UN PALESTINO EN AUSCHWITZ

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VIENDO LA EMOCIÓN DE mis hermanos palestinos, recogidos ante los vestigios del horror absoluto, fui consciente del milagro de la empatía… Por todo esto, mi visita a Auschwitz, con mis colegas y mis estudiantes de la Universidad Católica de Lovaina, más que una peregrinación, ha sido sobre todo una manera de reafirmar mi parte de humanidad frente a la insoportable banalidad del mal…
En el avión que nos conduce a Varsovia, devoro el libro de Émile Shoufani, sacerdote árabe de Nazaret, «Comme un veilleur qui attend la paix» («Como un vigilante que espera la paz»). A modo de comentario personal, garabateo: «Querido Émile, tu libro es un placer, un condensado de inteligencia, un grito del corazón, un perfume de esperanza». Y es que, en Oriente Próximo, lo que falta es esperanza: cinco guerras, dos alzamientos populares, 32 planes de paz no han logrado sacarnos de ese terrible callejón sin salida. El último proceso de paz, llamado de Oslo, ha pasado a mejor vida triturado por las mentiras, la venganza y el desesperado afán de victorias efímeras. Tras esta descorazonadora constatación, hay sin duda un fallo: israelíes y palestinos nunca han hecho gala de audacia para salir de su martirilogio, quebrar las representaciones idealizadas, integrar la historia del otro, acercarse a su sufrimiento, comprender sus miedos.

Y en esto la iniciativa de Émile Shoufani es inédita y, en ciertos aspectos, excepcional: llevar a Birkenau y a Auschwitz a árabes (cristianos y musulmanes), ciudadanos de Israel, acompañados de israelíes, franceses de todas las confesiones, así como estudiantes belgas y extranjeros de la Universidad Católica de Lovaina.

No podía no participar en el viaje. Durante mucho tiempo había deseado visitar los campos de exterminio. Había en mí algo parecido a una necesidad irresistible de comprender el peso de la «shoah» en la memoria judía e israelí. Mis lecturas preparatorias, sobre todo el libro de Anne Grynberg («La shoah, l´impossible oubli»), ya me habían familiarizado con el nazismo, esa ideología abyecta nacida en el corazón de la modernidad occidental. Sin embargo, una vez llegado a Cracovia, fue sobre todo Shlomo Venezia quien me hizo tocar con el dedo la bestialidad de la que son capaces los hombres cuando se ven reclutados por regímenes criminales e ideologías de odio.

Shlomo tiene hoy 79 años y vive en Roma. Tenía 20 años cuando desembarcó en la «juden rampe» de Birkenau. Mientras a sus compañeros les correspondió en suerte morir (a eso se llamaba selección), Shlomo fue perdonado pero debía realizar una tarea ingrata: cortar el pelo de los cadáveres gaseados. El pelo se recuperaba para hacer zapatillas. Otros camaradas de infortunio arrancaban dientes de oro a las personas asesinadas, antes de quemarlas en las fosas comunes. Una vez liberado, Shlomo se refugió en el mutismo hasta 1992: el clásico mecanismo de represión del horror. Llegado al crepúsculo de su vida, quiere dar testimonio. Y lo hace de un modo tan estremecedor que mis estudiantes, mis colegas y yo mismo quedamos trastornados.

Shlomo lleva un tatuaje en el antebrazo izquierdo. La operación, recuerda, fue ejecutada con método por unos «schreiber». Como escribió Primo Levi («Los hundidos y los salvados»), el tatuaje era «la marca que se imprime sobre los esclavos y los animales destinados al matadero». Shlomo no exhibía su tatuaje: no extraía de él ni gloria ni vergüenza. Tuve que insistir para verlo: es el número 182787. Más que todos los libros leídos acerca de la «shoah», esas seis cifras demostraban la medida en que el genocidio de los judíos había sido algo único, puesto que se trata de un exterminio sistemático, ejecutado con minuciosidad y método, contra un grupo humano tomado en su totalidad.

Cuando se ha escuchado a Shlomo describirnos la siniestra geografía de los lugares, cuando se ha escuchado a Ira Grinspan, otra superviviente, que rememoró ante nosotros los pequeños detalles de la redada de 1944 y su llegada a Birkenau el 13 de febrero de 1944 (día de mi nacimiento en Zabbadeh, Palestina), cuando se ha visitado en compañía del historiador Marcello Pezzetti el barrio judío de Cracovia, que albergaba 200 sinagogas de las cuales sólo una está hoy abierta al culto, cuando se ha tenido el amargo privilegio de ver todo eso, no vuelve uno indemne, sino transformado, embargado por una inmensa compasión.

Contemplando la emoción de mis hermanos árabes y palestinos en Birkenau, recogidos ante los vestigios del horror absoluto, fui consciente del milagro de la empatía. Eran nuestra respuesta a quienes –por escasos que fueran– entre los árabes hacen un funesto comercio con el negacionismo. Esa actitud no ennoblece ninguna causa. La oposición legítima a la política de Israel no debe nunca hacernos olvidar que la «shoah» ha sido la más singular de las tragedias humanas. Ciertamente, los palestinos, los árabes y los musulmanes no fueron los culpables ni los responsables, pero la «shoah» los concierne porque constituye el «lugar de memoria» del que los judíos extraen su apego a la vida –tanto ésta le fue negada– y también su angustia existencial.

El sacerdote de Nazaret había querido convertir ese viaje hacia el otro en un gesto fraternal, un impulso de solidaridad, una escucha atenta. Quizá no tenga un efecto curativo en unos y otros. Sin embargo, hay que esperar que un día los judíos, sobre todo los israelíes, aprendan a dominar los miedos que les paralizan el espíritu y les impiden contemplar el futuro confiando en quienes les tienden la mano. Tras mi visita a Auschwitz, tengo ganas de decir a los judíos, sobre todo a los israelíes: id al encuentro de los palestinos, también ellos tienen una historia dolorosa que contaros; no es equivalente a la vuestra, pero también forma parte de su memoria y su identidad.

Salta a los ojos: con los israelíes y los palestinos nos encontramos frente a dos pueblos que tienen un pasado que no pasa, hecho de acumulación de experiencias que hunden sus raíces en el fondo de la historia, traumatismos antiguos y más recientes, heridas aún abiertas. Son dos pueblos encerrados en su propia desgracia, que rivalizan por monopolizar la categoría de víctima y cuyo futuro es rehén de una memoria saturada. Pues bien, si el olvido es imposible, el perdón en la justicia es más necesario que nunca. De otro modo, se endurece uno en las propias convicciones y se encierra en sus propios sufrimientos hasta el punto de convertirse en autista, sordo y ciego al sufrimiento del otro.

Por todo esto, mi visita a Auschwitz, con mis colegas y mis estudiantes de la Universidad Católica de Lovaina, más que una peregrinación, ha sido sobre todo una manera de reafirmar mi parte de humanidad frente a la insoportable banalidad del mal.

BICHARA KHADER, catedrático de la Universidad Católica de Lovaina
Traducción: Juan Gabriel López Guix