Carta abierta a los cristianos que se adhieren al “pacto nacional por el derecho a decidir”

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Dice un politicólogo francés que la centralidad política está donde está la gente. En Cataluña está ocupada por el derecho a decidir. Y está voluntad mayoritaria ha cristalizado en diferentes instituciones que recorren todo el territorio catalán, confluyendo en el llamado «Pacto Nacional por el Derecho a Decidir».

Una adhesión significativa a este Pacto es la de “Cristianos por el Derecho a Decidir”, conformada por más de 50 asociaciones cristianas.

El proceso socio-político que ha transportado “el derecho a decidir si quieren o no separarse” hasta su actual hegemonía política, se ha realizado desvinculado sistemáticamente de un diálogo verdadero, sobretodo en términos morales. Nadie dudaría que una “consulta a los catalanes” para conocer si los catalanes quieren lanzar bombas sobre la ciudad de Valencia sería una consulta antidemocrática e inmoral, por muy “consulta” que fuera. La dimensión política es inseparable de la dimensión moral.

El Magisterio de la Iglesia ofrece elementos de juicio que cuestionan la senda que recorre en estos momentos una parte importante del pueblo catalán. El Magisterio, no niega el derecho de secesión, pero lo condiciona, ofreciendo pautas de discernimiento que están siendo silenciadas o ignoradas en Cataluña:

  • El grado de opresión, la naturaleza de los agravios y el grado de democratización de las estructuras políticas en las que está inserto el pueblo.

  • El patrimonio común creado durante siglos o tiempos de historia y convivencia común.

  • Las ventajas y consecuencias que supone la creación de un nuevo Estado, para los que se quieren independizar y para quienes son amputados. Todo ello desde el Bien Común.

En Cataluña, ninguna de estas tres cuestiones señaladas, han sido tratadas como requiere el derecho de todas las naciones. Las cuestiones a tratar que propone el Magisterio son de sentido común, pero han sido silenciadas. En el seno de la sociedad catalana ha irrumpido un obstinado y sutil monocultivo soberanista, sin diálogo verdadero. Y el resultado es que hoy en Cataluña la centralidad política esté ocupada por el “derecho a decidir si quieren o no separarse”, cuya legitimidad moral y democrática a penas nadie cuestiona

La simple alusión al Bien Común del tercero de los apartados, pone al descubierto la deriva histórica del separatismo catalanista que ha situado Ítaca en el seno de la Unión Europea. ¿Cómo trata la UE a los inmigrantes? ¿Permite la UE el comercio de armas? ¿Combate la UE la economía criminal y mafiosa? ¿Se opone la UE a las multinaciones que exprimen a los niños esclavos? ¿Es cómplice del aborto planificado? ¿Está comprometida la UE en la búsqueda del Bien Común? ¿Bien Común o Barbarie?

En Cataluña, la centralidad política no la ocupa el Bien Común. Y esto es lo que debiera preocuparnos a los cristianos. De todo ello tampoco se ha dialogado lo suficiente. Lo real se confunde con lo aparente y superfluo, deteriorándose las raíces culturales; hay un debilitamiento del sentido del pecado social y una oposición a las normas morales objetivas.

En el manifiesto de adhesión se exponen tres razones a esta “compleja y delicada cuestión”. Primeramente, afirman que la voluntad de la mayoría no se puede ignorar, ni juzgarla e inhabilitarla por inmadura y manipulada. Respetar la voluntad que exprese un pueblo, es para los firmantes un principio ético. Pero la verdad, es que la voluntad de la mayoría no es un criterio ético absoluto.

Dos siglos atrás, el Magisterio Pontificio ya se opuso al “querer del pueblo” como criterio de verdad. En 1.789, durante la Revolución Francesa, el pueblo transfirió la soberanía del Rey al Estado y éste adquirió su carácter soberano, aunque la “voluntad del pueblo”, por lo que luchó hasta la muerte, era otra. La sola voluntad de las mayorías no es garante de Justicia ni Verdad, postula el Magisterio.

En segundo lugar, se amparan en una interpretación parcial del Magisterio de la Iglesia: “los pueblos y naciones… tienen el derecho a existir, a desarrollarse, a mantener la propia identidad, lengua y cultura, a autogobernarse, a ser considerados sujeto político, a ser protagonistas de su historia y su destino y, por tanto, en ciertas condiciones que hay que juzgar caso por caso, derecho a constituirse en Estado independiente”.

San Juan Pablo II, el gran defensor del derecho de las naciones como un principio configurador de la paz internacional, es y debería ser una gran referencia, como mínimo para quienes nos reconocemos cristianos. Juan Pablo en la UNESCO (1.980) decía:

“Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad. El derecho de cada nación a fundamentar su cultura y su porvenir no es el eco de ningún nacionalismo, sino que se trata de un elemento estable de la experiencia humana”.

Velen, con todos los medios a su alcance, por esta soberanía fundamental que posee cada nación en virtud de su propia cultura. ¡Protéjanla! como la niña de sus ojos. No permitan que esa soberanía fundamental – la cultural – se convierta en presa de cualquier interés político o económico”

Para Juan Pablo II, la nación la conforman unos indicadores culturales (memoria histórica, lengua y una actitud ante la vida y el misterio de Dios), que conforman la soberanía cultural y son el alma y el espíritu de los pueblos.

Por ello, en el orden internacional hay que preservar la identidad de cada pueblo. El Magisterio fundamenta en el hombre este derecho de los pueblos: es un fundamento antropológico, precisamente para evitar que el nacionalismo pueda extenderse al margen y separadamente de la persona, como sucede en el estado hobbesiano, en las monarquías absolutas y en los totalitarismos.

Para el Magisterio, el hombre, sujeto, fin de las realidades temporales, es el sujeto de la nación y el fundamento antropológico de los derechos de las naciones, que son los derechos humanos. Este es el núcleo central para la promulgación de la Declaración de las Naciones y desde el cual se articula el Magisterio en la denominada cuestión nacional.

El concepto de nación no se reduce el concepto de nación política, ni a la nación cultural. Por lo tanto, el derecho de las naciones como expresión de la soberanía cultural no tiene porqué implicar el derecho de autodeterminación, expresado como independencia o secesión. Ni la paz internacional ni el derecho fundamental a la existencia de las naciones exigen necesariamente una soberanía estatal.

Esta identificación entre cultura, identidad, nación y estado ya fue denunciada por Hannah Arendt, como una vía de acceso al totalitarismo. Hay que evitar que la nación, la comunidad nacional, la vida nacional o la identidad nacional se conviertan en objeto del Estado y de las ideologías políticas.

Y la tercera línea argumental de los adherentes, se apoya en el “sentimiento de maltrato” que tienen los catalanes en su encaje con España. Atribuirse el rol de intérprete, del sentimiento de los que vivimos en Cataluña, revelando un “sentimiento de maltrato”, no es solo una grave ofensa a todos los pueblos de España y a quienes les reconocemos su enriquecedora aportación al pueblo catalán, sino un triste balance que únicamente puede formularse desde la ignorancia de la historia protagonizada por hombres y mujeres que lucharon por la justicia y la paz en la misma Cataluña que algunos ahora quieren “separar”.

Autor: Marcel Ferralla.