Coltán, electrónica, explotación y sangre

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Hombres, mujeres y niños en régimen de esclavitud excavaban con sus propias manos o con herramientas precarias el mineral, hasta a 300 metros bajo tierra, en jornadas extenuantes, sin medidas de seguridad y con salarios que no alcanzaban un dólar al día; en medio del fuego cruzado de las milicias, y del beneficio de las transnacionales de la electrónica. Las empresas transnacionales quieren «lavar sus manos»

El coltán es un mineral óxido que toma su nombre de la contracción de otros dos minerales que lo integran: la columbita y la tantalita. No es un mineral en sí mismo ni tampoco una aleación. Es una solución sólida y cristalina, de color azuloso, que se forma por la fusión de óxido de niobio, hierro y manganeso, por un lado; y óxido de tantalio, hierro y manganeso por otro.

Esta combinación natural desarrolla propiedades únicas: superconductividad, carácter ultrarrefractario que soporta temperaturas muy elevadas, alta resistencia a la corrosión y otras alteraciones propias de los minerales, y una singular capacidad de almacenar temporalmente cargas eléctricas y liberarlas cuando es necesario.

Sobra decir que esta providencial fusión se ha convertido en un elemento fundamental y codiciado para el desarrollo de nuevas tecnologías. Presente sobre todo en condensadores, su uso se extiende por la telefonía móvil, la fabricación de computadoras, la elaboración de videojuegos y todo tipo de nuevas aplicaciones; la industria aeroespacial, bélica y atómica; y hasta la medicina (implantes).

Pero este magnífico don de la naturaleza es escaso y todavía no existen suficientes estudios mineralógicos y geoquímicos que permitan conocer su certera ubicación en la tierra. Por lo pronto, Australia, Canadá y Tailandia comparten un 5% de la producción, y Brasil ostenta aproximadamente el 10%. Colombia y Venezuela han anunciado el descubrimiento de algunas reservas en la región amazónica y, antes de morir, Hugo Chávez incluso habló de un potencial de 100 mil millones de dólares del llamado “oro azul”.

La mayor parte de las reservas conocidas, empero, se ubica en el corazón de África y, muy concretamente, en la República Democrática del Congo (RDC), que detenta el 80% de la producción mundial. Esta riqueza que, correctamente explotada, podría sacar rápidamente de su proverbial pobreza a los congoleños y a sus vecinos de Uganda y Ruanda, se ha convertido por el contrario en una pesadilla de guerra, explotación laboral y daño ambiental.

La primera gran alerta pública la dio un periodista Ramón Lobo, en su reportaje titulado “La fiebre del coltán” (El País/02-09-2001), en el que daba cuenta de cómo en la región minera de los Kivus hombres, mujeres y niños en régimen de semiesclavitud excavaban con sus propias manos o con herramientas precarias el mineral, hasta a 300 metros bajo tierra, en jornadas extenuantes, sin medidas de seguridad y con salarios que no alcanzaban un dólar al día.

Para entonces todavía estaba en curso la llamada Segunda Guerra del Congo, que entre 1998 y 2003 costó la vida a alrededor de 5 millones de personas. Luego vinieron reportes especializados de organismos prestigiosos como International Alert y The Pole Institute. Finalmente el problema llegó hasta el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

En 2002 la ONU documentó la conexión directa entre la guerra y la región de los Kivus. En un informe demoledor, exhibió la intrincada red de intereses creados para saquear la zona, y repartió por igual la responsabilidad entre unas autoridades congoleñas corruptas y ávidas de dólares; los gobiernos de Ruanda y Uganda que “exportaban” el material sin aranceles ni permisos; y 114 empresas multinacionales –alemanas, belgas, británicas, chinas, estadunidenses, francesas, etc.– que resultaban las beneficiarias últimas de esta cadena de expoliación ilegal.

“El Estado no controla las minas. La mayoría son gestionadas por milicias apoyadas por empresarios bien conectados en Ruanda”, dijo el diputado federal opositor Thomas Luhaka. Empresarios rivales y grupos armados en pugna se apropian de licencias expedidas por autoridades de todos los niveles de gobierno –obtenidas casi siempre mediante amenazas y corruptelas– y luego las esgrimen para exigir sus derechos. El problema es que siempre hay varios con derechos sobre el mismo lugar.

Rusiñol pudo constatar que el saqueo generalizado continuaba: el mineral seguía siendo extraído de manera abusiva e ilegal y cruzaba de inmediato la frontera sin permisos ni pagos. “El material robado primero llega a Ruanda. Después da un largo paseo para borrar las huellas de sociedades con nombres diferentes que nacen y mueren a velocidad pasmosa. Y finalmente llega a los países occidentales y a China”, reportó.

Pero también en la capital congoleña todos saben dónde y quiénes compran y venden no sólo coltán, sino otros minerales como la casiterita y la wolframita (de la cual se obtiene tungsteno), y por supuesto también oro y diamantes. Propiedades amuralladas y con cercas electrificadas muestran un movimiento febril de automóviles de lujo y vehículos todoterreno, mientras guardias armados impiden el paso a cualquier intruso. Ninguna exhibe un nombre comercial. Tras el informe de la ONU desparecieron todos los rótulos.

