Carta apostólica del Papa Sublimitas et miseria hominis por aniversario de Pascal infatigable buscador de la verdad”
19 de junio de 2023
Grandeza y miseria del hombre forman la paradoja que está en el centro de la reflexión y el mensaje de Blaise Pascal, nacido hace cuatro siglos, el 19 de junio de 1623, en Clermont, en la zona central de Francia.
En un siglo de grandes progresos en muchos ámbitos de la ciencia, acompañados de un creciente espíritu de escepticismo filosófico y religioso, Blaise Pascal se mostró como un infatigable buscador de la verdad, y como tal permaneció siempre “inquieto”, atraído por nuevos y más amplios horizontes.
Desde niño y durante toda su vida buscó la verdad. Con la razón rastreó sus signos, especialmente en los campos de las matemáticas, la geometría, la física y la filosofía. Realizó descubrimientos extraordinarios desde muy tierna edad, hasta el punto de alcanzar una fama considerable. Pero no se detuvo ahí. En un siglo de grandes progresos en muchos ámbitos de la ciencia, acompañados de un creciente espíritu de escepticismo filosófico y religioso, Blaise Pascal se mostró como un infatigable buscador de la verdad, y como tal permaneció siempre “inquieto”, atraído por nuevos y más amplios horizontes.
Precisamente esta razón, tan aguda y al mismo tiempo tan abierta, nunca acalló en él la pregunta antigua y siempre nueva que resuena en el alma humana: “¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?” (Sal 8,5). Esta pregunta está grabada en el corazón de cada ser humano, de todo tiempo y lugar, de toda civilización y lengua, de toda religión. “¿Qué es el hombre en la naturaleza? ―se pregunta Pascal― Una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada”. Y al mismo tiempo el interrogante está incluido ahí, en ese Salmo, en el corazón de esa historia de amor entre Dios y su pueblo, historia cumplida en la carne del “Hijo del hombre” Jesucristo, que el Padre nos entregó hasta el abandono para coronarlo de gloria y esplendor sobre toda criatura (cf. v. 6). A este interrogante, planteado en un lenguaje tan diferente al matemático y geométrico, Pascal nunca se cerró.
En la base de esto, creo poder reconocer en él una actitud de fondo, que yo llamaría “asombrada apertura a la realidad”.
En la base de esto, creo poder reconocer en él una actitud de fondo, que yo llamaría “asombrada apertura a la realidad”. Apertura a otras dimensiones del conocimiento y de la existencia, apertura a los demás, apertura a la sociedad. Por ejemplo, estuvo detrás de la creación, en 1661, en París, del primer sistema de transporte público de la historia, los “Carruajes de cinco centavos”. Si recalco este suceso desde el principio de esta carta, es para insistir en el hecho de que ni su conversión a Cristo, a partir sobre todo de su “Noche de fuego” del 23 de noviembre de 1654, ni su extraordinario esfuerzo intelectual en defensa de la fe cristiana lo convirtieron en una persona aislada de su época. Estaba atento a las cuestiones que en ese entonces eran más preocupantes, así como a las necesidades materiales de todos los que componían la sociedad en la que vivió.
La apertura a la realidad hizo que no se cerrara a los demás ni siquiera en la hora de su última enfermedad. De aquella época, cuando tenía treinta y nueve años, leemos las siguientes palabras, que expresan la etapa final de este camino evangélico: «Y si los médicos dicen verdad y Dios permite que salga de esta enfermedad, estoy resuelto a no tener más ocupaciones ni otro empleo del resto de mis días que el servicio de los pobres». Es conmovedor constatar que, en los últimos días de su vida, un pensador tan brillante como Blaise Pascal no viera mayor urgencia que dedicar su energía a las obras de misericordia: “El único objeto de la Escritura es la caridad”.
