Marguérite Barankitse, la burundesa que ha hecho de la integración entre hutus y tutsis una auténtica cruzada contra el odio, pasó por Madrid los días 31 de enero y 1 de febrero pasados. Vino a recoger el Premio Mundo Negro a la Fraternidad 2008 que le entregó esta revista en el XXI Encuentro de Antropología y Misión
(Parte 1)
Al recibir el galardón, Maggy no leyó nada sino que todo lo que dijo le salió del corazón. Lo que sigue a continuación es la transcripción de sus palabras, un testimonio vivo y excepcional que no tiene desperdicio:
Doy las gracias a los misioneros combonianos por haber tenido la valentía de invitar a una loca. En Burundi, la gente me llama “Maggy, la buldózer”, porque no saben cómo catalogarme. Cuando empecé este trabajo, mis hermanos tutsis me trataron como una traidora. Los hutus, mis hermanos en el bautismo, creyeron que era una espía. Y los occidentales dijeron que yo era una utópica. Quince años después, habéis visto en lo que me he convertido.
No vengo a contaros la miseria de África. Esto ya lo veis en la televisión. Os pido un favor: Dejad de llorar por África. Pido también a mis hermanos africanos que dejen de presentarse como eternas víctimas. Porque mi convicción es que todos somos creados por el amor de Dios, somos hermanos, príncipes y princesas. Somos hijos de Dios, ciudadanos del mundo, del paraíso. Debemos irradiar la gloria de Dios. Es la única vocación humana y por lo que he venido aquí. Me enfado cada vez que veo a mis hermanos con cara triste porque pierden su vocación de príncipes y princesas.
Si yo no fuera cristiana, me habría suicidado. Conocéis lo que pasó en Burundi. Ahora tengo 53 años y cuando tenía seis el país sufrió una guerra fratricida. Nunca he visto un país en donde se mata sin miedo. Es el único país en el que han matado al príncipe, en 1961, al primer ministro, en 1965, los tutsis mataron a sus hermanos hutus en 1972, en 1988 volvieron a matar, en 1993 se mataron mutuamente, fue una crisis que no tiene nombre.
Soy tutsi, en mi familia he perdido a 62 personas, entre tíos, tías, primos y primas. Sin embargo, nunca he querido ver en mi hermano hutu a un criminal. Porque el bautismo que he recibido me ha convertido en hija de Dios y hermana de todo el mundo. Lo que hago es por estar convencida de que pertenezco a una familia grande y muy noble. Pero mi familia biológica no lo entendió.
Cuando perdí a los 62 familiares, quise crear una nueva generación. Intenté huir, en el camino protegí a los hutus con los que me encontraba y que estaban en peligro. Los escondí en el obispado, pero mis hermanos de sangre vinieron para asesinarlos. Me ataron y los mataron a todos delante de mí. Asesinaron a 72 personas ante mis ojos. Ante esto, me pregunté si tenía que suicidarme. Había perdido a mi familia biológica (los hutus habían asesinado a mi familia tutsi) y los tutsis mataron a mis hermanos hutus en el bautismo.
Rechazo social
El 24 de octubre de 1994 fui a la capilla y dije al Señor: “Tú no eres el Dios amor”. Mientras lloraba, oí la voz de los siete niños que había adoptado, que me dijo: “Sí que es un Dios amor. Estamos aquí todos salvados milagrosamente”. Estaban en la sacristía. Ese día comprendí la alegría de la fe que no engaña. Eran cuatro niños hutus y tres tutsis que yo había adoptado, pero no tenía dónde meterlos. Los hutus no querían saber nada de mí y los tutsis rechazaron a mis niños hutus. Huimos porque éramos rechazados por la sociedad burundesa.
Fuimos acogidos por un cooperante alemán, pero también su país le pidió que regresara. Y me quedé sola con esos niños, sin dinero, sin casa. Finalmente, me dirigí al obispo. Pensaba que la guerra iba a acabar pronto, como en años anteriores. Empecé con 25 niños, siete meses después eran 300, dos años más tarde eran 4.000. Una década después es una multitud de niños. Porque la guerra duró demasiado tiempo.
Me negaba a sentirme amargada. Me dije: “Señor, me has dado estos niños, enséñame a educarlos con amor”. Podéis daros cuenta de que estos niños han hecho de mí una reina. Han crecido, algunos son médicos, políticos… hasta soy abuela de más de 50 nietos. Todo esto es motivo suficiente para no llorar a causa de la guerra. Si cada uno de vosotros se pusiera de pie, seríamos capaces de cambiar la faz de la tierra. Porque si uno cree, es capaz de desplazar el odio y el miedo y puede ser el dueño del mundo.
Un día, un periodista francés llegó a nuestra casa y preguntó a uno de los niños de qué etnia era. El niño lo miró y le dijo: “¿No lo sabes? Somos hutsi-twa-hutu-tutsi-congo-nzungu”. Creo que podemos crear la nueva etnia de los hijos de Dios.
