“Quien salva una vida, salva al mundo entero”: la muerte de Melchor Rodríguez

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En la Guerra Civil española hubo, simplificando mucho, dos tipos de personas: los que fueron al frente a poner el pecho, a matar o morir por un IDEAL –equivocado o no, esa es otra cuestión- y los cobardes emboscados que se quedaron en la retaguardia para torturar y asesinar a quienes no se podían defender.

Pues bien, MELCHOR RODRÍGUEZ, militante histórico de la CNT, encarcelado en múltiples ocasiones tanto durante la Monarquía como durante la II República, que, por razones obvias de edad no pudo ir al frente, aunque estuvo en la retaguardia no sólo no ultimó a ningún prójimo sino que salvó miles de vidas humanas durante toda la Guerra, y muy en especial en diciembre de 1936, cuando, recién nombrado Delegado de Prisiones republicano por el también anarquista GARCÍA OLIVER, paró en seco las sacas y las matanzas de Paracuellos, de las que era máximo responsable el comunista SANTIAGO CARRILLO SOLARES, miembro de la Junta de Defensa de Madrid. Muchos españoles del bando nacional o “rebelde” le debieron la vida. Ello no le libró de la cárcel durante el franquismo, donde continuó su militancia libertaria en la clandestinidad, e incluso de la incomprensión de sus compañeros anarquistas. Vivió y murió coherentemente con sus principios. Fue, ante todo y sobre todo, un hombre honesto y bueno. Murió en 1972, de enfermedad. En su funeral, un grupo de compañeros  y amigos anarcosindicalistas cantó el himno de la CNT (“A las barricadas”) y, como colofón, un grupo de amigos católicos, que le debían la vida,  rezó un Padrenuestro por la salvación de su alma. Descanse en paz.

Ejemplos como el de Melchor constituyen, creo yo, la VERDADERA MEMORIA HISTÓRICA QUE MERECE LA PENA RESCATAR PARA QUE LA CONOZCAN LAS NUEVAS GENERACIONES DE ESPAÑOLES Y NO SE PIERDA EN EL OLVIDO. ¡BASTA DE GUERRACIVILISMO SECTARIO Y CAINITA!

MELCHOR RODRÍGUEZ fue el Delegado de Prisiones  que paró las sacas de Carrillo  y  las subsiguientes matanzas de Paracuellos en diciembre de 1936. Le debían la vida, entre otros, el general MUÑOZ GRANDES, que sería más tarde comandante en jefe de la División Azul y que tuvo una intervención decisiva a favor suyo en el juicio a que fue sometido en Madrid por un Tribunal militar inmediatamente después de la Guerra Civil, los hermanos ÁLVAREZ QUINTERO, señeros dramaturgos, RAIMUNDO FERNÁNDEZ CUESTA, falangista “camisa vieja”, alto cargo de FET y de las JONS y Ministro de Justicia con Franco,  SERRANO SUÑER, ministro de Asuntos Exteriores con Franco en los primeros años 40, MARTÍN ARTAJO, de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, democristiano y Ministro con Franco y un largo etc). Vid. “EL ÁNGEL ROJO. LA HISTORIA DE MELCHOR RODRÍGUEZ, EL ANARQUISTA QUE DETUVO LA REPRESIÓN EN EL MADRID REPUBLICANO”, ALFONSO DOMINGO, Ed. ALMUZARA, 2009, pp 777 y ss.)

«Mientras Sari se ocupa de llamar a un médico, se presenta en la casa un joven anarquista que viene a visitar a Melchor. Inmediatamente se da cuenta de la gravedad de la situación, coge el teléfono y llama a varios hospitales. Lo mejor es el traslado urgente a un centro sanitario. La ambulancia se presenta en el mismo momento en que lo hacen Pepe, el hermano de Melchor, Pepe Bustos, el marido de Sari y el hermano de ésta, Manuel. En el vehículo sanitario sólo puede ir una persona y, ante la vacilación de todos, se mete el anarquista joven, más resolutivo. Los demás arrancan detrás en dos taxis, comitiva que recorre varios hospitales: en ninguno quieren admitirle, vista la gravedad de su estado.

En el de la Beneficencia, en Diego de León, el joven que acompaña a Melchor monta en cólera y consigue que le ingresen. Desde el primer momento los médicos se dan cuenta del origen del coma acidótico: la esclerosis del riñón, órgano del que curiosamente no ha padecido nunca.

– Este hombre nos ha llegado casi muerto- informan los médicos a familiares y amigos.

Mucha gente acude a visitarle al hospital, entre ellos Ricardo Horcajada. Al verle allí, en la cama, rodeado de personas y de flores, Ricardo piensa en aquel ángel con las alas heridas, capaz de enaltecer todas las banderas, que agoniza con humildad. Pobre nació, pobre ha vivido y pobre va a morir, piensa Ricardo, y adivina en muchos visitantes la misma certeza del final.

