LAS GUERRAS OLVIDADAS DE LOS PAÍSES PEQUEÑOS. ¡NO A NINGUNA GUERRA!
Un consenso descorazonador unió a los dos candidatos a la Casa Blanca: ambos reconocían que William Clinton tuvo razón al no enviar tropas a Ruanda durante el genocidio. Esta confesión no tuvo ningún eco en la prensa norteamericana. Sin embargo, esa «unión sagrada del desinterés» aclara mucho sobre el porvenir de la seguridad del planeta; tanto o más que todos los discursos sobre el mundo unipolar y la supremacía norteamericana.
Al cabo de una década de la desaparición de la URSS, el triunfalismo ha invadido el pensamiento teórico. Se han afirmado conceptos como «globalización», «mundo unipolar contra mundo multipolar» o «el fin de la Historia». Sin embargo, muy pocos pensadores se han tomado la molestia de analizar la creciente extensión de zonas «grises» que proliferan por todas partes (1). Este matiz sin sabor demuestra bastante bien la incertidumbre teórica existente frente a una evolución que todavía no se sabe analizar: hay crisis que se mantienen, sin salida política o militar, ante el educado desinterés de la impotente comunidad internacional. Este aspecto sombrío de la reciente evolución es tan importante como la reorganización unipolar del mundo.
UN MAPA DE ESE «MUNDO GRIS» ABARCARÍA NUMEROSAS REGIONES.
El conjunto norte y sur del Cáucaso llegando hasta el Mar Negro (antigua Armenia soviética, Georgia…) ha entrado en una zona de tempestades de las que la guerra en Chechenia no es más que la fase más mediática. Ni Georgia, ni Armenia, ni tampoco Azerbaiyán, han resuelto sus problemas. Colonizada por la Rusia zarista del siglo XVIII, esta región ha reencontrado todas sus características tradicionales.
En Oriente Medio, los desórdenes que se extienden desde Tayikistán hasta la parte norte de Pakistán, y a Beluchistán en su zona iraní (los puestos fronterizos de la república islámica parecen haber retrocedido hacia el interior del país), pasando por Afganistán, comenzaron con la intervención soviética de 1979 en Kabul. En realidad, la crisis es muy antigua y basta recordar las dificultades de los colonizadores británicos y rusos. El futuro de Pakistán, cuya corta vida se caracteriza por 25 años de régimen militar y otros 25 de régimen civil, es muy incierto; la crisis kurda envejece; la parte iraquí de Kurdistán -santuario de los rebeldes turcos- continúa siempre bajo los focos de la actualidad.
La mayor parte de los Estados del Africa subsahariana, quizá con la excepción temporal del Africa austral, se encuentran en una fase de lenta descomposición. Costa de Marfil y Uganda, presentados durante mucho tiempo como «los buenos alumnos del continente», son tan frágiles como los demás.
Las zonas bajo control de los narcotraficantes de la América andina y amazónica (Colombia, Perú, Bolivia, Amazonia brasileña…), o de Asia (Triángulo de Oro), que escapan a una autoridad central. En el sureste asiático, el archipiélago indonesio (13.000 islas), rápidamente unificado por la colonización holandesa bajo la autoridad de los javaneses, está a punto de estallar y la independencia de Timor-Oriental no es más que la premisa.
En los Balcanes, donde la crisis no ha terminado porque está pendiente la independencia de Kosovo. Pero la zona debería extenderse hasta Moldavia-Transnistria.
En estos millones de kilómetros cuadrados mencionados viven entre 300 y 350 millones de personas. Aparte de la lejanía geográfica, estos conflictos tienen rasgos geopolíticos comunes. Se les puede clasificar en dos grandes categorías.
La primera es la que agrupa a los conflictos que emergieron antes de la caída de la URSS. Se refieren a Estados que estuvieron más o menos colonizados como Birmania, Yemen, Liberia, Sierra Leona, Afganistán, Sudán o Somalia… La resistencia a los occidentales fue muy fuerte hasta el punto de hacer la colonización tardía y precaria (Afganistán, Somalia), y cimentó en un contrato social arcaico. El sentimiento identitario es muy fuerte, basado en una especie de orgullo guerrero tradicional, con base étnica o tribal, que se ha tomado por un sentimiento nacionalista. En esos países, no existe ninguna voluntad polítcia modernizadora que pudiera servir de fundamento a un Estado.
