Un mundo feliz, de Aldous Huxley

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La realidad que preconizara Huxley en su libro, publicado en 1932, no está tan lejos como podría pensarse. Lucía Etxebarría, Javier Alfaya y Ramón Buenaventura destacan el poder visionario del autor y nos animan a reflexionar sobre nuestro papel en la sociedad actual, en que la fecundación in vitro o los implantes de silicona están a la orden del día.

«El futuro ya está aquí», por Lucía Etxebarría

(…) En el año 632 después de Ford estas cualidades no han desaparecido del todo [la crueldad e incomprensión humanas], por mucho que, gracias al desarrollo de las ciencias, el mundo pretenda vivir en un estado de felicidad absoluta.

Me explico: la Guerra de los Nueve Años ha barrido antiguas costumbres y tradiciones, el proceso reproductor ha pasado a manos de los biólogos que controlan la cantidad y la calidad de futuras generaciones desde sus laboratorios, los seres humanos se producen en serie y grupos enteros se clonan a partir del mismo óvulo para satisfacer los requerimientos laborales previstos; de forma que estos grupos, clasificados dentro de una gama que abarca desde los superdotados Alfa, futuros dirigentes, hasta los imbéciles Epsilon, destinados a la realización de los trabajos manuales menos gratos y entrenados para la aceptación de su vida futura merced a rigurosos métodos neopaulovianos (el electroshock asegura el odio a la naturaleza y los libros, puesto que la economía consumista requiere la afición a las distracciones y deportes caros, y la hipnopedia garantiza la asimilación social, ya que desde temprana edad los niños del Mundo Feliz asimilan en su sueño mensajes destinados a moldear sus mentes de acuerdo al pensamiento fordiano), estos grupos humanos, decía, se integrarán sin fisuras en las capas jerárquicas e inamovibles del tejido necesario para que el organigrama social funciones a la perfección.

Puesto que las hembras humanas ya no conciben (la probeta lo hace por ellas), la sexualidad, liberada de todo sentido de pecado u obligación reproductora, se convierte en un grato ejercicio, sin subordinación al efecto, la pasión o la fidelidad. La inmunología ha acabado con las enfermedades, la geriatría garantiza una vejez estética, y la muerte, cuando llega, es rápida, indolora e invisible.

El cine sensacionalista proporciona la vivencia de toda clase de emociones fuertes sin necesidad de abandonar la incomodidad de la butaca. Y si alguno sufriera un ligero acceso de melancolía se puede recurrir al soma, la euforia artificial, una droga inofensiva, no sólo legal sino recomendada por el sistema.

Pero lo dicho, señores, el Mundo Feliz no es tan feliz. Existen en él algunos seres que no encajan en el estado de felicidad general, o que, al menos, son conscientes de otras formas de vida.

Uno es el inventor de la Europa Occidental, Mustafá Mond, un brillante doctor en físicas que guarda las grandes obras de la literatura, de la filosofía y de la religión en una caja de caudales, desde donde no puedan contaminar las mentes del pueblo. Otros dos son Helmotz Watson y Beranrd Marx, pertenecientes a la privilegiada categoría de los Alfa y víctimas los dos de un ligero error químico producido durante su gestación en probeta. El primero carga con un exceso de inteligencia que lo condena a la insatisfacción, y el segundo tiene que lidiar con un físico impropio de su casta, que le impide mantener unas relaciones sexuales como Ford manda.

El cuarto es el Señor Salvaje, el mismísimo que citaba Shakespeare, nacido y criado en una reserva en Nuevo México que, llevado al Mundo Feliz, se siente abrumado por la desenfrenada sexualidad y lo que considera una total indiferencia hacia la dignidad humana.

¿qué haría usted en el Mundo feliz? ¿Sacrificaría su vocación al bien común, como Mond? ¿Optaría por el exilio como Watson y Marx? ¿Se suicidaría, como el Salvaje’ ¿Qué no lo sabe? Pues dése prisa para decidirse, porque no le queda mucho tiempo. De hecho, ya vivimos en el Mundo Feliz.

