Un día en Alepo

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Los hermanos maristas cuentan la experiencia de dolor, miedo y solidaridad en medio de la guerra siria.

Son las 23 horas de un día de julio de 2012. Aquí en Alepo, durante el día ha hecho más de 40 grados. A lo lejos, oigo los disparos. Estoy en mi habitación, en la comunidad. Los hermanos Georges Hakim y Bahjat Azrie, también están en comunidad. De hecho, hemos vuelto juntos hacia las 21 horas después de una jornada inolvidable para los “Maristas Azules”.

Alepo, nuestra ciudad y segunda ciudad del país, capital económica, gran centro de comercio y de artesanado, está muriendo. Está asfixiada desde hace más de una semana. La guerra se está extendiendo por los barrios. La gente huye, se refugia, vagan, se instalan en la calle, en los jardines públicos, en las escuelas, por todas partes. Los habitantes reciben a sus parientes, las casas están abiertas. Falta el pan, falta la electricidad, la gasolina, falta la leche, faltan las medicinas, lo único que no falta es el fantasma de la guerra. Merodea, está por todas partes. Se siente un olor nauseabundo por las calles…

La ciudad está circundada por todos lados. Uno corre el riesgo de ser capturado y matado. La gente tiene miedo… Un miedo que deprime, que paraliza, que mata. Y entonces, nos hemos planteado la pregunta: ¿qué hacemos? ¿Escapar como ya lo han hecho tantas familias? ¿Quedarnos paralizados en nuestro lugar? ¿Actuar? ¿Qué hacer?

En un primer momento, hemos optado por continuar todas nuestras actividades. Hemos lanzado proyectos de colonias de vacaciones, de actividades educativas… Pero muy lentamente, nos hemos dado cuenta que el peligro era enorme, y que teníamos que detenernos. Ésta fue la decisión del martes pasado: “Detengamos nuestras actividades”. Pero detener nuestras actividades no quiere decir absolutamente detener nuestra misión, es más bien buscar juntos, laicos y hermanos, qué respuesta dar a las urgencias. La llamada del último Capítulo general nos empujaba a salir hacia las personas desplazadas. En el barrio de Jabal el Saydeh, donde trabajamos desde hace más de 25 años junto a los más pobres, hemos encontrado gente todavía más pobre… ¡Los desplazados!

Hemos corrido hacia ellos, hacia los niños, hacia las mujeres y los hombres… Los jóvenes han respondido generosamente. Y es allí donde hemos pasado nuestra primera jornada. Nos acogieron, los niños salieron de los agujeros en los que se habían escondido. Eran una multitud, una masa… Una pelota los entretuvo. Jugaron, bailaron, cantaron. Cada uno de ellos es una historia, una historia sagrada que se nos revelaba. Una pequeña que comparte su dolor de ser huérfana… Un niño que ofrece desde el primer instante un lápiz a un animador, « Habaytak », exclama, te he amado. Una niña se transformará lentamente gracias a una mano que no la ha abandonado. Ella se atreve a quitar las manos que tapaban sus oídos. Juega a la cuerda, sonríe. El «cheikh» (Imam), viene para agradecernos. Alguien pregunta, «¿sois cristianos?». Un anciano se me acerca para abrazarme y decirme «Choukran». Yo no lo conozco, no sé su nombre, no sé porqué me agradeció, pero hizo este gesto y un pacto de amor y de confianza se firmó en ese momento… Las señoras escuchan a las mujeres. ¡Qué dignidad! No se quejan. Se agradece a «Allah». Pero ¡qué Evangelio viviente que estamos viviendo!

Se nos plantea a menudo una pregunta: “¿pensáis partir? ¿Volveréis?” Y se establece la confianza. Los niños nos acompañan al mediodía, cuando nos vamos. Ellos cantan alrededor nuestro como diciéndonos “¡quedaos, os queremos mucho”! Y a las 17 horas cuando volvemos, ya están allí, la fiesta recomienza, el baile, los juegos, la sonrisa, la felicidad. Pero las necesidades nos acosan. Las necesidades más básicas.

En este mes de Ramadán, mes del ayuno para nuestros hermanos musulmanes, las necesidades son enormes: pediatra, médico, medicinas, leche, pañales, compresas higiénicas, jabón, detergente, colchones, vestidos, alimentos. Están repartidos en dos escuelas, 900 personas amontonadas. Y el flujo de gente sigue aumentando. Numerosas familias (2000 personas) están instaladas en un parque público. Sufren el calor pero no quieren ser alojados. Quizás, sueñan con despertarse una mañana para volver a su casa… y sin embargo, este sueño parece hoy muy lejano, sin ninguna esperanza de realizarse en lo inmediato, si es que todavía existe un lugar donde estar “en casa”.

Y esta gente es una gota en un mar de desplazados, de personas sin hogar, abandonadas. Pero para nosotros son nombres: Zeinab, Moustapha, Ali… Son un rostro, son una historia, una mirada, un poema. Por ellos y a causa de ellos, nosotros arriesgamos. Sí, nosotros arriesgamos nuestras vidas. Algunos jóvenes no cuentan con el apoyo de sus padres. ¡Algunos voluntarios han organizado su hogar para realizar un gesto arriesgado!

Todos, sabemos el gran riesgo que es trabajar cuando las armas no callan. Pero la sola sonrisa de un niño ¿no es suficiente para hacer caer todos nuestros temores?