Por eso, en este cuarto centenario de su nacimiento, me alegra que la Providencia me dé la oportunidad de rendirle homenaje y de poner en evidencia lo que, en su pensamiento y en su vida, considero apropiado para estimular a los cristianos de nuestro tiempo y a todos nuestros contemporáneos de buena voluntad en la búsqueda de la verdadera felicidad: “Todos los hombres buscan la manera de ser felices. Esto no tiene excepción, por muy diferentes que sean los medios que empleen, todos tienden a este fin”. Cuatro siglos después de su nacimiento, Pascal sigue siendo para nosotros el compañero de camino que acompaña nuestra búsqueda de la verdadera felicidad y, según el don de la fe, nuestro reconocimiento humilde y gozoso del Señor muerto y resucitado.
Un enamorado de Cristo que habla a todos
Si Blaise Pascal es capaz de conmover a todo el mundo, es porque habló de la condición humana de una manera admirable. Sería engañoso, sin embargo, ver en él solamente a un especialista en moral humana, por muy brillante que fuera. El monumento formado por sus Pensamientos, algunas de cuyas fórmulas aisladas se han hecho célebres, no puede ser verdaderamente comprendido si se ignora que Jesucristo y la Sagrada Escritura son a la vez el centro y la clave. Pues si Pascal comenzó a hablar del hombre y de Dios, fue porque había llegado a la certeza de que «no solamente no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo; no conocemos la vida, la muerte más que por Jesucristo».
Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos. De esta suerte, sin la Escritura que sólo tiene Jesucristo por objeto, no conocemos nada y sólo vemos oscuridad». Para que pueda ser comprendida por todos, y no sea considerada sólo como una pura afirmación doctrinal inaccesible a los que no comparten la fe de la Iglesia, ni como una devaluación de las legítimas competencias de la inteligencia natural, una afirmación tan extrema merece ser clarificada.
Fe, amor y libertad
Como cristianos, debemos mantenernos alejados de la tentación de presentar nuestra fe como una certeza indiscutible que se impone a todos. Pascal ciertamente tuvo la preocupación de hacer saber a todos los hombres que “Dios y la verdad son inseparables”. Pero sabía que el acto del creyente es posible por la gracia de Dios, recibida en un corazón libre. Él, que por la fe había tenido el encuentro personal con el «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios”, reconoció en Jesucristo “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).
Esta es la razón por la que les propongo a todos los que quieran seguir buscando la verdad ―una tarea que nunca termina en esta vida― que escuchen a Blaise Pascal, hombre de inteligencia prodigiosa que quiso recordarnos cómo fuera de los objetivos del amor no hay verdad que valga la pena: “No hacemos un ídolo con la verdad misma, porque la verdad sin la caridad no es Dios y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar”.
De este modo, Pascal nos previene contra las falsas doctrinas, las supersticiones o el libertinaje que alejan a muchos de nosotros de la paz y la alegría duraderas de Aquel que quiere que elijamos «la vida y la felicidad», y no “la muerte y la desdicha” (Dt 30,15). Pero la tragedia de nuestra vida es que a veces no vemos bien y, por lo tanto, elegimos mal. En realidad, sólo podemos gustar la felicidad del Evangelio “si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo». Por otra parte, “sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento”. Por eso la inteligencia y la fe viva de Blaise Pascal, quien quería demostrar que la religión cristiana es «venerable porque ha conocido bien al hombre» y «amable porque promete el verdadero bien», pueden ayudarnos a atravesar las oscuridades y las desgracias de este mundo.
Una mente científica excepcional
Cuando su madre murió en 1626, Blaise Pascal tenía tres años. Étienne, su padre, jurista de renombre, también era conocido por sus notables aptitudes científicas, particularmente en matemáticas y geometría. Decidiendo educar él solo a sus tres hijos, Jacqueline, Blaise y Gilberte, se trasladó a París en 1632. Desde muy temprana edad, Blaise mostró una mente excepcional y un alto nivel de exigencia en la búsqueda de la verdad, según relata su hermana Gilberte: “Desde su infancia sólo podía decidirse a aceptar lo que le parecía evidentemente cierto; de suerte que cuando no se le daban buenas razones, él mismo las buscaba”. Un día, el padre sorprendió a su hijo enfrascado en investigaciones de geometría y pronto se dio cuenta de que, sin saber que estos teoremas existían en los libros con otros nombres, Blaise, a la edad de doce años, había demostrado completamente solo, trazando figuras en el suelo, las treinta y dos primeras proposiciones de Euclides. Gilberte recuerda entonces que su padre quedó «espantado de la grandeza y de la fuerza de aquel talento”.