* * *

JAVIER MARTÍN ARTAJO, CATÓLICO  creyente y practicante, acude a verlo al hospital de la Beneficencia, planta 10, sala D, habitación 6. El enfermo comparte una habitación con un anciano de razón desvariada que continuamente quiere tirarse de la cama. Es habitación modesta, triangular, con una pequeña ventana enrejada.

Piensa Martín Artajo en las veces que él y Melchor han hablado de problemas metafísicos y han llegado a la idea de Dios. En esos casos, el anarquista, con sonrisa escéptica, aseguraba formalmente que no veía la manera de admitir su existencia. Sabía Martín Artajo que aquel hombre que decía que no creía en Dios había hecho más por los hombres que muchos de los que se confesaban católicos y cristianos a machamartillo. Nunca le había oído blasfemar.

– ¿Para qué?. Si Dios no existe, no hay razón para maldecirlo- decía.

Sin embargo, en aquella respuesta y en la actitud de aquel amigo tardío que le había salvado la vida en la guerra civil advierte Martín Artajo un respeto, un asomo de duda, un querer creer.

Melchor, por primera vez, se siente vencido. En aquella cama de hospital permanece ajeno al tiempo, al espacio y a la época. España, 1972 (…).

Ahora la muerte está ahí, a la vuelta de la esquina, acechando más allá de la cama y la habitación, presta a  acudir a la cita definitiva. La muerte está cerca, porque si no, cómo poder ver a tantos amigos juntos, desfilando por este triste cuarto de hospital. Javier Martín Artajo sabe también que éste es el final de aquel hombre bueno y generoso, un amigo valioso por lo distinto.

Conversaciones del crepúsculo, en la penumbra de la habitación. Ante la insistencia de Javier para que bese un crucifijo, Melchor replica bromeando:

– El día que tú te pongas una corbata con la bandera anarquista.

Javier, al día siguiente, aparece con traje impecable, luciendo una corbata rojinegra, color que asoma con fuerza sobre la camisa blanca. Y Melchor replica irónico:

– Jodío Javier, lo que has tenido que hacer para salirte con la tuya. Esto es entre tú y yo, que quede claro.

Pero como hombre de palabra, Melchor besa el crucifijo que le tiende su amigo. Después se ha hecho el silencio, la oscuridad del atardecer ha ido cubriendo la habitación.

– No te preocupes, si Cristo existe, le daré saludos de tu parte. Aunque eres tan buena gente que no necesitas recomendaciones.

El cerebro de Melchor sigue luchando por la vida, repasa conductas, fracasos y yerros, familia, amigos, creencias, querencias, hace balance, reflexiona: mi cuerpo es ya mi cárcel, la muerte será mi libertad. ¿Qué habrá más allá? ¿Para qué habrá servido mi vida? Queda el ejemplo, queda la constancia de una vida entregada a los demás. ¿A los demás? Incómodo para todos, descuadrado, indómito, indócil, nunca se me dio bien torear el toro de la vida…

Llega la muerte, pero no llega recta. Llega haciendo quiebros, entre delirios e imágenes de toda una vida, deteniéndose en escenarios largo tiempo olvidados, como aquellos trenes en que se colaban los maletillas para ir a torear en cualquier capea de pueblo, como las flores que se marchitaban en las macetas de su casa de Madrid, como el baile de Francisca, su mujer, que le hechizó en aquel tablao, como el cumpleaños de Amapolita, su hija, o el hombre de la cicatriz que para él representaba la muerte, amigos y camaradas, vivos y muertos…

Llega la muerte y lo hace confundiendo.

– ¿Cómo os han dejado entrar a todos? ¿O es que también os han encerrado aquí? ¿Estáis conmigo en la cárcel? ¿Qué he hecho ahora?- pregunta ante la mirada piadosa de sus sobrinos, de los visitantes y amigos.

Entre ellos figuran Eduardo de Guzmán y Carmen Bueno, su mujer, a la que Melchor quiere besar la mano, siempre tan fino.

Los últimos que le visitan en el hospital, el 13 de febrero a las once de la noche, son su sobrino Pepe Ramos y su mujer. Está colorado, dormido, seguramente agonizando. En aquella triste habitación, de madrugada, Melchor queda en paz: a las 7:20 del 14 de febrero de 1972, obtiene la libertad definitiva.

* * *

Velan el cadáver del anarquista su hermano Pepe, sus sobrinos Pepe y Manolo Ramos y José Bustos, el marido de Sari. La noche es un lento goteo de personas que llegan a preguntar por Melchor, la voz se ha corrido. De pronto, a las cinco de la madrugada, surge de lo más oscuro la figura de un hombre maduro y corpulento, con cara patibularia, atravesada por varias cicatrices. Presencia que impone, más en aquella tétrica capilla ardiente, iluminada por unos velones y presidida por un crucifijo.

– ¿Eso qué hace ahí? ¡Quién te ha visto y quién te ve! Melchor no era católico.

– No nos dejó indicado nada en ningún sentido, y hemos hecho un funeral católico.

Aquel hombre, que viene de un remoto lugar del pasado, mira a Melchor, inclina la cabeza, levanta el puño y desaparece en las sombras no sin gritar antes:

– ¡Salud, compañero! ¡ Viva la anarquía!.

