‘Los olvidados de Karagandá’ recupera la historia de 152 españoles, pertenecientes tanto al bando republicano como al nacional, que se vieron obligados a convivir en un gulag soviético y a unir sus esfuerzos en busca de un objetivo común: sobrevivir. La visita del presidente del Gobierno español a Kazajistán hace algo más de un año deparó un hecho histórico. Por primera vez, un gobierno de las antiguas Repúblicas Socialistas Soviéticas hizo entrega, a través de su presidente Nursultán Nazarbáyev, de un archivo con los nombres y los datos de los españoles que sufrieron cautiverio, y en algunos casos murieron, en los campos de concentración soviéticos en la 2ª Guerra Mundial. Los españoles internados y muertos en los campos del Gulag en Kazajistán tienen desde 2015 su monumento en la estepa, en la región de Karagandá. A ellos ha sido dedicada una sencilla piedra de mármol con una inscripción en castellano, kazajo y ruso.
En la ciudad de Karaganda, en Kazajistán, estuvo una de las mayores colonias penitenciarias soviéticas entre los años 30 y 1958. Muchos niños nacieron allí y padecieron su horror. Estos son los testimonios de los que sobrevivieron al Gulag, el relato de un infierno al que no escapaban ni los bebés. Por Jean-Marc Gonin
A la edad de la inocencia, en la que la mayoría de los niños viven despreocupados, ellos soportaron el hambre, las enfermedades y la violencia. Ni sus padres ni sus madres estaban ahí cuando la muerte rondaba cerca de ellos. Unos nacieron en los campos, otros fueron enviados de pequeños porque sus padres fueron juzgados como “enemigos del pueblo” o elementos contrarrevolucionarios y otros nacieron de amores clandestinos en el gulag; cuando no fueron el resultado de una violación de una detenida cometida por un guardia en la oscuridad de un barracón. Han pasado más de 50 años desde el final del estalinismo; sin embargo, sus ojos aún se empañan y el llanto los ahoga cuando evocan ese espantoso pasado. Por mucho que hayan rehecho su vida y formado una familia, por mucho que contemplen a sus nietos con amor, nada puede borrar esos horribles recuerdos. Ni siquiera su avanzada edad y los accesos de senilidad que sufren algunos de ellos, como si las privaciones, los golpes y el miedo se hubieran impreso para siempre en su memoria. Viven en Karaganda, una ciudad del noreste de Kazajistán. Aquí, todo es gulag. Todo recuerda los zeks (prisioneros) enviados por Stalin a la estepa. En esta cuenca minera, que desborda de hulla y cobre, donde la Unión Soviética implantó sus mayores instalaciones siderúrgicas, estaba el conjunto penitenciario de Karlag, que agrupaba decenas de campos de concentración. Todo lo que salió de esta tierra en aquella época se debió al trabajo de las víctimas de la tiranía.
Los edificios estalinianos de la ciudad fueron construidos por prisioneros; al igual que las carreteras y los ferrocarriles. Los rostros negros que picaban el carbón en las profundas galerías y los obreros que sudaban en los altos hornos eran detenidos o deportados, así como también los campesinos de las granjas colectivas…
Stalin y sus esbirros del NKVD, antepasado del KGB, utilizaron Kazajistán como un vertedero: un millón de detenidos fue enviado allí. En los años 30 fueron los intelectuales de Moscú o Leningrado sospechosos de actividades anticomunistas. Luego, en los 40, coreanos, polacos, alemanes del Volga, ucranianos, chechenos e ingusetios acusados de colaborar con el invasor nazi o el enemigo japonés. Todos fueron deportados en masa hacia esta tierra donde había espacio y se necesitaban manos para sostener el esfuerzo militar.
Stalin murió en 1953; el Karlag dejó de funcionar cinco años después. Sin embargo, muchos niños del gulag se quedaron en Karaganda, donde sus padres, un hermano, una hermana o un tío murieron de agotamiento o hambre. “No sabían adónde ir”, dice Ekaterina Kuznetsova, historiadora de este gulag. “Y los kazajos los acogieron bien”. Algunos han conseguido rehacer sus vidas, pero todos viven rodeados de fantasmas.
Pavlina Petkova: “Me violaron y me quitaron a mi hijo”
“Si no te quieres acostar conmigo, haré que te violen diez de mis hombres”. Pavlina Petkova, de 82 años, recuerda como si fuese ayer las amenazas del jefe del campo de Spask. Tenía ganas de vomitar. Terminó cediendo y se quedó embarazada. Aún no había cumplido los 20 años. Ucraniana, condenada a trabajos forzados por haber criticado a los dirigentes comunistas, dio a luz a su hijo Restislav en una fábrica de ladrillos. Las escasas raciones mejoraban apenas cuando se criaba a un bebé: 200 gramos de pan, 400 de leche y 60 de carne al día. Para vestir a Restislav, hacía trueque: un par de guantes a cambio de tres días de pan. Pudo tener a su bebé nueve meses, luego se lo llevaron a una guardería. Lo recuperó al ser liberada en 1956. Su hijo es ahora militar.