En los años siguientes, Blaise Pascal haría crecer al máximo su inmenso talento, dedicándole a este toda su energía. Desde los diecisiete años se relacionaba con los más grandes científicos de su época. Los descubrimientos y las publicaciones se sucedieron con bastante rapidez. En 1642, a los diecinueve años, inventó una máquina de aritmética, antecesora de nuestras calculadoras. Blaise Pascal es sumamente estimulante para nosotros porque nos recuerda la grandeza de la razón humana y nos invita a utilizarla para descifrar el mundo que nos rodea. El esprit de géométrie, que es la capacidad de comprender en detalle el funcionamiento de las cosas, le servirá a lo largo de toda su vida, como señalaba el eminente teólogo Hans Urs von Balthasar: «Pascal es capaz […] de alcanzar desde los planos propios de la geometría y de las ciencias de la naturaleza, la precisión muy diferente y propia del plano de la existencia en general y de la vida cristiana en particular».
Esta práctica confiada de la razón natural, que lo hacía solidario con todos sus hermanos en busca de la verdad, le permitirá reconocer los límites de la inteligencia misma y, al mismo tiempo, abrirse a las razones sobrenaturales de la Revelación, según una lógica de la paradoja que es su peculiaridad filosófica y el encanto literario de sus Pensamientos: “Le ha costado tanto a la Iglesia demostrar que Jesucristo era hombre contra aquellos que lo negaban, como demostrar que era Dios; y las posibilidades eran igualmente grandes”.
Los filósofos
Muchos de los escritos de Pascal son, en gran medida, filosóficos. En particular sus Pensamientos, ese conjunto de fragmentos publicados póstumamente, que son las notas o borradores de un filósofo impulsado por un proyecto teológico, cuya coherencia y orden originales los investigadores se esfuerzan en reconstituir, no sin variaciones. El amor apasionado a Cristo y el servicio a los pobres que mencioné al principio no eran el signo de una ruptura en el espíritu de este discípulo audaz, sino el de una profundización hacia la radicalidad evangélica, una progresión hacia la verdad viva del Señor, con la ayuda de la gracia. Él, que tenía la certeza sobrenatural de la fe, y la veía tan acorde con la razón, aunque infinitamente superior a ella, quería llevar la discusión lo más lejos posible con los que no compartían su fe, porque a «aquellos que no la tienen, nosotros sólo podemos dársela por razonamiento, en espera de que Dios se la dé por sentimiento de corazón”.
Una evangelización llena de respeto y paciencia, que nuestra generación haría bien en imitar. Para comprender plenamente el discurso de Pascal sobre el cristianismo es necesario, por tanto, estar atentos a su filosofía. Él admiraba la sabiduría de los antiguos filósofos griegos, capaces de sencillez y tranquilidad en su arte del buen vivir, como miembros de una polis: «No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de maestros. Eran gente sencilla como los demás, que se divertían con sus amigos. Y cuando se divirtieron haciendo sus leyes y sus políticas [es decir, las grandes obras filosóficas que son Las Leyes (de Platón) y La Política (de Aristóteles)], lo hicieron como quien juega. Era la parte menos filósofa y menos seria de su vida, la más filósofa era vivir simple y tranquilamente”.
A pesar de su grandeza y su utilidad, Pascal, sin embargo, distingue los límites de esas filosofías: el estoicismo “conduce al orgullo”, el escepticismo, a la desesperación. La razón humana es sin duda una maravilla de la creación, que diferencia al hombre de todas las demás criaturas, porque “el hombre es sólo una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña que piensa”.
A pesar de su grandeza y su utilidad, Pascal, sin embargo, distingue los límites de esas filosofías: el estoicismo “conduce al orgullo”, el escepticismo, a la desesperación. La razón humana es sin duda una maravilla de la creación, que diferencia al hombre de todas las demás criaturas, porque “el hombre es sólo una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña que piensa”. Entendemos entonces que los límites de los filósofos serán simplemente los límites de la razón creada.
