas, otros de pie cogiéndose a las espaldas del que está debajo, ninguno puede estirar las piernas. Pero ya estamos, es el último viaje, al final de aquel mar en alguna parte, está Italia. Titti tiene 27 años, no tiene ni la más mínima idea de la distancia, piensa que llegarán pronto. Por eso está tranquila cuando llega la primera noche, ella que salió solo con diez dinares, sus vaqueros, una camiseta blanca y un chal negro. Nada más.


«Adei», madre, estoy yendo, piensa sin dormir. «Amlak», dios, me has ayudado, continúa repitiendo mientras cae el frío. A mitad del segundo día, cuando las chicas piensan que ya casi están llegando, la patera se para. El piloto improvisado dice que no hay más gasolina. Aprieta un botón rojo como le ha enseñado el traficante de hombres, pero no hace ningún ruido. Ahora se oye el ruido de las olas. Nadie sabe qué hacer. Los hombres prueban con el botón, dan consejos, uno se mete al mar para revisar la hélice. Las mujeres se cubren la cabeza con los chals. Se siente el calor, nadie lo dice, pero todos piensan que se está acabando el agua. Quien tiene pan lo comparte con los que tienen cerca. Un trocito de miga por vez, haciendo economía, estirándolas con el puño cerrado para hacerla alcanzar para la noche, cinco o seis bocados.


La noche da más miedo. No tienen brújula, y luego para qué les serviría, con la patera transportada por las olas, empujada por la corriente y nadie puede hacer nada. Se acaban las cerillas, después los cigarrillos, no se ve nada más. Todos miran el mar, parece que nadie duerma. La cuarta noche aparecen unas luces a la izquierda, luego se van, ¿o a lo mejor la embarcación ha girado a la derecha? ¿Era un barco? ¿Era un país? ¿Era Roma? Empiezas a sentirte impotente, eres un náufrago.


Al principio nos avergonzamos por hacer nuestras necesidades, finges de darte un baño cogido de una mano a la cuerda, pides por favor bajar la velocidad, y haces tus necesidades en el mar. Luego, a medida que crece el ansia y también la desesperación, no te avergüenzas más. Quien se encuentra mal, quien se desmaya por el calor y por el hambre, se hace sus necesidades encima. Cuando la situación se vuelve insoportable, todos gritan desde algún lugar de la patera: «Abajo, abajo, mira al mar, mira». Pero el séptimo día los problemas cambian.


Muere Haddish, que tiene 20 años, y es el primero. Sigue vomitando desde hace 24 horas, está mal, se queja primero del hambre después solo de sed. «Mai», acqua. Lo repite continuamente. También Titti repite «mai» en su cabeza, hay solo agua a su alrededor y sin embargo están muriendo de sed, no logran pensar en otra cosa. Dos muchachos, Biji e Ghené, se turnan para sostener a Haddish, otros se turnan de pie para dejarles sitio para tumbarse, uno se sube hasta encima del motor. Después de la puesta del sol todos lo escuchan llorar, gritar, gemir, luego no escuchan más nada y no saben si está dormido o si está muerto. «Ha llegado – dice al amanecer Ghené- nosotros estamos en viaje y él ya ha llegado». Los dos jóvenes cogen a Haddish por la espalda y por los pies, después de haberle quitado los zapatos y lo tiran al mar. Las muchachas lloran, una mujer canta una nana en voz baja.


Yassief se trajo a la embarcación una Biblia. La abre, y lee los Salmos: «Cuando te invoco respóndeme, Dios, mi justicia: de las angustias me has librado, piedad de mí, escucha mi plegaria». Titti llora por el muchacho muerto, y piensa que no se podía hacer de otra manera.


Ahora el miedo de que el viaje dure todavía días y días, de que el mar los empuje de nuevo hacia atrás, hacia Libia, no pueden viajar con un cadáver, y además necesitan espacio. «Meut», la muerte, empieza a dominar todos los pensamientos, llena «semai», el cielo, vendrá del mar, «bahari». Las mujeres se cubren la cabeza, el sol aturde más que el hambre, todo gira alrededor, la nausea aumenta, suben vapores quemados de gasolina y de agua del fondo de la patera. A la noche, cada noche, Yassief leerá la Biblia, Josué, Tobías, los Salmos y tratará de confortar a los compañeros: nosotros estamos muriendo, pero alguno llegará.