La silicona nos proporciona unas hembras que no tendrían nada que envidiar, en cuanto a neumaticidad, a la mismísima Lenina; el soma se llama prozac o seroxat; la fecundación in vitro ya está a la orden del día; los complejos equipamientos de los gimnasios carísimos sustituyen al deporte al aire libre; la publicidad de los cines y la música ambiental de los supermercados incluyen mensajes subliminales destinados a inducirnos a la compra…
Bienvenidos al Mundo Feliz. Como decía Radio Futura, el futuro ya está aquí.


«Contra la utopía», por Javier Alfaya

Utopía. Contrautopía. En un espléndido ensayo titulado Topía y utopía, Eugenio Imaz, un excepcional –y olvidado, ¿cómo no?- pensador español, exiliado en México, donde se suicidó, nos recuerda la traducción que Quevedo hizo de esas palabras: «no hay lugar». La idea de criticar la presente sirviéndose de la estratagema de crear imaginativamente un mundo irreal en el que se reflejan, pero de modo invertido, las calamidades del presente, aunque se remonta al Platón de La República y de Las Leyes, su invención es más bien reciente.

Es entonces cuando Sir Thomas More compone su Libellus…de optimo reipublicae estatu deque nova Insula Utopia(1516) y crea así, aparte de una obra memorable, una palabra que pasará con los años al uso corriente. A Sir Thomas la Iglesia Católica lo hizo santo porque murió mártir, víctima de señor Enrique VIII, al que había servido como canciller.

Luego llegaron Campanella (La ciudad del sol, 1602) y otro inglés, Sir Francis Bacon, padre de la filosofía moderna, autor de La nueva Atlántida (1627). El género tuvo sus seguidores, uno de ellos especialmente insigne, Jonathan Swift, que aprovechó sus prodigiosos Viajes de Gulliver para pasarnos mercancía crítica enmascarada de un fantástico –y utópico- reino de caballos. Hasta llegar a nuestro siglo, en el que la utopía se invierte y se convierte en contrautopía. Un siglo que ha sido testigo de las matanzas del colonialismo, del fascismo, del nazismo y del estalinismo, que ha visto crecer individuos de la calaña moral de los Hitler, Franco, Beria o Pol Pot, por hablar de los más vistosamente visibles, no ha demostrado mucho humor como para seguir alimentando ilusiones con esas dosis de ingenuidad que se requieren para escribir literatura utópica.

Al contrario, nuestro siglo ha demostrado- y eso lo señaló un escritor extremadamente reaccionario, el ruso Nicolai Berdiaev, y sus palabras figuran como epígrafe en la novela de Aldous Huxley- que hay utopías que se pueden realizar y que después toman un curso inesperado hasta convertirse en pesadillas. Ahí están Nosotros (1925, pero escrita en 1919 y 1921) del ruso Yevgeny Zamiatun, Un mundo feliz (19329 de Huxley, y 1984 (1949) de George Orwell.

En realidad tal vez la primera de esas contra-utopías habría que mencionar a La isla del doctor Moreau, de H.G. Wells, en la que se prefigura lo que los nazis estuvieron a punto de conseguir, merced a la manipulación genética, en sus campos de exterminio. La novela data de 1896 y es por tanto profética, porque por entonces la ideología dominante –una especie de «pensamiento único» de la época- era que la Humanidad vivía en un progreso ininterrumpido gracias al desarrollo de la ciencia. Hiroshima y Nagasaki hicieron caer las máscaras y demostraron que la ciencia no es el equivalente al bien, ni la razón es necesariamente virtuosa: también sirven para arrasar. Hay ejemplos innumerables a lo largo del siglo.

Huxley –cuya muerte, por cierto, pasó inadvertida porque se produjo exactamente el mismo día que el asesinato de J.F. Kenedy- era miembro de una familia de sabios eminentes, descendiente de T.H. Huxley, biólogo ilustre y principal difusor de las teorías evolucionistas de Charles Darwin. Pese a lo cual éste figura como componente de la jerarquía non sancta que preside Un mundo feliz, junto a Henry Ford –que aparte de gran industrial era un fascista de mucho cuidado-, Malthus y Karl Marx. A Huxley, un liberal clásico, le asustaba terriblemente que la civilización del futuro tomara la dirección del industrialismo y, de alguna forma, totalitaria de socialismo. La primera traducción española de su novela y su prólogo los firmó, si no me equivoco, Juan Estelrich, un antiguo nacionalista catalán de los que se pasaron con armas y bagajes a la España franquista, después de entonar el consabido mea culpa. En cuanto a Orwell, su 1984 se convirtió, para su desgracia, en un arma de la lucha propagandística de la guerra fría, de manera que al final lo que se produjo fue un progresivo olvido de lo que en ella había de advertencia contra la manipulación social, un fenómeno no privativo de la versión estalinista del socialismo.