 * * *

El sepelio produce cierta sorpresa y  alguna indignación entre sus viejos compañeros libertarios. A las nueve de la mañana del día 15 se le entierra en la sacramental de San Justo porque su director era muy amigo de  Melchor y se ha buscado un nicho. Para muchos, sin embargo, lo sucedido en el entierro, es hermosa metáfora. Detrás del féretro que conduce sus restos, marchan unidos amigos como el fotógrafo Alfonso, militantes de la CNT y personalidades del Régimen como el general Carrasco Verde o el procurador Puig Maestre-Amado, Javier Martín Artajo… En total un nutrido grupo de personas, cerca de quinientas, en el que destacan unos treinta camaradas suyos y otros tantos amigos que en Madrid se habían enterado de su muerte y acuden a  acompañarle a su último traslado. Pérdida común que une a los contrarios. En el fondo, aquel encuentro es el de las dos Españas, unidas delante de la tumba de un hombre bueno aquella mañana de febrero. Un grupo de anarquistas, en un aparte, pregunta a José Ramos, su sobrino, que junto con su hermano Manuel se han hecho cargo de la parafernalia del entierro, las razones por las que se le entierra en sitio sagrado.

– Porque era el lugar disponible y el más rápido, gracias a los amigos de Melchor. En los últimos tiempos le pregunté varias veces sobre cómo quería ser enterrado, pero jamás abrió la boca en ese sentido, cambiaba de conversación. Ya saben ustedes el yuyu que le tenía a la muerte. Estaba tan obsesionado con ver la muerte de Franco, que no se ocupó de la suya. De todas maneras, haremos lo que ustedes estimen.

Los cenetistas, de común acuerdo con la familia y con Martín Artajo y el general Carrasco Verde –allí, de alguna manera, representantes del Régimen- deciden entonar al final “A las barricadas” como último adiós. El ataúd va acompañado de varias coronas de flores, entre ellas unos claveles rojos y cintas rojinegras, la bandera de la CNT con una inscripción que dice “Tus compañeros y amigos te dedican este recuerdo”. No se ven agentes de policía, aunque el acto está vigilado por algunos agentes de la Social.

Cuando se va a cerrar el nicho –patio de Santa Catalina, fila 3, nicho 58-1- donde han de descansar los restos de Melchor Rodríguez, Ricardo Horcajada, pide que se cumpla el deseo de su amigo de reposar sobre la bandera roja y negra a la que había servido siempre con fidelidad y sacrificio. Martín Artajo contesta con satisfacción que nada más justo que cumplir ese deseo. Ricardo se adelanta y espoleado por su padre, Germán, y con el miedo en el cuerpo, coloca dentro del féretro- alguien añade un puñado de flores secas- la bandera libertaria que ha confeccionado. Allí está también toda la familia, encabezada por Amapola –inconsolable en su dolor profundo- y sus hijos, los nietos de Melchor, a la que los presentes dan el pésame.

“El bien más preciado es la libertad

hay que defenderla con fe y con valor,

alta la bandera revolucionaria,

iza la bandera revolucionaria

que del triunfo sin cesar nos lleva en pos…”

Suena la canción entre las paredes del cementerio, canción prohibida, último deseo quizás no expresado, pero como todo en la vida de Melchor, un grito de rebeldía, un desafío, un ideal.

Acto seguido, como último homenaje, Javier Martín Artajo lee en voz alta el fragmento de un poema en el que Melchor definía la pureza de su ideal:

“Y si un paria de la tierra

pregunta: ¿qué es lo que encierra

dentro de sí el ANARQUISMO?,

se lo explicarás tú mismo

como su doctrina indica;

ANARQUÍA significa:

Amor, Poesía, Igualdad,

Fraternidad, Sentimiento, LIBERTAD

Cultura, Arte, Armonía,

la razón, suprema guía;

la ciencia, excelsa verdad,

Vida, Nobleza, Bondad,

Satisfacción y Alegría”.

Alguna vez Melchor calificó a Cristo como “el divino rebelde– acaba Martín Artajo- Quiero creer que ese Divino Rebelde ha salido a su encuentro. Ruego a los presentes que recemos un Padrenuestro por el alma de nuestro amigo.

El general Carrasco Verde y el padre agustino Félix García encabezan el rezo, que los anarquistas, entre ellos Eduardo de Guzmán y su mujer Carmen Bueno, escuchan en silencio.

Después, Ricardo Horcajada abraza a Martín Artajo, mostrando que los hombres, aunque les separen las ideas, pueden ser nobles amigos.

Luego es enterrado en un nicho largo y sin cruz, pagado por la familia, con el nombre y la fecha de su muerte. Pobre vivió y pobre murió. Unas cuantas cámaras de fotógrafos y particulares han registrado el acto. Y cuando se acaba todo, piensa Alfonso Sánchez Portela, que justo de este entierro, que algún día será histórico, de su amigo MELCHOR RODRÍGUEZ GARCÍA no ha hecho ninguna foto.”

MADRID, 2006.