Se ve claramente en Somalia donde se advierte que la identidad somalí étnica y religiosamente homogénea no se traduce en un proyecto común para los diferentes clanes que continúan tratando de evitar que se constituya un Estado que monopolizaría el poder en beneficio de uno de ellos (y en detrimento de los demás) como ya lo hizo el único Estado que han conocido, el de Siyad Barré (1969-1991). En Yemen, la reunificación de los Estados del Norte y el Sur (uno es considerado pro-occidental y el otro pro-comunista) no ha permitido el restablecimiento de un poder central sobre todo el territorio. Al margen de la mirada de los media, continúan estas «crisis de baja intensidad», calificadas así porque no amenazan la paz del mundo.
La segunda categoría, más reciente, agrupa las crisis del «final de los imperios», ayer colonizaciones francesas, holandesas, portuguesas y británicas; hoy el Imperio ruso y sus metástasis soviéticas en Europa del Este, o el imperio etíope cuyo apogeo fue la anexión de Eritrea. Siguen supurando los abscesos que los imperios otomano y austro-húngaro han dejado tras ellos, en los Balcanes, en Europa oriental y el Próximo Oriente. El hundimiento de la URSS en 1989, y de algunos de sus afines, ha puesto de manifiesto los problemas que habían sofocado las conquistas soviéticas.
Estas crisis, afectan a los mercados del Imperio, extensión máxima de las conquistas, en zonas de confines en el sentido geopolítico del término, compuestas por un mosaico de pueblos y religiones que han solido buscar refugio en regiones montañosas (Cáucaso en el caso de Rusia; Kurdistán, Balcanes y Líbano, en el caso del Imperio otomano; Alta meseta indochina en el de los imperios siamés y vietnamita…). Hay que tener en cuenta que la colonización rusa (como, por lo demás, el imperio iraní) se hizo por continuidad territorial con integración de las élites locales en la administración imperial. Lo que explica que Rusia se niegue a interpretar la crisis del Cáucaso en términos de «descolonización», aunque la sienta como la amenaza de una amputación.
REIVINDICACIONES IDENTITARIAS
Las fronteras interiores de los Imperios, destinadas a administrar las culturas «nacionales», se diseñaron para dividir y reinar mejor, llegando incluso a crear enclaves étnicos en el interior de algunas repúblicas (Crimea ucraniana de mayoría rusa, Alto Karabaj, en Azerbaiyán, de mayoría armenia; región de Meghri en Azerbaiyán-Armenia, Sanjak de Novi Pazar, musulmana, en Serbia…) A veces se crearon nuevas identidades, como la de los musulmanes en la Yugoslavia de Tito, o la entidad del Birobiyán para los judíos de la URSS. Con Stalin la gestión de las nacionalidades fue muy cínica. Hoy, las que se declaran independientes se encuentran con fronteras internacionales que no son más que los antiguos recortes administrativos conflictivos (Bosnia, Croacia, Moldavia y Transnitris, Macedonia ex-yugoslava, antiguos territorios coloniales divididos en Estados en Africa…). Y esto es lo que ha hecho de Bosnia, del Africa saheliana o del Cáucaso, «zonas altamente inflamables».
El orden imperial no se ha mantenido tan sólo por su aspecto coercitivo. También ha gobernado apoyándose en las élites procedentes de las minorías formadas a su medida que han recibido el poder independiente (antiguas etnias africanas convertidas al cristianismo en el Africa francesa, javaneses en Indonesia, cuadros comunistas en el poder en Asia central). Los habitantes del imperio no eran más que «sujetos», objeto de una misma sumisión. El estallido del poder central y la afirmación de los nacionalismos los han convertido en «ciudadanos», rivales en derecho cuando se construía sobre bases identitarias.
