Con una carta publicada en el diario “Avvenire” (10 noviembre 2004), Giovanni Bonizio, discapacitado de 24 años, interviene en el debate sobre la eutanasia, a raíz de las noticias sobre la práctica de la muerte provocada en Holanda para niños nacidos con malformaciones congénitas. La traducción es de la agencia Zenit.
Aceprensa – 17/11/2004
Me llamo Giovanni Cicconi Bonizio. Vivo en Roma; tengo 24 años. Hace un tiempo, en varios periódicos italianos se publicaron artículos sobre un pediatra holandés que practica la eutanasia en pequeños pacientes con distintas enfermedades o discapacidades a fin de librarles del destino de una vida imposible y que no vale la pena ser vivida. (…)
Entre los casos en los que el médico ha practicado la eutanasia está el de un niño nacido con espina bífida (mielomeningocele). Eutanasia por “sentido profesional” y por “amor”, según el relato. Preguntaba el médico, de hecho, casi con horror, en un periódico: “¿Pero han visto alguna vez a un niño nacido con espina bífida?”. Querría cambiar la pregunta: ¿Habéis visto alguna vez crecer a un bebé con espina bífida y convertirse en niño, en joven, en adulto? ¿Lo habrá visto él alguna vez? Junto a otra: ¿Cuándo una vida es tal que merezca la pena ser vivida? Me parece que muchos hablan como si la respuesta fuera obvia, pero precisamente obvia no es.
Evidentemente, debo de ser un superviviente. No debería existir: nací con espina bífida. Sin embargo, tengo una vida rica, intensa, también muchos amigos. He superado los exámenes de secundaria y tengo mi diploma. Desde el pasado junio trabajo en un banco. Mi vida es lo que se diría “una vida llena de intereses”. Mi trabajo es bueno, mi familia es la que desearía a muchos. Por el hecho de tener algunos problemas más en la vida he desarrollado una sensibilidad abierta a las dificultades de los demás y tal vez por esto es que desde hace años voy al encuentro de los ancianos: la amistad les ayuda a vivir también a ellos.
Leo, hablo, escribo, sé usar el ordenador como todos los jóvenes de mi edad. Cuando nací pocos apostaban por mí. Afortunadamente hubo quien de verdad me quiso y no se asustó. Poco a poco pude erguirme, incluso caminar y hacerlo bien. Me muevo por mí mismo en una ciudad como Roma. Me ha costado más que a los demás y estoy más orgulloso que los demás. No calculo mi inteligencia (ni la del médico holandés), pero ciertamente pueblo hablar, expresar lo que pienso, aunque ese médico teorice que los que son como yo no pueden comunicarse y por eso sería mejor que desaparecieran.
Mi vida no es ni triste ni inútil. Cierto, he sufrido varias intervenciones quirúrgicas que me han ayudado a superar problemas de distinto tipo y me han permitido vivir lo más posible una vida –como se dice– normal. No ha sido siempre fácil; alguna vez también he sufrido, pero en las camas cercanas a la mía había siempre muchos otros chicos con el mismo deseo de sanar, de comunicarse, de hacer amigos y sobre todo de vivir.
Existe en cambio ahora una incapacidad de concebir la vida cuando hay dificultades que superar. El médico holandés y los que piensan como él deberían cuestionarse su miedo a la vida. Miedo a una vida que contiene cansancio, conquista, lucha, derrotas, victorias, y que no es sólo un simple crecimiento biológico. (…)
El problema es que no siempre se hace todo lo que se podría hacer por ayudar a vivir mejor a quien tiene un problema, una enfermedad. El médico holandés y quien piensa que la eutanasia es un modo de dar dignidad a la vida debería gastar más energías y conocimientos sobre esto.
La eutanasia en niños me parece verdaderamente horrible, porque no se pueden defender. Se mata –porque de eso se trata– a los que tienen defectos sin esperar siquiera a que crezcan para ver qué ocurre, sin dar en cambio aquello que es necesario: más ayuda a quien solamente es más débil. La propuesta es esta: si precisamente queremos eliminar algo, entonces en lugar de abolir la fragilidad es mejor comenzar por el miedo a la fragilidad, que nos hace a todos más deshumanizados (y más indefensos).