Por Carla Fibla García-Sala
La OIM alerta sobre 40 lugares del país donde se subastan seres humanos.
Un reportaje en televisión ha destapado una infamia ante la que Occidente mantiene un silencio sospechoso: la compraventa de personas en Libia, el penúltimo peldaño del camino que miles de personas migrantes inician en África subsahariana y pretenden culminar en Europa.
La ruta de la inmigración que parte de países subsaharianos como Malí, Niger, Nigeria o Senegal siempre ha comprendido riesgos. Las personas que un día, a menudo en familia, deciden probar suerte e intentar alcanzar una vida digna que, con el tiempo, puedan hacer extensible a sus seres queridos a través de la reagrupación familiar o enviando dinero, son completamente conscientes de que el camino será arduo, de que estarán solos y que su supervivencia dependerá del azar. La mayoría de las personas que emprende el viaje son creyentes y están convencidos de que, en los momentos más complejos del camino, encontrarán consuelo y refugio donde guarecerse, creen que algo les guiará o les advertirá en las decisiones importantes.
Todos salen de sus casas convencidos de que la experiencia será muy dura, que dependerán de su capacidad de resistencia, empeño y golpes de suerte para toparse con las escasas personas sensibles a su situación de desesperación que, en un momento dado, puedan echarles una mano. La realidad es que esa figura aparece más en el imaginario deseado que en la realidad. Y la mayoría se enfrenta con resignación a la dureza física y mental del camino, a los obstáculos, a los inevitables retrocesos en la travesía, y a las esperas eternas a las que son sometidos sin recibir ninguna explicación.
Y la mayoría se enfrenta con resignación a la dureza física y mental del camino, a los obstáculos, a los inevitables retrocesos en la travesía, y a las esperas eternas a las que son sometidos sin recibir ninguna explicación.
Las personas, hombres, mujeres y menores, que emprenden la ruta sur-norte, desde África subsahariana, saben que están expuestos, que carecerán de margen de maniobra para negarse a ciertas situaciones, que serán sometidos a vejaciones inhumanas, pero el grado de barbarie que se ha alcanzado durante los últimos meses en el penúltimo tramo antes de alcanzar el sur de Europa, en Libia, es aberrante.
Marruecos, Argelia, Mauritania, Túnez y Libia, los países de tránsito migratorio de la región del Magreb, de los que también parten personas autóctonas –porque las condiciones de vida son a su vez complejas y a menudo miserables para muchas de ellas– son lugares inhóspitos para las personas migrantes del sur de África. Deben permanecer escondidos porque el color de su piel les delata, sobrevivir en guetos mientras esperan pacientes a que llegue su momento.
De Schengen a la CNN
El origen de la extrema situación en la que se encuentran estas personas en tránsito por el Magreb está en la mezcla entre la aplicación de los Acuerdos de Shengen (entraron en vigor en 1995), con los que la Unión Europea (UE) consolida sus fronteras externas permitiendo el tránsito en su interior, la permanente explotación de recursos naturales y el apoyo a regímenes dictatoriales y corruptos. Desde el momento en el que la UE convierte a Marruecos –como más tarde haría con Turquía para frenar la llegada de refugiados de Siria a las islas griegas–, o en la actualidad a Libia, en los gendarmes de Europa, creando una falsa frontera más allá del Mediterráneo, la situación para las personas que intentan llegar a Europa se agrava.
Llevan meses, a menudo años, embarcados en el viaje, por el que desembolsan una media de 4.000 euros (que salen de los ahorros de la familia, la venta de propiedades…) y no pueden darse la vuelta y regresar. Si las dificultades aumentan, ellos y ellas deberán asumirlas hasta la muerte, ese es el destino que asumen.
El 16 de abril de 2017 la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) alertó sobre la «venta de refugiados como esclavos en Libia», de la existencia de mercados de esclavos en los que eran vendidos por entre 200 y 400 dólares tras ser expuestos.
Una práctica en la que personas con los tobillos y la manos atadas, a veces colgadas por los pies desde los barrotes de una ventana, siguió reproduciéndose, hasta que seis meses después, el 14 de noviembre, la cadena estadounidense CNN emitió un reportaje con imágenes grabadas en agosto en el norte de Libia, en las que la reportera era testigo del aumento de la cantidad por la que los traficantes estaban vendiendo a seres humanos.
«Lo que nos preocupa es que los migrantes son vendidos. Vender seres humanos se ha convertido en una tendencia entre traficantes a medida que las redes de las mafias se refuerzan cada vez más en Libia», explicó durante esos días Osman Belbesi, jefe de la misión de la OIM en el país magrebí.
La respuesta de Europa lleva décadas siendo la misma. La incapacidad para solventar el problema, para ayudar a los que se encuentran en una situación de desesperación tan extrema que son capaces de lanzarse al vacío de lo que les depare el destino, con un elevado grado de posibilidades de que todo salga mal. Por eso, en la Cumbre de La Valeta, celebrada en Malta el 3 de febrero de 2017, los 29 estados de la UE decidieron asignar 130,8 millones de euros a Libia para «atajar el flujo migratorio del Mediterráneo central».