El final de los Imperios se ha acelerado a veces por las reivindicaciones identitarias a las que las autoridades agonizantes respondían con la fuerza y la expulsión (persecución de los maronitas, o los armenios, al final del Imperio Otomano; de los croatas, o los bosnios, en zonas serbias de Yugoslavia, etc.). Pero también puede ser provocado por el hundimiento del poder central (caso de la URSS, o de las colonizaciones portuguesa y francesa en Africa). Y entonces aparecen Estados con fronteras inconsistentes, sin asentamiento político, con pueblos variopintos (Estados de Asia central ex-soviética, Estados africanos).
Muchas de estas características se encuentran en la crisis de la ex-Yugoslavia que heredó, en el momento de su creación al final de la primera guerra mundial, residuos de los imperios Habsburgo y Otomano. Mientras imperaba la ideología «staliniana» de Tito, la política del régimen hacía como si las diferencias de clases fueran más importantes que las aspiraciones nacionales. El estallido posterior ha sido brutal, muy marcado por los rechazos «racistas».
El continente africano se encuentra atravesado por dos tipos de crisis. Crisis de final de Imperio, porque el repliegue de la colonización occidental dejó organizaciones estatales que están viviendo sus últimas horas, enfrentadas a la reminiscencia de los conflictos tradicionales. Como las crisis que afectan a toda la zona saheliana (Malí, Níger, Chad, Sudán) que enfrentan de antiguo a pueblos traficantes de esclavos (tubus, tuaregs, etc.), arruinados por la colonización, y a pueblos que fueron reservas de esclavos y a los que la metrópoli ha dejado el poder (saras, etc.). Todos están padeciendo la misma oposición entre el Norte y el Sur.
Las crisis de los no-Estados alcanzan también a regiones poco o superficialmente colonizadas, como Centroáfrica o Chad, en crisis permanente. En este caso ¿hay que llamar crisis a lo que es un estado normal? El caso de Argelia, donde el sentimiento nacional se ha construido contra Francia, resulta complejo. Este aspecto nacionalista se ha usado, hasta el límite, por el Estado nacido de la independencia, que no tiene ningún otro recurso de legitimidad.
Una parte de las crisis mencionadas perdura porque no existe ninguna lógica de solución política. De intensidad militar variable, los conflictos se alimentan con los gigantescos stocks de armas acumuladas en la época del conflicto Este-Oeste, sin aporte exterior significativo (Yugoslavia, Argelia, Somalia, Cáucaso, Etiopía, etc.); condenadas por el embargo de la ONU, las armas ligeras llegan de contrabando, suministradas por traficantes. Y la debilidad militar de los conflictos no impide las matanzas colectivas. A veces, la expulsión masiva de pueblos enteros es una manera de restablecer la homogeneidad étnica (1 millón de refugiados en Ruanda; 800.000 en la ex-Yugoslavia; Sierra Leona: 75.000 muertos, dos millones de refugiados; Alto Karabaj: 30.000 muertos, pero también cerca de 1,2 millones de refugiados; expulsión de la población del Kivu Norte en el Congo, etc.). La población aparcada en los campos del Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR) parecen ser más la reserva para la reanudación del conflicto que un factor de desestabilización para los países de acogida.
UN RIESGO DE EXTENSIÓN LIMITADA
Estas crisis tienen una sociología que garantiza su duración. El hombre desarmado es una víctima propiciatoria porque no existen las autoridades públicas, o porque jamás han desarmado a la población (Afganistán, Yemen, Colombia). La vendetta clásica, sistema de “arreglo” normal y a menudo refinado (códigos de honor yemenita o somalí), mantienen las bases étnicas del conflicto. Generaciones enteras sólo han conocido la guerra, y el problema de los niños soldados de algunos conflictos africanos o camboyanos, hipoteca el futuro. Finalmente, la rendición no siempre garantiza la integridad de los antiguos combatientes (ejemplo del M19 en Colombia, o de los arrepentidos del IRA).
La existencia de un santuario es un factor importante (por ejemplo, Turquía para el Cáucaso), pero mucho menos que la ayuda de las diásporas emigradas a los países ricos (diásporas armenias para el Alto Karabaj, croatas de Alemania, diásporas albanesas en todas partes, eritreas de Italia, tamiles de los países occidentales, chechenos de Jordania, etc.). A veces es posible encontrar recursos locales que condicionan la estrategia de los beligerantes (tráfico de diamantes, de troncos, de droga, desvío de la ayuda humanitaria, o secuestros como en Yemen o Jolo) (2). En una década, Afganistán se ha convertido en el principal productor del mundo. La lógica del conflicto no es tomar la capital, sino el control de los recursos mineros o humanitarios.
