» EEUU y otras potencias como Francia, Gran Bretaña, China o la Unión Soviética… han consentido, de manera directa o indirecta genocidios en diferentes partes del mundo. En este artículo se analiza especialmente el papel de los EEUU, sin embargo no se puede ocultar la responsabilidad de otra serie de potencias industriales y militares en el exterminio de miles de personas, pueblos o etnias por razones políticas y económicas.» En Biafra, en Bengala Oriental, en Burundi, en Camhoya y en el Kurdistán iraquí se produjeron matanzas aterradoras en las que Washington o no intervino -ni siquiera las condenó- o intervino secretamente en favor del agresor -y sacó frutos políticos-.Debe recordarse que, desde 1898 a 2001, Estados Unidos ha intervenido militarmente 134 veces en 53 zonas diferentes. España inauguró ese furor intervencionista, que ahora se dirige contra Iraq.
Revista Autogestión
16/07/2003
Estados Unidos se negó recientemente a ratificar el Tratado del Tribunal Penal Internacional de la Haya para juzgar crímenes contra la humanidad como el genocidio y ha advertido de que ni siquiera colaborará con él. No es de extrañar. Cada vez que, en el último siglo, se perpetró un genocidio en el mundo, Washington en lugar de tratar de evitarlo miró para otro lado, cuando no colaboró con los genocidas. Un estudio de una profesora de Harvard, que acaba de publicarse, lo demuestra exhaustivamente. En 1979, el entonces presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, premio Nobel de la Paz 2002, declaró solemnemente que del recuerdo del Holocausto «debemos forjar un juramento inquebrantable con todos los pueblos civilizados de que nunca más el mundo permanecerá en silencio, nunca más el mundo dejará de actuar a tiempo para prevenir este terrible crimen del genocidio».
Su sucesor en el cargo, Ronald Reagan, se unió entusiastamente al coro, cinco años más tarde: «Como ustedes, digo con voz inequívoca: ¡Nunca más!».
Tras su visita al campo de exterminio de Auschwitz en Polonia, George Bush, padre del actual inquilino de la Casa Blanca, aseguró, en 1991, que «como veterano de la Segunda Guerra Mundial, como estadounidense y ahora como presidente de Estados Unidos» tenía la firme determinación de no solamente recordar sino también de actuar «frente al genocidio».
«Si los horrores del Holocausto nos enseñaron algo -reconoció Bill Clinton cuando era gobernador de Arkansas- es el alto costo de permanecer en silencio y paralizado frente al genocidio». Pocos años más tarde, cuando inauguró el Museo del Holocausto en Washington D.C., ya como ocupante de la Casa Blanca, Clinton recordó que «incluso cuando nuestro conocimiento fragmentario de los crímenes (de los nazis) se convirtió en hechos innegables, demasiado poco se hizo. No debemos permitir que esto ocurra otra vez».
Pese a tanta declaración solemne, Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, se desentendió por completo cuando no favoreció o propició la realización de las grandes matanzas. Desde fines de la Segunda Guerra Mundial, la Humanidad ha contemplado horrorizada genocidios perpetrados en Bangladesh, Biafra, Burundi, Camboya, el Kurdistán iraquí, Ruanda, Bosnia y Kosovo, en los que millones de vidas humanas fueron segadas de un modo sistemático.
PAPEL MOJADO
Este es el tema central de una demoledora obra que acaba de aparecer en Estados Unidos y de la que es autora Samantha Power, directora del Centro Carr de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard, además de profesora de Derechos Humanos y de Política Exterior norteamericana en esa prestigiosa Universidad de Cambridge, Massachusetts.
En «A problem from Hell». America and the Age of Genocide, Power afirma enfáticamente que las declaraciones de los mandatarios norteamericanos hasta ahora han sido mera palabrería o papel mojado frente al «hecho de que, el país no ha hecho nada, práctica o políticamente, para prepararse a responder al genocidio».
«Nunca en su historia, Estados Unidos intervino para detener un genocidio y de hecho muy rara vez lo condenó mientras se estaba realizando», afirma Power, pese a que «desde la II Guerra Mundial», su país ha tenido «una tremenda capacidad de parar un genocidio, sin poner en peligro su seguridad».