Pues por mucho que Demócrito dijera: «Voy a hablar de todo”, la razón por sí sola no puede resolver los interrogantes más elevados y urgentes. ¿Cuál es, en efecto, tanto en la época de Pascal como hoy, el tema que más nos importa? Es el del sentido pleno de nuestro destino, de nuestra vida y de nuestra esperanza, el de una felicidad que no está prohibido concebir como eterna, pero que sólo Dios está autorizado a conceder: “Nada es tan importante para el hombre como su estado; nada le inspira tanto temor como la eternidad”.
Al meditar sobre los Pensamientos de Pascal encontramos, en cierto modo, este principio fundamental: “la realidad es superior a la idea”, ya que Pascal nos enseña a alejarnos de las «diversas formas de ocultar la realidad», desde los «purismos angélicos» hasta los «intelectualismos sin sabiduría”. No hay nada más peligroso que un pensamiento desencarnado: “El que quiere hacer el ángel, hace la bestia”. Y las ideologías mortíferas que continuamos padeciendo en los ámbitos económico, social, antropológico y moral mantienen a quienes las siguen dentro de burbujas de creencia donde la idea ha reemplazado a la realidad.
La condición humana
La filosofía de Pascal, llena de paradojas, es el resultado de una mirada tan humilde como lúcida, que pretende llegar a «la realidad iluminada por el razonamiento”. Parte de la constatación de que el hombre es un extraño para sí mismo, grande y miserable. Grande en su razón, en su habilidad para dominar las pasiones, grande incluso “porque se sabe miserable”. En concreto, aspira a algo más que a satisfacer sus instintos o resistirse a ellos, «porque lo que es naturaleza en los animales lo llamamos miseria en el hombre”.
Hay una desproporción insoportable, por una parte, entre nuestra voluntad infinita de ser felices y de conocer la verdad; y, por otra, nuestra razón limitada y nuestra debilidad física, que conduce a la muerte. Puesto que la fuerza de Pascal también está en su realismo implacable, «no hay que tener el alma muy elevada para comprender que no hay aquí satisfacción verdadera y sólida, que todos nuestros placeres no son más que vanidad, que nuestros males son infinitos, y que, finalmente, la muerte, que nos amenaza a cada instante, debe ponernos infaliblemente, en pocos años, en la horrible necesidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados. No hay nada más real que esto, ni más terrible. Hagámonos los valientes tanto como queramos: he aquí el final que espera a la vida más bella del mundo”. En esta condición trágica, se comprende que el hombre no pueda permanecer sólo en sí mismo, ya que su miseria y la incertidumbre de su destino son insoportables.
Por tanto, necesita distraerse, lo que Pascal reconoce de buen grado: “De ahí viene que a los hombres les guste tanto el bullicio y el movimiento. Porque si el hombre no disfruta de su condición ―y todos sabemos muy bien cómo distraernos con el trabajo, el ocio, las relaciones familiares o las amistades, pero también, por desgracia, con los vicios a los que nos conducen ciertas pasiones―, su humanidad “se da cuenta de su nulidad, de su abandono, de su insuficiencia, de su dependencia, de su impotencia, de su vacío. Al momento saldrán del fondo de su alma el tedio, la negrura, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación”. Y, sin embargo, la diversión no apacigua ni colma nuestro gran deseo de vida y felicidad. Esto todos lo sabemos bien.