Sin embargo, los riesgos de extensión son limitados porque prevalecen las características étnicas locales de la crisis, y no se exportan. No existe “efecto dominó”, las micro-sociedades caucásicas, muy celosas de su especificidad, sólo son circunstancialmente solidarias. Los conflictos chadiano, checheno o afgano, no han tenido más consecuencia en el contexto regional que los flujos de refugiados. Marruecos y Túnez sólo padecen efectos menores de la crisis argelina.
La “depreciación estratégica”, que afectó a algunas regiones del mundo al final del conflicto Este-Oeste, se tradujo en una “desvalorización conceptual”. Jonas Savimbi, “combatiente de la Libertad” contra el régimen comunista de Luanda, ha vuelto a ser lo que fue siempre: un jefe étnico cuya estrategia no es la toma del poder en Luanda sino el control de las zonas diamantíferas de su región.
La vuelta de los viejos tiempos se manifiesta tanto en las lógicas políticas internas como en las ramificaciones regionales de las crisis. El marasmo de los Estados hace renacer organizaciones políticas y sociales más tradicionales, como por ejemplo el Camerún (3), o Senegal con la poderosa hermandad de los Murides; o el Asia central con el islam de las hermandades estudiadas por Olivier Roy (4). En esos países, las primeras manifestaciones de la crisis son, para empezar, el acaparamiento de recursos públicos por los dirigentes, la descomposición de los Estados (funcionarios no pagados, soldados que cortan carreteras…), la reminiscencia de identidades étnicas o tribales (por ejemplo, en Costa de Marfil) y la lucha por la tierra (Casamance, Ruanda, Burundi…). Las élites del poder perdedor no dudan en lanzar una «llamada al Imperio», fórmula del politólogo Ghassan Salamé, a la antigua potencia colonial (Africa francófona, Asia central ex-soviética) para restablecer el orden en declive.
Por otra parte, estamos asistiendo a la vuelta de algunas rivalidades geopolíticas tradicionales que había apagado la tutela imperial (invasión vietnamita en Camboya, avance chino en el Mar de China contra los vietnamitas…). Más cerca de nosotros, y desde el hundimiento de la URSS, Turquía vuelve a encontrar viejos intereses en el Cáucaso (Azerbaiyán y Cáucaso del Norte) porque, hasta el siglo XVIII, el Mar Negro era un lago otomano. En 1991, el presidente turco Turgut Ozal reclamó públicamente el vilayato de Mossul, atribuído en 1925 a Irak por la Sociedad de Naciones, por influencia de Gran Bretaña. Finalmente, en Asia central, el caso uzbeko, el pueblo más numeroso de la zona, preocupa a todos los responsables de la región.
Pero esta lectura histórica sólo explica una parte de los hechos contemporáneos. Turquía ha mantenido una prudencia evidente respecto a las crisis balcánicas, en contra de los intereses tradicionales de la región; por otra parte, Hungría no ha intentado reavivar las reivindicaciones de los magiares de los países circundantes.
Todos conocen resoluciones de la ONU, o comunicados oficiales de las grandes potencias, que expresan una «viva preocupación» por el estado de alguno de los países mencionados en este artículo. Pero una vez cumplido el ejercicio estilístico, cada cual vuelve a sus asuntos. De forma sorprendente, la globalización tiene efectos geopolíticos diferenciados. A causa de la rivalidad Este-Oeste, cualquier región tiene una situación estratégica relativa; aunque sólo fuera porque podría ser invadida por la potencia rival. Y por eso la guerra fría tuvo repercusiones en Corea, Angola, Cuba, Nicaragua, Mozambique, etc… Hoy, los poderosos se sienten más libres para mirar a distancia la degradación del mundo. El interés no sólo determina la intervención militar, sino que amenaza con ella. La parte de la competencia occidental que venció en Bosnia y Kosovo resulta inútil en estos conflictos. La cuestión previa a la intervención militar es «¿Arriesgan algo nuestras tropas?», visión pragmática y operativa del «cero muertos». En la zona de desinterés internacional, la «diplomacia de riesgo» es un imperativo.