Galina Rakhleieva: “Me llevaron a un orfanato para adoctrinarme”
En 1954, su madre, rusa de Kazajistán, fue condenada al gulag por un robo. Había robado para comer, dice Galina. Estaba embarazada de unos meses. Por lo tanto, Galina nació en el gulag de Dolinka y pasó sus primeros meses en el sovkhoz, campo de trabajo, donde estaba confinada su madre. Cuando cumplió un año, los responsables del NKVD local, antigua KGB, dijeron a su madre que había llegado el momento de enviarla a un orfanato. Estas instituciones servían para lavar literalmente el cerebro de los niños con el objetivo de que se olvidaran de sus padres y se convirtieran en perfectos soviéticos. Finalmente, Galina pudo escapar a ese trágico destino gracias a sus abuelos, que consiguieron recuperarla y llevársela a su casa. La liberación de la madre de Galina coincidió con el cierre del gulag. Le propusieron un trabajo en este mismo sitio, que se iba a convertir en un centro de hospedaje, y nos instalamos en uno de los barracones transformado en alojamiento para los que antes habían sido presos, cuenta. Galina se fue a vivir con su madre. Más tarde, pudimos comprar esta casa, que fue la del guardia, y aquí sigo viviendo.
Moutzolgov Makasharip: “Sobreviví con un puñado de trigo”
Su vida, como la de centenares de miles de chechenos e ingusetios, cambió el 23 de febrero de 1944. Los soldados irrumpieron en la granja familiar y les anunciaron que tenían tres horas para recoger sus cosas. Empezó un viaje de un mes, de pie en un vagón de ganado, con un cubo de gachas diario para todo el vagón. Recién llegados a Kazajistán, su tío murió de agotamiento y su hermana pequeña sucumbió al hambre. Para alojar a su familia, sus padres construyeron una cabaña de adobe, una zemljanka: un agujero de un metro de profundidad culminado por unos muros de un metro de alto. “Ocultábamos trigo caído de las carretas bajo un montón de heno dice. Mi madre fabricaba un poco de harina moliéndolo con piedras”. Cuando descubrieron que sustraían grano, condenaron a su padre a cuatro años en un campo de disciplina. “No lo volvimos a ver”, cuenta Moutzolgov. “Pero nunca dejamos de robar trigo. De lo contrario, todos habríamos muerto de hambre”.
Ivan Karpinski: “Los tanques aplastaron a las mujeres”
De repente, la voz de Ivan Karpinski se corta. Sus ojos azules se inundan de lágrimas. Apenas consigue articular. “Y, y los carros les pasaron por encima”. Estas imágenes se remontan a 1954, pero siguen desfilando por su memoria. Tenía 22 años cuando el campo de disciplina de Kengir se sublevó y mantuvo en jaque a las autoridades durante 40 días. Un hecho único en la historia del gulag, al que Alexander Soljenitsin dedicó un capítulo de Archipiélago gulag. Pero el precio que se pagó fue tan elevado como la bravura de los detenidos. Los carros del Ejército Rojo aplastaron a las mujeres que se interpusieron, antes de ametrallar a centenares de detenidos. Ivan encargado de montar guardia asistió, impotente, a la masacre. Las autoridades censaron 37 muertos, pero Ivan habla de 600. Nacionalista ucraniano, Ivan ya había conseguido escapar a una matanza en 1946 con su madre. Pero a los 17 años le impusieron una pena de 25 por tenencia de literatura subversiva. A su liberación en 1957, regresó a su querida Ucrania, pero no fue bienvenido. Los responsables comunistas lo amenazaron con volver a detenerlo y regresó a Kazajistán.
Konstantin Tekinidi: “Nuestra nacionalidadera sospechosa”
La historia de su familia es la de un largo éxodo. Griego de Trebisonda, su madre tuvo que huir de los turcos en 1916. Conoció a su padre, otro refugiado griego, en Maikop, en el norte del Cáucaso. Konstantin nació en 1934. En 1938, su padre fue detenido, juzgado por una troika y ejecutado. Su madre se encontró sola con tres hijos. Con la ofensiva alemana de 1941, las autoridades soviéticas decidieron limpiar el Cáucaso de todas las nacionalidades “sospechosas”; entre ellos, los griegos. Tras un viaje de varios meses, Konstantin Tekinidi, su madre y sus dos hermanas aterrizaron en Kazajistán en el otoño de 1942. Las autoridades los alojaron en un establo sin puerta, cuando la temperatura era de 15 C. Una de sus hermanas sucumbió a la tuberculosis. En 1945 huyeron hacia Karaganda para escapar al NKVD, ante el que debían fichar a diario. Privado de escuela durante la guerra, ha recuperado el tiempo perdido. Mientras trabajaba en una mina, acudió a clases por la noche. Con 40 años, consiguió un doctorado en Ingeniería Hidráulica y se especializó en el tratamiento de aguas. En Karaganda ha fundado una asociación cultural griega en la que enseña la lengua de sus antepasados.
Emma Schwartzkop: “Mi hermano empezó a hincharse y murió”
Fue en 1940. Recuerda un barco y un tren. Aún ve a su madre llevándola de una mano y a su hermano pequeño de la otra. Después, su madre desapareció. Ella tenía seis años y su hermano, tres. Estuvieron vagando con el estómago atenazado por el hambre. Su hermano comía hierba. “Un día empezó a hincharse y murió”. Emma fue recogida por una mujer y luego enviada al orfanato de Osakarovka, al norte de Karaganda. Solo conocía su nombre y apellido y se expresaba en alemán. “Me prohibieron hablarlo en el orfanato”. Había tan poco que comer que los niños deshacían las cacas de cabra con el fin de encontrar granos de trigo. Los malos tratos y los castigos llovían sobre estos retoños de enemigos del pueblo. “Eran malos con nosotros”, dice Emma. Empezó a alimentarse con relativa normalidad en su adolescencia, cuando fue asignada a una fábrica de botas de fieltro. “La primera vez que vi semillas en las galletas, creí que eran cacas de mosca”.