Fue entonces cuando Pascal planteó su gran hipótesis: “¿Qué es pues lo que nos dice esta avidez y esta impotencia, sino que hubo antaño en el hombre una verdadera felicidad, de la que no le queda ahora más que la señal y la impronta vacía, y que trata inútilmente de llenar con todo lo que le rodea, buscando cosas ausentes y las ayudas que no obtiene de las presentes, pero de lo que son todas incapaces, porque ese abismo infinito sólo puede ser llenado por un objeto infinito e inmutable, es decir, por el mismo Dios?”. Si el hombre es como un «rey destronado”, que sólo quiere recuperar la grandeza perdida y, sin embargo, es incapaz de hacerlo, ¿entonces qué es? “¿Qué quimera es, pues, el hombre?, ¿qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué montón de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, indefenso gusano, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y desecho del universo. ¿Quién desenredará ese embrollo?”. Pascal, como filósofo, ve claramente que “a medida que tenemos más luces descubrimos más grandeza y más bajeza en el hombre”, pero que estos opuestos son irreconciliables. Porque la razón humana no puede armonizarlos, ni resolver el enigma.
Por eso Pascal señala que si Dios existe y si el hombre ha recibido una revelación divina ―como afirman muchas religiones―, y si esta revelación es verdadera, ahí debe encontrarse la respuesta que el hombre espera para resolver las contradicciones que lo torturan: «Las grandezas y las miserias del hombre son tan visibles que es necesariamente preciso que la verdadera religión nos enseñe que hay algún gran principio de grandeza en el hombre y que hay un gran principio de miseria. Es preciso además que nos explique esas asombrosas contradicciones”.
Tras estudiar las grandes religiones, Pascal llegó a la conclusión de que “ningún pensar ni ningún obrar pueden ofrecer un camino de salvación”, si no es “mediante el criterio superior de la verdad de la irradiación de la gracia en el alma”. “Es en vano, oh hombres ―escribió Pascal imaginando lo que el Dios verdadero podría decirnos― que busquéis en vosotros mismos los remedios para vuestras miserias. Todas vuestras luces sólo pueden llegar a conocer que no es en vosotros mismos donde encontraréis la verdad y el bien. Los filósofos os lo han prometido y no han podido hacerlo. No saben ni cuál es vuestra verdadera felicidad ni cuál es [vuestro verdadero estado]”.
Llegado a este punto, Pascal, que ha escudriñado con la increíble fuerza de su inteligencia la condición humana, la Sagrada Escritura e incluso la tradición de la Iglesia, pretende proponerse con la sencillez del espíritu de infancia como humilde testigo del Evangelio; es ese cristiano que quiere hablar de Jesucristo a los que se apresuran a declarar que no hay ninguna razón sólida para creer en las verdades del cristianismo. Pascal, al contrario, sabe por experiencia que lo que dice la Revelación no sólo no se opone a las exigencias de la razón, sino que aporta la respuesta inaudita a la que ninguna filosofía habría podido llegar por sí misma.
Esta experiencia mística, que le hizo derramar lágrimas de alegría, fue para él tan intensa y decisiva que la anotó en un pedazo de papel fechado con precisión, el “Memorial”, que había cosido en el forro de su abrigo, y que fue descubierto después de su muerte.
Conversión: la visita del Señor
El 23 de noviembre de 1654, Pascal vivió una experiencia muy fuerte, que se conoce hasta hoy como su “Noche de fuego”. Esta experiencia mística, que le hizo derramar lágrimas de alegría, fue para él tan intensa y decisiva que la anotó en un pedazo de papel fechado con precisión, el “Memorial”, que había cosido en el forro de su abrigo, y que fue descubierto después de su muerte. Aunque es imposible saber exactamente cuál es la naturaleza de lo que sucedió en el alma de Pascal aquella noche, parece que se trató de un encuentro del que él mismo reconoció la analogía con aquel que fue fundamental para toda la historia de la revelación y de la salvación, y que Moisés vivió ante la zarza ardiente (cf. Ex 3).
La palabra “fuego”, con la que Pascal quiso encabezar el “Memorial”, nos invita, en definitiva, a proponer esta interpretación. El paralelismo parece haber sido indicado por el mismo Pascal que, inmediatamente después de la evocación del fuego, retomó el título que el Señor se dio a sí mismo ante Moisés: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” (Ex 3,6.15), añadiendo, “no de los filósofos y de los sabios. Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo”.
