«Queridos hermanos musulmanes», de Benedicto XVI

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Queridos amigos musulmanes:

Es para mí motivo de gran alegría acogeros y dirigiros mi cordial saludo. Como sabéis, estoy aquí, en Colonia, para encontrarme con los jóvenes venidos de todas las partes de Europa y del mundo. Los jóvenes son el futuro de la humanidad y la esperanza de las naciones. Mi querido predecesor, el Papa Juan Pablo II, dijo un día a los jóvenes musulmanes reunidos en el estadio de Casablanca, en Marruecos: “Los jóvenes pueden construir un porvenir mejor si colocan en primer lugar su fe en Dios y si se empeñan en edificar con sabiduría y confianza un mundo nuevo según el plan de Dios” (Discurso, 19 de agosto de 1985, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de 1985, p. 14). Desde esta perspectiva me dirijo a vosotros, queridos y estimados amigos musulmanes, para compartir con vosotros mis esperanzas y haceros partícipes de mis preocupaciones, en estos momentos particularmente difíciles de la historia de nuestro tiempo.

Estoy seguro de interpretar también vuestro pensamiento al subrayar, entre las preocupaciones, la que nace de la constatación del difundido fenómeno del terrorismo. Sé que muchos de vosotros habéis rechazado con firmeza en particular, y también públicamente, cualquier conexión de vuestra fe con el terrorismo y lo habéis condenado claramente. Os doy las gracias por esto, pues así se fomenta un clima de confianza, muy necesario. Continúan cometiéndose en varias partes del mundo actos terroristas, que arrojan a las personas en el llanto y la desesperación. Los que idean y programan estos atentados demuestran querer envenenar nuestras relaciones y destruir la confianza, recurriendo a todos los medios, incluso a la religión, para oponerse a los esfuerzos de convivencia pacífica y serena. Gracias a Dios, estamos de acuerdo en que el terrorismo, de cualquier origen que sea, es una opción perversa y cruel, que desdeña el derecho sacrosanto a la vida y corroe los fundamentos mismos de toda convivencia civil. Si juntos conseguimos extirpar de los corazones el sentimiento de rencor, contrastar toda forma de intolerancia y oponernos a cada manifestación de violencia, frenaremos la oleada de fanatismo cruel, que pone en peligro la vida de tantas personas, obstaculizando el progreso de la paz en el mundo. La tarea es ardua, pero no imposible. En efecto, el creyente –y todos nosotros, como cristianos y musulmanes, somos creyentes- sabe que puede contar, no obstante su propia fragilidad, con la fuerza espiritual de la oración.

Queridos amigos, estoy profundamente convencido de que hemos de afirmar, sin ceder a las presiones negativas del entorno, los valores del respeto recíproco, de la solidaridad y de la paz. La vida de cada ser humano es sagrada, tanto para los cristianos como para los musulmanes. Tenemos un gran campo de acción en el que hemos de sentirnos unidos al servicio de los valores morales fundamentales. La dignidad de la persona y la defensa de los derechos que de tal dignidad se derivan deben ser el objetivo de todo proyecto social y de todo esfuerzo por llevarlo a cabo. Este es un mensaje confirmado de manera inconfundible por la voz suave pero clara de la conciencia. Un mensaje que se ha de escuchar y hacer escuchar: si cesara su eco en los corazones, el mundo estaría expuesto a las tinieblas de una nueva barbarie. Sólo se puede encontrar una base de entendimiento reconociendo la centralidad de la persona, superando eventuales contraposiciones culturales y neutralizando la fuerza destructora de las ideologías.

En el encuentro que tuve en abril con los delegados de las Iglesias y comunidades eclesiales y con representantes de diversas tradiciones religiosas, dije: “Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad entera” (Discurso, 25 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p.2). La experiencia del pasado nos enseña que el respeto mutuo y la comprensión, por desgracia, no siempre han caracterizado las relaciones entre cristianos y musulmanes. Cuántas páginas de historia dedicadas a las batallas y las guerras emprendidas invocando, de una parte y de otro, el nombre de Dios, como si combatir al enemigo y matar al adversario pudiera agradarle. El recuerdo de estos tristes acontecimientos debería llenarnos de vergüenza, sabiendo bien cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la religión. Las lecciones del pasado han de servirnos para evitar caer en los mismos errores. Nosotros queremos buscar las vías de la reconciliación y aprender a vivir respetando cada uno la identidad del otro. La defensa de la libertad religiosa, en este sentido, es un imperativo constante, y el respeto de las minorías una señal indiscutible de verdadera civilización.

A este propósito, siempre es oportuno recordar lo que los padres del concilio Vaticano II dijeron sobre las relaciones con los musulmanes. “La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran acometerse por entero, como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica se refiere de buen grado (…). Si bien en el transcurso de los siglos han surgido no pocas disensiones y enemistades entre cristianos y musulmanes, el santo Sínodo exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, ejerzan sinceramente la comprensión mutua, defiendan y promuevan juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (Nostra aetate, 3). Estas palabras del concilio Vaticano II son para nosotros la “carta magna” del diálogo con vosotros, queridos amigos musulmanes, y me alegra que nos hayáis hablado con el mismo espíritu y hayáis confirmado estas intenciones.

Vosotros, estimados amigos, representáis a algunas comunidades musulmanas en este país en que nací, estudié y pasé buena parte de mi vida. Precisamente por eso deseaba encontrarme con vosotros. Guiáis a los creyentes del islam y los educáis en la fe musulmana. La enseñanza es el medio por el que se comunican ideas y convicciones. La palabra es el camino real en la educación de la mente. Tenéis, por tanto, una gran responsabilidad en la formación de las nuevas generaciones. Constato con gratitud el espíritu con que cultiváis esta responsabilidad. Juntos, cristianos y musulmanes, hemos de afrontar los numerosos desafíos que nuestro tiempo nos plantea. No hay espacio para la apatía y el desinterés, y menos aún para la parcialidad y el sectarismo. No podemos ceder al miedo ni al pesimismo. Debemos más bien fomentar el optimismo y la esperanza. El diálogo interreligioso e intercultural entre cristianos y musulmanes no puede reducirse a una opción temporánea. En efecto, es nuestra necesidad vital, de la cual depende en gran parte nuestro futuro. Los jóvenes, procedentes de tantas partes del mundo, están aquí, en Colonia, como testigos vivos de solidaridad, de hermandad y de amor. Os deseo de todo corazón, queridos y estimados amigos musulmanes, que el Dios misericordioso y compasivo os proteja, os bendiga y os ilumine  siempre. El Dios de la paz conforte nuestros corazones, alimente nuestra esperanza y guíe nuestros pasos por los caminos del mundo.

¡Gracias!

*Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Encuentro con los representantes de las comunidades musulmanas en el Arzobispado de Colonia (sábado, 20 de agosto de 2005).