Recuerdo visitas entrañables, en la vieja cárcel de Santiago, del fraile apenas joven a aquella reclusa madura y maternal que, según pude entender, estaba allí porque a pobres mujeres las ‘ayudaba’ a malparir. Mi amiga era una paradoja, pues aunaba en su carne lo materno y el malparto
Soy viejo lo suficiente para recordar las primeras ‘batallas’ sociales a favor del aborto. Entonces, los que promovían su despenalización, como si ellos fuesen también madres en apuros, la justificaban por los problemas que determinados embarazos podían acarrear a la mujer.
No hacían falta profetas para predecir con certeza que ‘la solución’ suspirada, en vez de resolver unos problemas, iba a crear muchos más.
Hoy el aborto va camino de ser por ley un derecho de la mujer embarazada, un derecho de la mujer constituida en dueña y señora de su hijo no nacido, un derecho de la mujer a la que entre todos hemos privado de la conciencia de ser madre.
Hoy por ley, y con la complicidad de una sociedad distraída, nos deshacemos de seres humanos como si no lo fuesen. Los tratamos como ¡material biológico desechable!
Hoy por ley, a la mujer se la puede utilizar y abandonar: ¡Usar, tirar y olvidar!
Y para escarnio mayor, los aprovechados se justificarán diciendo: «A nosotros ¿qué? Allá ellas. Ellas lo han querido«. Porque en este mundo sin corazón son los pícaros quienes escriben y berrean que basta con ponerse de acuerdo para que, en una relación sexual, todo sea normal, legal, deseable y bueno. Ocultarán, sin embargo, que zozobra, miedos, angustia, lágrimas, oscuridad, muerte, culpabilidad, eso se lo dejan «a ellas«, a la mujer usada, tirada y olvidada en el basurero impenetrable del egoísmo humano.
Allí, abandonado y olvidado con ellas, puede que también por ellas, las precederá y las esperará, obstinado y fiel, el Amor que es Dios.