Sí, nuestro Dios es alegría, y Blaise Pascal lo testimonia a toda la Iglesia y a todo el que busca a Dios, “no es el Dios abstracto o el Dios cósmico, no. Es el Dios de una persona, de una llamada, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios que es certeza, que es sentimiento, que es alegría”. Este encuentro, que confirmó a Pascal la “grandeza del alma humana”, lo llenó de esta alegría viva e inagotable: “Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría». Y esta alegría divina se convirtió para Pascal en el lugar de la confesión y la oración: “Jesucristo. Me he separado de él, he huido de él, he renunciado a él, le he crucificado. ¡Que jamás sea separado de él!”. Es la experiencia del amor de este Dios personal, Jesucristo, que ha formado parte de nuestra historia y participa constantemente en nuestra vida, la que lleva a Pascal por el camino de la conversión profunda y, por tanto, a la «renunciación total y dulce”, vivida en el amor, al “hombre viejo, que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia” (Ef 4,22).
Como recordaba san Juan Pablo II en su encíclica sobre la relación entre fe y razón, filósofos como Blaise Pascal se distinguieron por su rechazo a toda presunción, así como por su elección de una postura hecha de humildad y de valentía. Experimentaron que «la fe libera la razón de la presunción”. Antes de la noche del 23 de noviembre de 1654, esto es claro, Pascal no duda de la existencia de Dios. Sabe también que este Dios es el bien supremo; lo que le falta y lo que espera no es un conocimiento sino un poder, no es una verdad sino una fuerza.
Ahora bien, esta fuerza le viene dada por la gracia; se siente atraído, con certeza y alegría, por Jesucristo: “Sólo conocemos a Dios por Jesucristo, sin ese mediador se suprime toda comunicación con Dios”. Descubrir a Jesucristo es descubrir al Salvador y Libertador que yo necesito: ‘Ese Dios que no es más que el reparador de nuestras miserias. Por eso no podemos conocer bien a Dios más que conociendo nuestras iniquidades”. Como toda auténtica conversión, la conversión de Blaise Pascal se lleva a cabo en la humildad, que nos libera «de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad”.
La inteligencia inmensa e inquieta de Blaise Pascal, colmada de paz y alegría ante la revelación de Jesucristo, nos invita, según el “método del corazón”, a caminar con seguridad alumbrados por “esas celestes luces”. Porque si nuestro Dios es un “Dios escondido” (cf. Is 45,15), es porque Él “ha querido ocultarse”, de modo que nuestra razón, iluminada por la gracia, nunca habrá terminado de descubrirlo. Es, pues, por la iluminación de la gracia que podemos conocerlo. Pero la libertad del hombre debe abrirse; y una vez más Jesús nos consuela: “No me buscarías si no me hubieras encontrado”.
El orden del corazón y sus razones para creer
En palabras de Benedicto XVI, “la tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer contra la razón”.] En esta línea, Pascal está profundamente apegado a «la razonabilidad de la fe en Dios”, no sólo porque «el espíritu no puede ser forzado a creer lo que él sabe que es falso”, sino porque, «si ofendemos los principios de la razón, nuestra religión será absurda y ridícula». Pero si la fe es razonable, también es un don de Dios y no puede imponerse: “No se demuestra que debamos ser amados sometiendo a método las causas del amor; sería ridículo», señala Pascal con la finura de su humor, estableciendo un paralelismo entre el amor humano y la forma en que Dios se nos manifiesta. Nada más que el amor, “que se propone pero no se impone —el amor de Dios nunca se impone”. Jesús dio testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37) pero «no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían”. Esta es la razón por la que «hay suficiente luz para aquellos que sólo desean ver, y bastante oscuridad para aquellos que tienen una disposición contraria”.
Aunque la fe sea de un orden superior a la razón, esto no significa ciertamente que se oponga a ella, sino que la supera infinitamente
Y luego llega a afirmar que “la fe es diferente de la prueba. Ésta es humana, y aquella es un don de Dios”. Por tanto, es imposible creer “si Dios no inclina nuestro corazón”. Aunque la fe sea de un orden superior a la razón, esto no significa ciertamente que se oponga a ella, sino que la supera infinitamente. Leer, pues, la obra de Pascal no es, ante todo, descubrir la razón que ilumina la fe; es ponerse en la escuela de un cristiano con una racionalidad fuera de lo común, que tanto mejor supo dar cuenta de un orden establecido por el don de Dios superior a la razón: “La distancia infinita de los cuerpos a los espíritus representa la distancia, infinitamente más infinita, de los espíritus a la caridad porque ésta es sobrenatural”.
