La enfermera que colgaba fotos en la pared

2311

Tenía a su hijo en coma en un hospital desde hacía más de dos meses, como consecuencia de un accidente.

Las posibilidades de recuperación, como suele ocurrir en estos casos, eran inciertas. Yo acompañé a mi amigo varias veces a esos encuentros con el dolor y la impotencia, imposibles de describir. Cada dos o tres días, siempre por la mañana, una enfermera entraba y, después de ocuparse de Antonio, colgaba por las paredes fotos grandes y bonitas: paisajes, rostros sonrientes, planetas, animales… En cierta ocasión preguntó a mi amigo sobre las aficiones de su hijo. Fue entonces cuando comenzó a traer fotografías de windsurf. Así fue pasando el tiempo. De cuando en cuando entraba con nuevas imágenes y las renovaba. Cuando no pude más con la curiosidad me atreví a preguntarle a solas: “¿Puede decirme por qué cuelga esas fotos en la pared? Y con toda naturalidad me respondió: “Hago mi trabajo. Soy enfermera de esta planta y me ocupo de que los pacientes estén lo mejor posible. Quiero asegurarme de que cuando despierte Antonio pueda ver a su alrededor cosas que le gusten”.

No me dijo que su trabajo fuera traer bandejas, cambiar goteros, vigilar la medicación o vaciar cuñas, como me podrán haber respondido muchos de sus compañeros. Para aquella enfermera –nunca supe su nombre, pero nunca se me olvidó su lección– su trabajo consistía en velar por la salud de los enfermos y hacerles agradable su vida. Quizá tuviera un trabajo como muchos otros, pero lo cierto es que había sabido convertirlo en una actividad trascendente y con sentido, que, sin duda, no solo hacía a muchos pacientes más llevadera su situación sino que la estimulaba a ella misma por dentro. La enfermera tenía un trabajo, sí, pero sobre todo tenía una vocación. ¿Qué significado le da una persona a su trabajo en el conjunto de su vida? En unos momentos difíciles, en los que para la mayoría no es previsible un aumento de sueldo sino más bien menos retribución a cambio de más trabajo, en unos tiempos de crisis en los que tener trabajo se percibe con mayor nitidez como un privilegio, conviene hacerse esa pregunta: ¿Qué es el trabajo para mí?

Porque si somos capaces de responder adecuadamente, quizá también seamos capaces de encontrar en él algo más que una obligación, un modo de ganar dinero o de ascender, algo más que una pesada carga de la que quejarse o que soportar porque no queda más remedio. El enfoque es radicalmente diferente si nuestra actividad laboral es un mero trabajo, si se entiende como una carrera o si se percibe como una vocación. Lo explicaré.

Trabajo, carrera y vocación

Un trabajo sirve para cobrar un sueldo a fin de mes. No se espera de él otro tipo de compensación que el de un simple medio que permita cubrir los fines del mantenimiento o del ocio. Cuando se deja de percibir una remuneración, el trabajo es abandonado.

Una carrera supone una inversión personal más profunda. Permite conseguir metas a través de la retribución económica, pero también mediante ascensos, cada uno de los cuales aporta más satisfacción, prestigio o poder, además del aumento de sueldo. Cuando se logra llegar a lo más alto, el “corredor” se queda sin destino, y o bien se aliena o bien debe buscar gratificación y sentido a su actividad laboral en otro sitio.

La vocación, por el contrario, es un compromiso apasionado por el trabajo en sí mismo. Las personas con vocación están persuadidas de que con él hacen cosas que valen la pena porque contribuyen al bien general o a algo que trasciende al individuo. Buscan sentido, no solo sueldo. El trabajo resulta así satisfactorio por derecho propio, independientemente del dinero o los ascensos que se puedan conseguir. Muchas empresas sitúan los valores transcendentes en sus eslóganes: “Movemos el mundo” (Toyota), “Juntos hacemos la vida mejor” (Philips), “Conectando a la gente” (Nokia).

¿Qué sentido tiene para usted su actividad laboral? Cualquier trabajo puede convertirse en una vocación y cualquier vocación en un simple trabajo. Un médico que considere su tarea como un simple trabajo y que solo le interese ganar un buen sueldo no tiene vocación, mientras que un basurero que considere que su trabajo consiste en hacer de su ciudad un lugar más limpio y saludable podría tener una vocación gratificante.

La vocación exige la prestación de un servicio en pos de un bien común más elevado: coleccionar monedas puede ser muy interesante y hacer deporte algo saludable, pero no son una vocación, por más que uno pueda estar fervientemente comprometido con esas tareas.