Y lo demuestra la autora abrumadoramente con los resultados de su minuciosa investigación que incluyó más de 300 entrevistas a legisladores, periodistas, altos cargos de la Casa Blanca, el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA, además de la exhumación y estudio de centenares de documentos oficiales desclasificados. Un largo viaje para completar su trabajo la llevó a Bosnia, Camboya, Kosovo, Ruanda, La Haya, Tanzania, donde se entrevistó con víctimas supervivientes, testigos, genocidas y jueces internacionales.
Power comprobó que, a lo largo de muchos decenios y de una veintena de presidentes con distintas ideologías, la política de Estados Unidos respecto a los genocidios -el mayor crimen contra la humanidad- ha sido constante e inmutable: desentenderse del asunto, tratar de minimizar los hechos y exagerar los riesgos de una intervención suya para detener las masacres.
Detrás de esta invariable posición, más allá de las oportunas retóricas, subyacen varios factores, apunta Power. Los norteamericanos no exigen que su gobierno actúe para frenar los genocidios, por lo que los distintos gobiernos interpretan estos silencios como indiferencia del público. Razonan que a Estados Unidos no le saldrá gratis permanecer al margen, mientras que si se involucran tendrán que asumir muchos riesgos. Las fuentes potenciales de influencia -legisladores, editorialistas, ONG’S, etcétera- no generan suficiente presión para alterar los cálculos de los líderes norteamericanos. El resultado ha sido que ningún presidente estadounidense jamás hizo de la prevención del genocidio una prioridad y ninguno jamás sufrió políticamente por su indiferencia ante estos hechos. «No es una coincidencia que los genocidios se sigan perpetrando», concluye.
La investigadora señala que, una vez acontecidos los hechos, las justificaciones que se esgrimen son siempre las mismas.
Entre las grandes matanzas de las últimas décadas, hubo algunas que aquí se traen a colación por el peculiar desinterés norteamericano. En Biafra, en Bengala Oriental, en Burundi, en Camhoya y en el Kurdistán iraquí se produjeron matanzas aterradoras en las que Washington o no intervino -ni siquiera las condenó- o intervino secretamente en favor del agresor -y sacó frutos políticos-.
La provincia nigeriana de Biafra intentó separarse en 1968. El gobierno central desencadenó una guerra descarnada para quebrar la resistencia de los ibo, etnia cristiana de Biafra. Les cortó el suministro de alimentos y condenó a la población civil a morir de hambre. Todavía hoy, Biafra es la imagen más terrorífica de niños raquíticos y adultos famélicos al borde de la muerte por inanición.
Estados Unidos optó por respaldar oficialmente la unidad territorial de Nigeria y se opuso a la rebelión de Biafra. Detrás de esta postura estaban las enormes reservas de petróleo de Ibolandia y el temor de Washington a que la Unión Soviética sacara partido del conflicto. Washington contribuyó al genocidio, enviando la ayuda alimentaría a Lagos, la capital nigeriana, donde fue bloqueada. Un millón de ibos murió asesinado o por hambre.
DESASTRE EN BENGALA ORIENTAL
No menos terrorífico fue lo ocurrido en Bengala Oriental, actual Bangladesh. Allí, los nacionalistas bengalíes de la Liga Awami obtuvieron, en 1971, mayoría absoluta en una propuesta Asamblea Nacional. Con ese respaldo, pidieron autonomía para la región al gobierno central de Islamabad. La respuesta de éste fue enviar tropas que en represalia mataron entre uno y dos millones de bengalíes y violaron a unas 200.000 mujeres.
La Administración Nixon miró, una vez más, para otro lado y no abrió la boca. El principal adversario de Paquistán, la India, mantenía malas relaciones con Estados Unidos y buenas con la URSS. Además, Paquistán actuaba en aquellos días como intermediario de Estados Unidos para restablecer las relaciones con China.
El gobierno de Washington hizo oídos sordos incluso a un cable de protesta enviado por 29 diplomáticos norteamericanos destacados en la región, exigiendo la intervención de su país para parar la matanza. El cónsul general en Dacca, capital bengalí, Archer Blow, uno de los firmantes, fue relevado de su puesto. Sólo la invasión de la India y la resistencia bengalí detuvieron el genocidio y dieron nacimiento al nuevo Estado de Bangladesh.