Es la principal lección que se extrae de la intervención norteamericana en Somalia. Muy mediatizada y basada en la superioridad tecnológica victoriosa en el Golfo, estaba destinada a conseguir que llegara la ayuda humanitaria a los pueblos a que iba destinada. La muerte de algunos GI’s hizo que, definitivamente, desapareciera la noción de responsabilidad mundial de Estados Unidos. Pocas crisis valen la muerte de un soldado norteamericano, ni siquiera el genocidio ruandés.
Sin embargo, no se puede sacar de todo esto la conclusión de que las grandes potencias no tienen que intervenir en ninguna parte. Pero conviene leer sus motivaciones con atención. Lo habitual es que los recursos locales sean la primera justificación. Fue el caso del Golfo para Estados Unidos. Las crisis africanas materializan esta política: Angola y Nigeria son importantes por sus reservas de petróleo, Africa austral, «milagro geológico», por sus recursos diversificados. En cambio ¿cuánto valen la República Centroafricana o Burkina Fasso? la República Democrática del Congo plantea un problema complicado: zona de inmensos recursos, padece unos recortes territoriales heredados del Congreso de Berlin, que lo hacen ingobernable.
A igualdad de recursos, también es importante la localización de la zona en crisis. La ex-Yugoslavia tiene un peso mayor en la seguridad de Europa que el Cáucaso, y Corea tien más peso para Estados Unidos que Indonesia. A esta lista se puede añadir el interés de las potencias por las regiones en las que corre peligro la paz mundial (India-Pakistán o Corea).
Otro factor es la intensificación de actividades ilegales o terroristas. Un riesgo indirecto y compartido por los occidentales. Los responsables no saben cómo definir los medios para asumir esos desafios: ¿se trata de una función de política interior o de la policía internacional? ¿Quién va a pagar los cultivos de sustitución en los países productores de opiáceos? ¿Tienen que hacer ellos el trabajo o respetar el principio de soberanía de los Estados? Puede llegar hasta la intervención del ejército norteamericano, como en Colombia, pero México, gangrenado por el narcotráfico, está demasiado cerca para que Estados Unidos le trate de la misma manera. Respecto al islam militante, que ellos mismos animaron en otros tiempos en Afganistán, el disparo de algunos misiles de crucero es, de momento, el único tratamiento posible (Sudán, Afganistán).
LA IMPOTENCIA DE LAS FUERZAS DE LA ONU
Existen, por tanto, zonas de desinterés internacional donde pueden desarrollarse crisis en la más completa indiferencia (sur de Sudán, norte de Uganda, crisis tuareg…). La intervención de las grandes potencias suele ser indirecta y la ONU sólo puede ejercer una competencia residual. Es el caso de las numerosas fuerzas de paz impotentes, como el Ecomog en Liberia, compuesta de tropas exclusivamente africanas. Durante mucho tiempo han servido para proporcionar buena conciencia a la comunidad internacional, hasta que el secuestro de varias decenas de soldados ha hecho la luz sobre la cruda realidad de la presencia onusiana. Las grandes potencias, cuando actúan directamente, pueden buscar el aval de la ONU, como Francia en Ruanda o Gran Bretaña en Sierra Leona.
Autónomos, no guiados ya por una lógica política unificada, sino más bien por micro-estrategias, los autores de esas crisis se dedican a alianzas circunstanciales, tan volátiles como imprevisibles. El uso de las urnas a veces resulta inútil (las elecciones en Angola no han parado la guerra). Protagonistas de las crisis, los jefes de las guerras, las empresas legales o ilegales (traficantes) de talla mundial que tienen intereses en la región (De Beers con los diamantes, compañías petroleras, etc.), y los mercenarios que pueden intervenir en beneficio de unos u otros . Los «nuevos mercenarios» son una realidad. Compañías militares privadas, como Executive Outcome hasta 1998, o SandLine International, operan en esos países. Algunos de los trust mundiales interesados se encargan de la seguridad y, a veces, de las funciones del Estado como la paga de los funcionarios del Congo, por parte de la petrolera francesa Elf. Las organizaciones criminales jugaron un papel de esta naturaleza -encargarse de los costes sociales, escuelas, servicios sociales- en Colombia (en los años 80) o en Líbano, por ejemplo.