Científico experto en geometría, es decir, en la ciencia de los cuerpos en el espacio, y geómetra experto en filosofía, es decir, en la ciencia de las mentes en la historia, Blaise Pascal, iluminado por la gracia de la fe, pudo así transcribir la totalidad de su experiencia: “De todos los cuerpos juntos no sabríamos hacer surgir un pequeño pensamiento. Esto es imposible y de un orden diferente. De todos los cuerpos y espíritus no se sabría sacar un impulso de verdadera caridad; esto es imposible y de un orden distinto, sobrenatural”.
Ni la inteligencia geométrica ni el razonamiento filosófico permiten al hombre llegar por sí solo a una «visión clara» del mundo y de sí mismo. El que está ocupado en los detalles de sus cálculos no tiene la ventaja de la visión de conjunto que le permite “ver todos los principios”. Esto es el resultado de la «inteligencia intuitiva», cuyos méritos también alaba Pascal, porque cuando se busca captar la realidad «hay que ver la cosa de golpe, de una sola mirada». Esta inteligencia intuitiva está conectada con lo que Pascal llama el “corazón”: «Conocemos la verdad, no solamente por la razón, sino también por el corazón. De esta última manera es como conocemos los primeros principios y es en vano que el razonamiento, que no tiene ninguna parte en ello, trate de combatirlos».[65] Ahora bien, las verdades divinas, como el hecho de que el Dios que nos hizo es amor, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se encarnó en Jesucristo, que murió y resucitó para nuestra salvación, no se pueden demostrar por la razón, pero pueden ser conocidas por la certeza de la fe, y pasan entonces del corazón espiritual a la mente racional, que las reconoce como verdaderas y puede a su vez exponerlas: «Ésta es la razón por la que a aquellos a los que Dios ha dado la religión por sentimiento de corazón son bienaventurados y están muy legítimamente convencidos”.
Pascal nunca se resignó a que algunos de sus hermanos en humanidad no sólo no conocieran a Jesucristo, sino que desdeñaran tomarse en serio el Evangelio, por pereza o a causa de sus pasiones. Ya que es en Jesucristo donde se juegan la vida. «La inmortalidad del alma es una cosa que nos importa tanto, que nos interesa tan profundamente, que hay que haber perdido todo sentimiento para que nos sea indiferente saber en qué consiste. Y es por lo que, en aquellos que no están seguros de él, establezco una gran diferencia entre los que se afanan con todas sus fuerzas por conocerlo, y los que viven sin preocuparse ni pensar en ello”.
Nosotros mismos tenemos conciencia de que a menudo buscamos huir de la muerte, o dominarla, pensando que podemos «alejar el pensamiento de nuestra finitud” o “quitarle su poder a la muerte y ahuyentar el miedo. Pero la fe cristiana no es una forma de exorcizar el miedo a la muerte, sino que nos ayuda a afrontarla. Antes o después todos nos iremos por esa puerta. […] La verdadera luz que ilumina el misterio de la muerte viene de la resurrección de Cristo”. Sólo la gracia de Dios le permite al corazón humano acceder al orden del conocimiento divino, a la caridad. Esto llevó a un importante comentarista contemporáneo de Pascal a escribir que el pensamiento sólo puede ser cristiano si tiene acceso a aquello que Jesucristo pone en práctica, la caridad.[69]
Pascal, la controversia y la caridad
Antes de concluir, es necesario mencionar la relación de Pascal con el jansenismo. Una de sus hermanas, Jacqueline, había entrado a la vida religiosa en Port-Royal, en una congregación cuya teología estaba fuertemente influenciada por Cornelius Jansen, conocido como Jansenio, que había escrito un tratado, el Augustinus, publicado en 1640. Después de su “Noche de fuego”, Pascal fue a hacer un retiro a la abadía de Port-Royal, en enero de 1655. Pero en los meses siguientes, una importante y antigua controversia que oponía los jesuitas a los “jansenistas”, que profesaban las ideas del Augustinus, volvió a aparecer en la Sorbona, la universidad de París. La controversia trataba principalmente sobre la cuestión de la gracia de Dios y sobre la relación de la gracia con la naturaleza humana, en particular con el libre albedrío. Pascal, aunque no pertenecía a la congregación de Port-Royal, y no era un hombre de partido –”no soy de Port-Royal, estoy solo”, escribió― fue encargado por los jansenistas, especialmente por sus grandes dotes retórica, para que los defendiera. Así lo hizo en 1656 y 1657, publicando una serie de dieciocho cartas, denominadas Provinciales.