Los años van pasando y todo sigue igual, con el agravante de que estudios recientes han relacionado la explotación artesanal del coltán con graves daños a la salud de los trabajadores, ya de sí sobreexplotados, debido a la presencia en las minas de elementos asociados como el uranio, el torio o el radio, que requieren ser sorteados para su extracción o inclusive están presentes en la estructura cristalina de la columbita y la tantalita.

También se han documentado gravísimas repercusiones en los mantos freáticos (acuíferos), en las tierras de cultivo y en un sinnúmero de especies protegidas de la fauna local, como los gorilas y los elefantes. Pese a ello, los estudios científicos sobre el coltán –nombre que la ciencia ni siquiera reconoce como tal– son mínimos, pese a que podrían constituir una herramienta útil para ayudar a identificar los yacimientos geológicos de procedencia y, por lo tanto, su tráfico ilegal.

“Nadie, ni aquí ni en el extranjero, tiene voluntad real para acabar con esto. Todos sabemos lo que pasa, pero la guerra, el saqueo y la miseria siguen”, se quejan activistas locales de derechos humanos que sistemáticamente se niegan a dar su nombre, porque en la región de los Kivus denunciar y ser identificado equivale a una sentencia de muerte.

Denominados por los medios como “minerales de sangre” –como en su momento se hizo con los diamantes– el coltán, la casiterita y la wolframita no sólo han estado presentes en textos periodísticos e informes de la ONU, sino también en las redes sociales, donde activistas principalmente de Europa y Estados Unidos recuerdan a los usuarios que sus celulares, computadoras, tabletas y demás implementos electrónicos son literalmente producto del sudor y la sangre.

Sometidos crecientemente a la presión social, tanto las autoridades congoleñas como algunos actores internacionales han intentado en últimas fechas mejorar de algún modo la situación, aunque con “escasos y discutibles resultados”, según asentó el último informe de la ONU. Entre mediados de 2010 y 2011, por ejemplo, el gobierno congoleño prohibió la minería en los Kivus con el fin de desmilitarizar las minas. Sin embargo, el resultado fue que muchos mineros perdieron su única fuente de ingresos y muchos comercios legales pasaron al mercado negro.

Para complicar aún más la situación de los trabajadores de las minas, el uso del tantalio en los condensadores electrolíticos ha empezado a descender debido a que muchas de sus características han sido igualadas o superadas por tecnologías más baratas, como los condensadores cerámicos o los sólidos de aluminio. También el estaño que se extrae de la casiterita, empieza a ser más rentable que el tantalio que proviene del coltán.

Lavando la cara de las empresas

No obstante, a principios de 2012 una coalición internacional de la industria electrónica, encabezada por empresas como Apple, Hewlet Packard, Philips y Sony, anunció que a partir de abril de ese año dejaría de comprar materiales que no pudieran acreditar que estaban limpios de “minerales de sangre” congoleños.

Según reveló la ONU, los intermediarios se apresuraron a sacar su reservas de la RDC, antes de la fecha límite.

La tendencia continuó y, a fines del año pasado, las autoridades bursátiles de Estados Unidos aprobaron dentro de la ley financiera Dodd-Frank una norma que exige a las compañías estadunidenses informar sobre el uso de materiales como el tántalo, el estaño, el oro y el tungsteno provenientes de las minas de la RDC y sus países vecinos.

Las empresas deberán informar en sus páginas web y a la Comisión de Valores si la fabricación de sus productos incluye el uso de los llamados “minerales de sangre o de guerra”. El primer informe deberá ser presentado en mayo de 2014 y cubrirá todos los movimientos del ejercicio fiscal de 2013.

Su aplicación empero no será fácil. Según el grupo Ars Technica, por ejemplo, el ente estadunidense de regulación bursátil carece de autoridad para sancionar a las empresas que adquieran materiales procedentes de zonas de guerra. Los lobbies del ramo que se opusieron desde el principio a esta normativa siguen presionando, y la Cámara de Comercio de Estados Unidos amenazó con presentar una demanda, porque el costo de controlar toda la cadena de suministros resulta demasiado alto para las empresas.

Microsoft, Motorola y General Motors se desmarcaron de esta demanda y buscarán autorregularse como otras compañías electrónicas ya antes mencionadas. No se sabe que postura tomará Nintendo, calificada por el Enough Project como la “peor de todas” en materia de adquisición de partes electrónicas de procedencia dudosa.

Mientras, en medio de un precario proceso de pacificación, en la República Democrática del Congo siguen los enfrentamientos. Apenas el pasado 22 de agosto el ejército gubernamental lanzó una ofensiva contra el rebelde grupo M23 para recuperar el control de la zona minera de Kivu del Norte. Como siempre, los trabajadores de las minas y la población civil quedaron atrapados en el fuego cruzado.

Autor: Lucía Luna