Y en cuanto a Zamiatin, tuvo la premonición de que la utopía bolchevique podía devenir del Estado policiaco, como así fue. Es tal vez la más trágica y desesperada de las tres. Con todo, ¿estamos tan seguros que tenemos la vacuna contra las formas degeneradas de la utopía y ya no necesitamos de ningún contraveneno? Puede que ya estemos viviendo en una nueva utopía, la de este mundo globalizado, presidido por el pensamiento único.

¿Habrá alguien que escriba contra ella, contra esa nueva utopía, una contrautopía tan terminante como las de Orwell, Huxley o Zamiatin?
A fin de cuentas, también Zamiatin partía de una experiencia en la que parecía cumplirse la premisa fundamental de cualquier intento de transformación social: la apropiación colectiva de los medios de producción y de intercambio. Pero la amarga realidad fue muy difrerente.

Con todo ¿estamos tan seguros de que tenemos la vacuna contra las formas degeneradas de la utopía y ya no necesitamos de ningún contraveneno? ¿No se ha hablado ya de unas especie de culminación de la Historia donde las contradicciones dejan de serlo y todos los conflictos se disuelven porque el pensamiento único nos garantiza una especie de consenso universal, lo que sería una forma de utopía) Sin embargo el mundo es cada vez más inhumano, sórdido y perverso.

¿Habrá alguien que escriba contra esa nueva utopía pregonada por los servidores del sistema, una contrautopía tan determinante como las de Orwell, Huxley o Zamiatin?

«¡Qué mundo tan bueno!», por Ramón Buenaventura

(…) Aldous Huxley era un tipo de gran tamaño humano, de esos que se producen a veces en las familias de genes fornidos. Nieto de T.H. Huxley (1833-1895), biólogo eminentísimo, fiero defensor de Darwin, reformador educativo. Hijo de Leonard Huxley, biógrafo y hombre de letras. Hermano de Jualian Huxley (1887-1975), biólogo racionalista, estudioso de las hormonas, los pájaros y la ecología. Hermano también de Andrew Fielding Huxley (1917), biofísico, premio Nobel de Fisiología en 1963 por sus trabajos sobre el sistema nervioso.

Aldous tocó el techo de la gloria ya con sus dos primeras novelas, que publicó antes de los 30 años. A los treinta y ocho, tras haber presentado dos de sus obras mayores, Those Barren Leaves (1925) y Punto Contrapunto (1928), conmocionó a los lectores de habla inglesa con un relato breve, enjuto y de gran pegada, titulado A Brave New World (Un mundo feliz, en su traducción española). Era la visión de una sociedad futura donde las personas nacían según recetas genéticas, hechas a máquina, sometidas al determinismo científico y a un innumerable sistema de castas. Eso sí: las chicas eran todas neumáticas y andaban por ahí con una cartuchera de anticonceptivos en la cintura, dispuestas a todo, en cualquier momento.

A mí no me pareció nada mal la perspectiva, cuando leí la cosa por primera vez, a principios de los sesenta. Porque, además, en aquella sociedad que Huxley nos pintaba con rasgos rápidos y contrastados, había una droga llamada soma. En fin, eran otros tiempos. Hoy, Un mundo feliz nos parece de veras feliz, por comparación.

A pesar de su portentoso caletre, Huxley no llegó a imaginar los verdaderos horrores que esperaban a la especie humana en fechas posteriores a la publicación en 1932.

A la vista de lo que ha pasado y de lo que está pasando y de lo que todavía puede pasar, si porfiamos en nuestra estupidez, Un mundo feliz resulta una sátira más bien amable e ingenua, donde la salvación, a fin de cuentas, depende del amor.

Pero sigue siendo un libro de muy agradable lectura, escrito por una persona muy inteligente y muy fina en su percepción del espíritu humano, lleno de ocurrencias imaginativas y de buenos abonos para la reflexión. Es, indiscutiblemente, uno de los textos que los hombres del futuro habrían de leer y releer para asimilar definitivamente el imaginario del siglo XX.