A finales de los años cuarenta del siglo pasado el psicólogo Muzafer Sherif, consiguió fabricar una guerra. Lo siniestro del asunto es que tampoco le costó demasiado conseguirlo.
Sherif se llevó de campamento de verano a un grupo de niños entre once y doce años. Estos chavales no se conocían entre ellos, no eran especialmente problemáticos y no existían diferencias significativas entre ellos en cuanto a ambientes socioculturales y económicos. Cuando ya habían transcurrido unos días y los niños se conocían entre ellos, Sherif decidió que empezara el espectáculo y dividió a los chavales en dos grupos, los «Águilas» y los «Serpientes».
En cuanto lo hizo, los dos colectivos empezaron a estructurarse. Los chavales se apresuraron a encontrar un papel en su grupo: líder, gracioso, cimentador, protegido…
Cuando los roles ya estaban establecidos, el ladino psicólogo pasó al siguiente nivel del juego: se dedicó a fomentar la competitividad entre ellos.
Para ello, ideó tareas en las que sólo un grupo pudiera alcanzar el éxito: el inevitable partido de fútbol y el viejo juego de tirar de una cuerda servían muy bien para ese fin. Asumiendo el papel de sheriff en este tipo de tareas, el investigador consiguió crear una guerra entre «Águilas» y «Serpientes».
La hostilidad entre los dos grupos fue aumentando y pronto empezaron las peleas y los insultos. El psicólogo había conseguido crear un ambiente bélico tan realista que, en poco tiempo, comenzó la quema de banderas, un ritual simbólico que no falta en las disputas nacionalistas.
Enfrentando a los dos grupos en juegos competitivos, Sherif logró también otro fenómeno clásico de racismo: los miembros de un grupo no hablaban de los miembros del otro como «Águilas» o «Serpientes», sino que inventaron epítetos despectivos. Por último, logró un efecto paradójico que también ocurre en los conflictos de la vida real: cuando el psicólogo favorecía a un determinado grupo injustamente, los miembros del otro no reaccionaban contra el causante de la injusticia, sino contra el otro grupo.
Con métodos sencillos y sin necesidad de patrias, razas ni clases sociales, Muzafer Sherif creó una guerra en la que la excusa eran todas estas cuestiones.
La teoría que intentó plasmar Sherif en su experimento era sencilla, pero importante. Según él, los conflictos surgen cuando dos grupos compiten por algo en lo que sólo uno puede ganar. Si un colectivo siente que, para alcanzar su objetivo, tiene que luchar contra otro, nacerá una guerra.
¿Y qué se necesita, entonces, para que una guerra termine? Según Sherif, que se dé el fenómeno contrario: que los grupos crean que es mejor unirse para alcanzar sus objetivos.
Sherif puso manos a la obra y dio un final feliz a su experimento. Unió a los «Águilas» y los «Serpientes» en actividades en las que tuvieran que cooperar para conseguir una meta. Repararon juntos un camión averiado, hicieron un grupo de trabajo común para suministrar agua al campamento, tendieron un puente desde las dos orillas de un río… Eran trabajos en las que unos necesitaban la cooperación de los otros y esto hizo que se unieran.
Sherif aportó ideas para acabar con la tristeza que siempre producen las guerras, aunque se ganen. El duque de Welington sentenció «Nada, excepto una batalla perdida, puede ser tan melancólico como una batalla ganada».
Al igual que Sherif, éste militar sabía que el camino de la violencia siempre es frustrante.
Porque sólo se puede ser feliz después de alcanzar un objetivo si uno sabe que no ha tenido que dejar muertos por el camino.