Ahora, muere alguien cada día, y el número varía. Uno, luego tres, luego cinco, un día 14 y así en adelante. Dicen que los primeros en morir fueron aquellos que bebieron el agua del mar. Titti no sabía que era mortal, no la ha bebido sólo por el gusto insoportable, se mojaba los labios continuamente. Después Hadengai tiene la idea de coger un bidón vacío de gasolina, cortarlo por la mitad, lavar bien el interior y meterla en el suelo de la embarcación, donde los muertos han dejado un espacio. Explica que deberán recoger allí su orina, para después beberla cuando la sed se vuelva irresistible, pocos sorbos, pero les puede permitir sobrevivir. Lo hacen, también las mujeres, de noche. Titti bebe, como los demás. Podría beber cualquier cosa, de hecho lo está haciendo.


Después de 15 días aparece un barco en la distancia. Parece pequeñísimo, pero todos lo ven, está. Quien puede, se pone de pie, se quita el jersey escayolado por la sal, para moverlo en alto y grita. A Titti se le cae el chal al mar, la única protección del frío, la única almohada, la manta, el único bien que posee.


Yassief y otro muchacho son los únicos que saben nadar: dejan la Biblia a una mujer que lleva un bolso consigo, se sumergen en el agua, es la última esperanza, volverán a salvarles con el barco y los subirán a todos a bordo, donde hay agua y comida. Todos se levantan para mirarlos, pero la patera va donde quiere, después de un poco nadie los ve más, y poco a poco el barco se aleja, ha desaparecido, ellos ya no están.


El agua es una obsesión y mientras piensas en el pan, en el arroz, en la carne, confunden fragmentos de madera con migas, sabes que es un engaño, pero te los llevas a la boca. Sientes que las fuerzas decaen, ves tirar al mar los cadáveres y ya no te importa.


Ahora, cuando llega la muerte me tirarán también a mí, piensa Titti, espero que me cierren los ojos. No sabes los nombres de tus compañeros, conoces sólo sus caras. Por la mañana buscas una y ya no la ves más, si no, encuentras una que habías visto calar al mar, ya no sabes donde termina la pesadilla y empieza la realidad. Pero ahora en la embarcación todos saben que las dos amigas, Ester y Luam están embarazadas, aunque no lo decían porque el embarazo había comenzado en Libia, en la casa de los mercaderes de hombres. Los demás escuchan, la piedad es silenciosa, ninguno pelea, alguno mueve a quien le cae encima durmiendo. Aunque no es dormir, es fallecer. No sabes cuando te desmayas y cuando te duermes. Ahora estiras las piernas en el suelo, los muertos han dejado sitio a los vivos.


Titti es más fuerte que las amigas. Cuando Ester pierde el bebé, es ella la que tira todo al mar, después lava el vestido, y limpia la patera mientras le coge la mano a su amiga, que dice basta, todo es inútil, me voy. Muere poco después, Titti no llora porque no tiene más fuerzas, cuando muere también Luam dos días después, ella se rinde. Piensa sólo en morir, sacude la cabeza cuando la mujer con la Biblia repite aquello que escuchó de Yassief, es decir: nosotros estamos muriendo pero alguno llegará. No, ella ahora renuncia. No piensa más en Italia, no sabe donde está, no la quiere. Ya no tiene ningún miedo. Se repite a sí misma que debe ser así en las guerras, en las carestías. Basta, quieres acabar, quieres solo llegar al final del hambre, de la sed, de este agotamiento, no tienes el coraje o la energía o la lucidez para tirarte y abandonarte, ahogarte bajo el agua y desaparecer, pero quieres que acabe. Perdida Italia, ahora la patera tiene un nuevo destino: se convierte en un viaje a la muerte, y así está bien. La decimoseptima noche, tal vez, Titti se separa de todo y reune todo a la madre, a Dios, al cielo, al mar y a la muerte. «Adei, Amlak, semai, bahari, meut». Vuelve a ver a su padre en cuclillas, que fuma contra la pared por la noche. Se da cuenta que su lengua, la tigriña, no contiene la palabra auxilio. Se da cuenta por los gritos, de repente, que hay un barco de pescadores y que los ha visto. Llega, y nadie puede ni siquiera gritar. Se acercan, pero cuando ven siete cadáveres a bordo y aquellos seres moribundos tienen miedo y se echan atrás.