La declaración de Malta incluye redoblar la presencia de guardacostas libios en el Mediterráneo para que los rescates no sean realizados por efectivos europeos. Libia forma parte desde 2013 de la red europea Seahorse, en la que también participan España, Francia, Italia, Malta, Portugal, Chipre y Grecia; y a la que en 2014 se unieron Argelia, Túnez y Egipto. Se ha anunciado cómo se abortará la llegada de embarcaciones al sur de Europa, pero no ha trascendido el detalle de lo que se pretende implementar en territorio libio para resolver la extrema situación de desprotección en la que se encuentran miles de personas de origen subsahariano.
Tras la caída de Gadafi
Los expertos analizan, desde el derrocamiento de Muhamar El Gadafi, la deriva en la que está Libia, un Estado fallido en el que tres facciones se disputan el poder, donde no existe un Gobierno estable, y la UE solo reconoce al Consejo Nacional de la Transición; donde al auge del yihadismo y el vínculo de los clanes tribales del sur con los traficantes de personas está demostrado. De hecho, la propia UE reconoce que 1,3 millones de personas están «en situación de emergencia humanitaria en Libia».
Pero el impacto de las imágenes reveladas por la CNN –los cuerpos amontonados en las habitaciones en las que son recluidas las personas atrapadas en el último tramo antes de alcanzar Europa–, la prueba de que existe una «normalización» no solo del trato vejatorio hacia los que han cometido el delito de creer en una vida mejor, sino de la realidad de que sus vidas no valen casi nada, y lo que es peor, de que se puede comercializar con ellas como si fueran un producto del mercado, solo ha provocado indignación. No hay medidas concretas y urgentes que estén atajando que sean secuestrados y vendidos incluso por los conductores de los camiones en los que son transportados, para realizar trabajos forzosos en talleres y viviendas, o empleados como jornaleros sin recibir una remuneración. El precio oscila entre los 200 y los 500 dólares (entre 171 y 429 euros, aproximadamente) y se paga más por los sanos, por las mujeres guapas y por quien tenga formación u oficio previos, como albañiles, pintores, granjeros, recolectores o carpinteros.
En 2015 los países de la UE se comprometieron a reubicar en un plazo de dos años a 180.000 personas que habían quedado varadas en Italia y Grecia. En 2017, únicamente el 7 por ciento de ellos ha sido atendido. Un esfuerzo mínimo mientras que en 2016 más de 5.000 personas morían en el Mediterráneo, y otras casi 200.000 personas llegaban a Europa a través del Mediterráneo central. Según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), hasta primeros de diciembre habían perecido en 2017 más de 3.000 personas en lo que ya se denomina el cementerio más grande del mundo.
La OIM asegura que en 2017 casi 1.000 solicitantes de asilo y refugio han sido liberados en Libia. Aunque, como explicaba William Lacy Swing recientemente al Consejo de Seguridad de la ONU, «cerca de 400.000 personas están atrapadas en Libia, tratando de hacerse a la mar. De ellas, apenas 15.000 están en unos 30 centros pseudoficiales, que en muchos casos no cumplen ni con las condiciones básicas de higiene. Los que están fuera de esos muros, muchos miles, son los que se exponen a la esclavitud y la violencia».
Una década perdida
Uno de los aspectos más frustrantes de la situación es que parece que la última década ha transcurrido en balde. En 2008 los entonces dirigentes de Italia y Libia, Berlusconi y Gadafi firmaban un acuerdo en el que Italia se comprometía a «dar apoyo y financiación a programas de desarrollo para las regiones afectadas por la inmigración ilegal», con inversiones en sectores que iban desde las infraestructuras a los transportes, y se otorgó «soporte técnico y tecnológico» a la Guardia Costera libia y a los departamentos del Ministerio de Interior, «encargados de frenar las salidas».
Casi 10 años después, las políticas centradas en medidas de defensa del territorio, seguridad y desarrollo únicamente del país de tránsito, han logrado que las personas que siguen buscando una vida digna sean aún más vulnerables.
«Durante los últimos días, he escuchado historias en las que nos trasladan datos horribles que se repiten. Todos ellos confirman el riesgo de ser vendidos como esclavos en garajes y lugares de Sabha, por los propios conductores que les llevan en el ruta migratoria, o por personas locales que les reclutan para trabajos de una día en la ciudad, a menudo para la construcción, y después en lugar de pagarles, los venden a nuevos compradores. Muchas de las víctimas –la mayoría nigerianos, ghaneses y gambianos– han sido forzadas a trabajar para los que les han secuestrado. Les retienen en casas que forman parte del propio mercado», explicó un trabajador de la OIM en Níger.
La compleja situación en Libia hace que las mafias reactiven rutas alternativas. Durante 2017 han vuelto a ocupar las costas de Argelia y Marruecos para embarcar a las personas migrantes y dejarlas a su suerte mirando las estrellas tras indicarles que España está a pocos kilómetros. «Hacía más de 10 años que los inmigrantes no llegaban en desvencijadas embarcaciones de madera, las conocidas popularmente como pateras. Sin embargo, este año se han vuelto a ver, sobre todo con personas de origen magrebí», apuntó una activista de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía después de que Cruz Roja confirmase que en septiembre de 2016 se habían rescatado a más de 11.000 personas del mar (en 2008 esa cifra llegó a las 12.690 personas).
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