Siempre era un niño el que me enseñaba a no tener miedo. Un día caí en una emboscada que me habían tendido los rebeldes. Rodearon el coche en el que íbamos. Un rebelde me dijo: “Nos insultas todos los días, te vamos a quemar con tus niños”. Entonces, un niño que miraba a los rebeldes a través de la ventanilla preguntó a uno si era padre. El rebelde le contestó que sí. “¿Le gustan los niños?”, volvió a preguntar el menor. “Sí”, contestó el rebelde. “¿Aun así quiere quemar a los niños?”. “Sois como vuestra madre”, dijo incómodo el rebelde, que nos obligó a bajar del coche y después lo quemaron.
Como podéis ver, los niños tienen una confianza enorme en la Providencia. Pero nosotros, los adultos, sobre todo vosotros los occidentales, queréis comprobarlo todo. Queréis controlarlo todo en el mundo y esto os provoca el estrés. Y por esto hay guerras. Cuando hay una guerra en África, somos todos los que tenemos que compartir la responsabilidad. ¿Por qué hay guerra en Congo? Congo sufre porque es rico y todo el mundo quiere sus recursos. No hay quien tenga el valor de decir: “¡Parad la masacre!”. Ni siquiera los cristianos.
Guerra política, no étnica
En Burundi, ¿por qué sufrimos? Porque es un pequeño país por el que todo el mundo quiere pasar para entrar en Congo. Para justificarse, inventan que hay una guerra étnica en Burundi, pero esta guerra entre tutsis y hutus es política. Pienso que hay una culpa y la tenemos que compartir todos. Leí en un libro escrito por un misionero que los tutsis eran altos y tan guapos que no merecían ser negros. ¿Os dais cuenta? Entonces el tutsi se creyó con el derecho de dirigir y oprimir al hutu. Es absurdo, porque también hay tutsis bajitos y feos. Todo esto es una estupidez. Siempre pido a mis niños que sean felices, porque somos creados a imagen de Dios. Cuando me preguntan cómo es que he perdonado a las personas que mataron a mis familiares, suelo contestar que el criminal también fue salvado.
Un día fui a la cárcel, donde voy todos los domingos para visitar a los reclusos. Mientras repartía la comida a los presos, oí que me llamaba uno que estaba en una celda de aislamiento. Los funcionarios de la prisión me dijeron que no me lo podían presentar. Pero insistí para que me lo acercaran. Me dijeron que era la persona que quemó a mis tías. Entonces les dije: “Precisamente a éste es al que quiero ver”. Porque Jesús en la cruz, cuando el buen ladrón le pidió que pensara en él al llegar al paraíso, le contestó: “Esta misma tarde estarás conmigo”. ¿Acaso somos capaces de decir lo mismo a las personas que han asesinado a miembros de nuestra familia? Entonces cogí a esta persona y la lavé. Y me preguntó: “Maggy, ¿por qué haces todo esto?”. Le contesté: “Porque creo en el hombre”.
El que hoy es criminal podrá hacer cosas maravillosas mañana, ya que Dios lo ha salvado. Y la imagen de Dios nunca se nos quita. Somos nosotros los que hacemos que nuestros hermanos se convierten en malos. Si cada vez que nos encontramos con nuestros hermanos vemos en ellos la imagen de Dios, el mundo cambiaría, sería un paraíso. Esta persona, este criminal, se ha convertido en mi hermano. Le he dado trabajo y hoy es un digno padre de familia que un día me dijo: “Tu perdón me ha resucitado y me ha dado también la dignidad”.
El amor siempre triunfa
Una última anécdota. Mi chófer es un ex niño soldado. Un día viajaba a Tanzania cuando me encontré por el camino en mitad de la selva con un joven de 17 años con un arma. Me obligó a detener el coche y pidió que me arrodillara. Entonces le dije: “No, hijo mío, ninguna madre en el mundo se arrodilla delante de su hijo, menos aún cuando tiene un arma”. Y añadí: “Vete a preguntar a la persona que te dio el arma dónde están sus hijos. Están estudiando en el extranjero, quizás en Bruselas, Montreal o en París”. Le miré y vi que estaba llorando. Le dije: “Tira este arma y ven conmigo, te voy a dar una identidad, una dignidad, y serás mi chófer”. Hace diez años que es mi chófer, es padre de familia, está casado y tiene dos hijos.
He venido a dar testimonio de que el amor siempre triunfa. No hay nada que pueda impedir que amemos. Recuperemos nuestra identidad de hijos de Dios y triunfará la alegría en todo el mundo. Porque los hay que mueren por exceso de comida mientras otros mueren por falta de alimento. Lo que mata a algunos podría salvar a otros.