Entonces, los dos muchachos se lanzan, no nos dejéis aquí. El barco se acerca, tiran una bolsa de plástico, pero cae al mar. Se acercan, tiran otra. Hadangai la atrapa y mientras la abren los pescadores se van, indicando con el brazo una dirección.


Dentro hay pan, con dos botellas. Titti bebe, pero agarra el pan. En cuanto ha bebido traga un mordisco, pero grita y escupe todo. El pan le corta la garganta, no baja, el estómago y el corazón, lo quieren pero el dolor es más fuerte, te raspa dentro, es una cuchilla, no puedes comer ya nada. Pero con el agua el alma empieza a despertarse. Quizás estemos cerca de alguna tierra. Aunque sea Libia, pero que sea tierra. Y ahí está, un ruido fuerte, muy fuerte, más cerca, luego arriba, delante del sol. Es un helicóptero, desciende, se eleva. Llega un barco de guardacostas con hombres blancos, no quieren cogerlos a bordo, pero tienen gasolina, saben hacer arrancar el motor, les dicen a los muchachos como se conduce y la patera les debe seguir.


Un día y una noche. Después el último barco. Nos hacen subir. Quedaron cinco: cinco de 78. Quien puede todavía, va solo. A Titti la tienen que llevar en brazos. No entiende ya nada, todo está borroso, sólo hay sol y agotamiento. La sientan. Luego le tiran agua en la cara. Ahí entiende que está viva. No pregunta con quién está ni dónde está. ¿Qué puede importar ya? Quizá no sea siquiera verdad, basta con cerrar los ojos y volver a ver la misma escena fija durante un mes, los olores, los saltos, el ruido de las olas. Así también en el hospital, donde las visiones continúan, caras, cadáveres, imágenes nocturnas, pesadillas en el techo y en la pared blanca y azul.


Pero si extiende la mano, Titti encuentra ahora una botellita de agua. A su alrededor no mueren más. Ayer le dieron una tarjeta telefónica para llamar a su madre en Asmara, le han dicho que está en Italia. Las personas entran y le sonríen. Hace dos horas un médico le contó en inglés que han perdido al otro náufrago hospitalizado en el «Cervello», Hadengai, en la habitación no está, lo han llamado para hacerle una radiografía y no se ha presentado, miraron en los bancos del jardín, pero nadie sabe donde puede estar. Ella no quiere pensar en nada. Tiene una mano sobre los labios hinchados, con la otra mano, donde hay una anilla amarilla alta y fina, tira de la sábana para cubrirse el pequeño escote en V del camisón. Tiene miedo que, sabiendo que se ha fugado de Asmara, le hagan algo malo a su madre y a sus hermanas. Pero también quisiera decirles a todos que ha hecho lo más justo, aunque ahora sabe qué quiere decir morir: pero hoy, es en realidad su verdadero día de nacimiento. Ya no tenía esperanzas, pero lo ha conseguido, ha llegado. No tiene más nada que decir, sólo puede esperar.


Luego se abre la puerta, y llega Hadengai. Lleva un chándal de gimnasia negro, con una camiseta blanca, camina lentamente encurvando todos sus 24 años, y empuja despacio la bandeja de la comida, que quiere comer aquí. Tardó un poco de tiempo en llegar, se perdió, volvió atrás, miraba sin entender todos esos letreros, la sala de diálisis, las prospuestas de aseguradoras en el tablón, los carteles de donantes de sangre, la máquina de la planta baja que distribuye dulces y caramelos y que la tenían como punto de referencia. Después encontró la habitación de Titti. Se sentó en el borde de la cama de la paciente de al lado, que bajo las mantas se echó a un lado.


Los dos náufragos hablan en voz baja, él prueba algo de pollo con patatas que hay en la bandeja, no abre ni siquiera el plástico del pan, ella corta en cuatro un macarrón. Pero va mejor así. No tienen ni idea de lo que es realmente Italia en 2009, fuera de esas puertas. Pero antes o después entenderán que sobre el ascensor número 21, justo delante a ellos, hay un cartel que dice: «la vida es un bien preciado».