Pascal reconocía que varias proposiciones, llamadas “jansenistas”, eran efectivamente contrarias a la fe, pero negaba que estuvieran presentes en el Augustinus y fueran seguidas por la gente de Port-Royal. Sin embargo, algunas de sus propias afirmaciones, como por ejemplo sobre la predestinación, tomadas de la teología del último san Agustín, cuyas fórmulas habían sido afiladas por Jansenio, no parecen correctas.
Hay que entender, no obstante, que al igual que san Agustín había tratado de combatir a los pelagianos en el siglo V, que afirmaban que el hombre puede, por sus propias fuerzas y sin la gracia de Dios, hacer el bien y salvarse, Pascal pensaba sinceramente estar atacando entonces al pelagianismo o semipelagianismo, que creía identificar en las doctrinas seguidas por los jesuitas molinistas, llamados así por el teólogo Luis de Molina, fallecido en 1600 pero cuya influencia seguía muy viva a mediados del siglo XVII. Reconozcámosle la franqueza y la sinceridad de sus intenciones.
Esta carta no es ciertamente el lugar para volver a abrir la cuestión. Sin embargo, la justa advertencia en las posiciones de Pascal sigue siendo válida para nuestro tiempo: el “neo pelagianismo” que haría depender todo «del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales”, es reconocible por el hecho de que «nos intoxica con la presunción de una salvación ganada con nuestras fuerzas”. Es necesario afirmar ahora que la última posición de Pascal sobre la gracia, y en particular sobre el hecho de que Dios «quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4), al final de su vida se expresó en términos perfectamente católicos.
Como mencionaba al principio, Blaise Pascal, al final de su corta pero extraordinariamente rica y fecunda vida, había puesto en primer lugar el amor a sus hermanos. Se sentía y se sabía miembro de un único cuerpo, porque “Dios, habiendo creado el cielo y la tierra que no sienten la dicha de su existencia, quiso crear seres que la conocieran y que compusieran un cuerpo de miembros pensantes”. Pascal, como fiel laico, experimentó la alegría del Evangelio, cuyo Espíritu quiere fecundar y sanar “todas las dimensiones del hombre» y reunir “a todos los hombres en la mesa del Reino”.
Cuando compuso, en 1659, su magnífica Oración para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades, Pascal era un hombre pacificado, que ya no se dedicaba a la polémica, ni tampoco a la apologética. Estando muy enfermo y a punto de morir, pidió comulgar, pero no le fue posible de inmediato. Entonces rogó a su hermana: “Ya que no puedo comulgar con la cabeza [Jesucristo], quisiera comulgar con los miembros”. Y “tenía un gran deseo de morir en la compañía de los pobres”. Se dijo de él, poco antes de su último aliento, el 19 de agosto de 1662, que moría “con la sencillez de un niño”. Tras recibir los sacramentos, sus últimas palabras fueron: “¡Que Dios no me abandone jamás!”.
Que su obra luminosa y los ejemplos de su vida, tan profundamente sumergida en Jesucristo, nos puedan ayudar a seguir hasta el final el camino de la verdad, la conversión y la caridad. Porque la vida de un hombre es muy breve: «Eternamente gozoso por un día de sufrimiento en la tierra”.