Ante una catástrofe que impacta en la opinión pública los políticos de turno toman medidas legislativas que les cubran de la acusación de no hacer nada: lo mismo prohíben los botellines en los aviones que inspeccionan los juzgados en busca de violadores que siguen en la calle sin cumplir las penas.
Muchas veces son dramas sociales permanentes los que les llevan a prometer leyes mesiánicas para erradicar lo que son problemas personales y auténticas enfermedades de nuestra sociedad. Así, en los últimos años hemos conocido leyes contra la violencia de género o sucesivas legislaciones educativas que iban a borrar de un plumazo el asesinato de mujeres a manos de sus parejas o pensaban remediar el tremendo fracaso escolar de la juventud.
Los fracasos sucesivos de unas y otras medidas deben llevarnos a considerar la cuestión de fondo, ¿cómo es que las leyes no son remedio para salvar a la sociedad de estas lacras? Y en esta reflexión puede valernos recordar a san Pablo. El apóstol puso todo su empeño en extender la idea de que la ley no salva y que al hombre sólo le salva el amor. Y esto vale en estas cuestiones tan profundamente humanas que -queramos o no- dependen al final del corazón, de la voluntad… en definitiva de la conciencia personal o de la conciencia colectiva que se llama opinión pública o cultura.
Nuestro tiempo intuye que esto es así, y se oye con frecuencia que es necesario crear una cultura del ahorro energético o una cultura de la tolerancia. Algunos como Mao hablaron de la revolución cultural y hasta del hombre nuevo, pero una y otra vez se ha demostrado que esto sólo se logra con la conversión personal y la apertura a la Gracia. Con el perdón acogido que sana y un radical cambio de vida ¿No es esta bastante razón para que la religión tenga su espacio en la vida pública?