Si uno encuentra la manera de emplear con frecuencia en su actividad laboral aquellas cualidades y fortalezas en las que más destaca y, además, es capaz de orientarlas al servicio del interés general, convierte el trabajo en vocación. Entonces, el trabajo –sea este cual sea– pasa de ser una tarea ingrata a convertirse en una actividad gratificante y con sentido, con el que se disfruta porque cobra relieve, es decir, un significado valioso. Surge el apasionamiento: “Me enamoré de IBM”, dijo su presidente, Lou Gerstner.

El águila que se conformó con ser gallina

Cuentan de un águila que creció cautiva en un gallinero. Se acostumbró a alimentarse como las gallinas y a no ver más allá de la cerca del corral. Cuando veía a otras águilas que volaban majestuosas por encima de la granja, no sospechaba que ella estaba igualmente destinada a volar alto y se conformaba con seguir escarbando en el suelo del gallinero en busca de gusanos. En ocasiones somos así, como gallinas, incapaces de emprender el vuelo porque no vemos en nuestro trabajo más que una obligación ingrata que sí, nos permite sobrevivir, pero que no nos estimula.

Dotar al trabajo de sentido ayuda a trabajar mejor: a poner orden, atención y perseverancia. A cuidar los detalles, a no conformarse con las chapuzas, a esforzarse por lograr un alto índice de calidad, lo que supone aspirar a un grado de errores tendiente a cero. Recientemente, en San Francisco, me he quedado pasmado de la profesionalidad con la que trabajaba casi todo el mundo con el que tropecé. Daba igual que fuera un conserje de hotel, un dependiente de una tienda o un profesor universitario. Todos parecían disfrutar: sonreían, eran serviciales, amables, daba gusto estar a su lado. Volví con unas cuantas lecciones prácticas de cómo se vende. Estoy seguro de que aquellos californianos tienen problemas y días malos, pero lo disimulan de maravilla. Daba la impresión de que se tomaran su trabajo muy en serio, como si fuera una vocación con la que disfrutaran.

Creatividad, trabajo en equipo y honradez

Por otra parte, es mucho más fácil ser creativo en el trabajo cuando este se ha convertido en una vocación. La psicología ha explicado con rotundidad que solucionar problemas de forma innovadora exige “estado de flujo”. Mihaly Csikxzentmihalyi ha definido el concepto de flujo como una situación en la que la persona se encuentra completamente absorta en una actividad para su propio placer y disfrute, durante la cual el tiempo vuela y las acciones, pensamientos y movimientos se suceden unas a otras sin pausa. Todo el ser está envuelto en esta actividad, y la persona utiliza sus destrezas y habilidades llevándolas hasta el extremo. Aunque no hay que esperar entrar en estado de flujo cada mañana, cuando el sujeto lo logra se encuentra completamente absorto por una actividad durante la cual pierde la noción del tiempo y experimenta una enorme satisfacción. Los artistas saben mucho de esto, pero también los ingenieros, los investigadores, los que preparan un evento, quienes cocinan… Todos, con tal de que se enfrasquen con ánimo resolutivo en una tarea que exija poner alma, corazón, vida y creatividad.

Es más fácil ser colaborativo y trabajar en equipo cuando uno vive el trabajo como una vocación. En esos casos, la diversidad aporta sensibilidades nuevas y complementa, enriqueciendo los propios puntos de vista. Cuatro ojos ven más que dos. Si, por el contrario, la actividad laboral es simplemente un trabajo, los otros, como ya explicó Camus, pueden convertirse en un infierno.

Desempeñar el trabajo con honradez tiene también mucho que ver con entenderlo como vocación que sobrepasa los ámbitos de la tarea, sea esta cual sea. Si detrás de nuestra actividad laboral uno es capaz de ver el bien común, ya no todo vale. El horizonte de la tarea se ensancha y las metas cortas se colocan en función de objetivos más grandes; se descubren cosas que realmente valen la pena y se aspira a lograrlas sin subterfugios, con juego limpio, sin medrar, con respeto, con la conciencia tranquila y las noches plácidas.

Es más fácil sonreír en plena crisis si nuestro trabajo es un servicio orientado a que la vida de los demás sea más agradable. Y lo mejor de todo aparece entonces en forma de maravillosa paradoja: la satisfacción personal aumenta y, con ella, la felicidad. Bien vistas las cosas, tampoco resulta tan sorprendente: la actividad laboral entendida como vocación hace que el individuo se sienta más útil y que, como consecuencia de ello, perciba que su vida tiene un sentido más grande: se siente más realizado, más satisfecho consigo mismo en una tarea bien hecha, significativa y valiosa. Entonces se entiende por qué colgar una simples fotos en la pared del paciente resulta no ya un gesto bobalicón, sino un acto cargado de valor y significado: algo decisivo.