Los Estados occidentales dejan hacer, en lugar de intervenir, cuidando sus objetivos económicos y no políticos. Por eso, la capital de Liberia, única vía de evacuación normal de los diamantes de Sierra Leona, sólo está comunicada a través de compañías aéreas de países con importantes actividades diamantíferas.
Se puede aventurar la hipótesis de que las «zonas grises» van a ampliarse. Corren tiempos de grandes Estados multiétnicos. Por eso, podemos imaginar una crisis imperial china. Las dificultades en Tíbet ponen de manifiesto que sigue siendo posible la aparición de una resistencia armada, en particular en los mercados de Asia central (Xinjiang).
La muerte del imperio soviético todavía no ha terminado de dar frutos. Asia central ex-soviética, poblada de etnias heteróclitas, es también una zona de confín de los mundos ruso, persa y chino (128 nacionalidades sólo en Uzbekistán). Beneficiarios de una independencia no solicitada, esos países tienen una historia que sucede al margen de ellos: salida de rusos y otros esclavos, fuerzas armadas extranjeras, despegue en curso con apertura de fronteras hasta ahora cerradas, etc. Finalmente, los mercados del imperio como Moldavia o Transnitria, donde los conflictos están más congelados que resueltos, o algunas regiones del Extremo oriente siberiano. Conviene no olvidar estos nombres.
El futuro del Kurdistán depende de la solidez de los Estados circundantes. Razonablemente podemos preguntarnos sobre el porvenir de Irak, poblado mayoritariamente por kurdos y árabes shiíes, y gobernado por una minoría sunní; y de Siria y su minoría alauita en el poder…
En términos geopolíticos, el mundo unipolar tiene el efecto de mostrar una geopolítica del «mundo útil» y, en negativo, la del «mundo inútil». Estas crisis durarán por su escaso potencial desestabilizador y la debilidad de los retos. Mantenimiento del statu quo más que búsqueda de la paz universal; a las grandes potencias les basta con mirar para otro lado, lo que no impide que continúen haciendo un discurso muy moralizante.
Algunas reglas diplomáticas usuales, con las que ha funcionado la vida internacional desde 1945, han alcanzado sus límites. La lectura fría de las relaciones internacionales de la última década demuestra que muchas de las nuevas prácticas han aparecido sin que el debate haya intentado teorizarlas siquiera. La intangibilidad de las fronteras, incluso en Africa, es desde hace mucho tiempo un simple principio teórico que la anexión del Sáhara occidental a Marruecos, o la independencia de Eritrea, han puesto en duda. El método occidental aplicado en Kosovo demuestra que la acción guerrera vuelve a estar legitimada incluso entre los fundadores de Naciones Unidas, que habían aprobado el principio del arrego pacífico de conflictos. Algunas destrucciones y matanzas podrían quizá evitarse con nuevos métodos: desplazamiento de poblaciones para gestionarlas antes de que sean sometidas, renegociación de las líneas fronterizas (más de 12.000 kilómetros de nuevas fronteras han aparecido en Europa, normalmente de manera no conflictiva), intercambios de territorios, etc. La propuesta senatorial norteamericana planteando un intercambio de territorios entre el Alto Karabaj y la región de Meghri fue rechazada, con horror, por la comunidad internacional. Sin abrir la «caja de Pandora», quizá haya llegado el momento de debatir sobre ello .
Notas
(1) Léase a Arnaud de la Grange, Mondes Rebelles, Michalon, Pría, 1999.
(2) Léase a Jean-Christophe Rufin, Economie des guerres civiles, París, 1999.
(3) Léase a Jean-François Bayart, El Estado de Africa: la política del vientre, Bellaterra, Barcelona, 1999.
(4) Léase a Olivier Roy, La nueva Asia Central o La fabricación de naciones, Sequitur, Madrid, 1998.