En 1972 la etnia tutsi, minoritaria en Burundi, gobernaba sobre la mayoría hutu. Tras un intento fallido de golpe de Estado, los tutsi lanzaron una cacería de hutus, especialmente de las élites culturales de esta etnia: dieron muerte en poco tiempo a un número que se cifra entre 100.000 y 150.000.
El ritmo de asesinatos era superior a mil por día. Los camiones, cargados de cadáveres, pasaban frente a la embajada de Estados Unidos, con total tranquilidad. El embajador, Thomas Patrick Melady, enviaba informes a su gobierno, describiendo un panorama mucho menos violento, porque temía que el Departamento de Estado tomara medidas contra el gobierno de Burundi. No obstante, en Washington disponían de informaciones de prensa más precisas. Pero Estados Unidos no tenía interés alguno por intervenir: era el mayor comprador de café, cuyo volumen de negocios representaba el 65 por ciento de los ingresos comerciales de Burundi. Por eso, el Departamento de Estado nunca se preocupó por lo que estaba ocurriendo e, incluso, se negó a suspender el comercio bilateral como medida de presión.
CASTIGANDO A VIETNAM
Uno de los genocidios más impresionantes del pasado siglo fue el padecido por Camboya. Entre 1970 y 1975, se libró allí una guerra civil feroz entre las guerrillas maoístas, los jemeres Rojos y el gobierno títere del corrupto Lon Nol, sostenido por Estados Unidos. Los B-52 norteamericanos bombardearon Camboya incansablemente desde 1969. Al año siguiente, tropas norteamericanas invadieron el país para limpiarlo de posiciones y santuarios norvietnamitas: 31.000 norteamericanos y 43.000 survietnamitas ocuparon Camboya con escaso éxito. Las brutalidades de los bombardeos y la invasión pusieron a la población camboyana decididamente del lado de los jemeres rojos. La guerra civil había dejado un saldo de un millón de muertos. Allí nadie tomaba prisioneros, salvo para interrogarlos con atroces torturas.
En abril de 1975, los jemeres Rojos acaudillados por Pol Pot tomaron la capital, Phnom Pen. Los occidentales, incluido el embajador norteamericano, huyeron. La guerrilla maoista obligó a los dos millones de habitantes de la capital a abandonarla con lo puesto. Los caminos y carreteras se llenaron de largas columnas de civiles famélicos y agotados, que marchaban sin saber hacia donde. Pronto, los costados de los caminos se llenaron de muertos de hambre y extenuación o por los disparos de los guardias: el genocidio había comenzado.
Los Jemeres Rojos habían adoptado las enseñanzas de Mao Tse Tung y aspiraban a crear una sociedad revolucionaria con los más ignorantes. Preferían a los camboyanos «pobres y en blanco», según la expresión del líder chino. «Una hoja de papel blanco no lleva carga y los más bellos caracteres pueden escribirse en ella y las más bellas pinturas, pintadas». Monjes budistas, profesionales liberales, maestros y estudiantes fueron las primeras víctimas de la «limpieza» de los ilustrados. Más tarde, bastó llevar gafas para ser víctimas de 1a furia genocida.
El país fue cerrado a cal y canto. Al cabo de tres años y medio, unos dos millones de camboyanos -20 por ciento de la población- habían sido asesinados por los Jemeres Rojos. A pesar de las dificultades de comunicación el gobierno norteamericano estuvo informado de lo que ocurría. Especialmente cuando los hechos emergieron. Entonces, dice Power, «la política norteamericana de no compromiso, no condena, no interés, se mantuvo virtualmente intacta». La falta de atención del público norteamericano por las noticias de la región, después de la ominosa retirada de Vietnam, contribuyó a tender un manto de silencio sobre las atrocidades de Pol Pot. El carácter «revolucionario» del régimen de los Jemeres Rojos favoreció que la izquierda occidental negara lo que ocurría en Camboya, atribuyendo las versiones a propaganda del «imperialismo».
De creer a Noam Chomsky, habría más cosas en esa indiferencia norteamericana. El eminente profesor cree que fue determinada por el propósito de Washington de castigar a Vietnam, en guerra con Pol Pot y sus Jemeres Rojos.
KURDOS GASEADOS
Caso extraordinario de doble moral es el tratamiento norteamericano del genocidio kurdo en Iraq. En marzo de 1987, Sadam Husein decidió reprimir a su minoría kurda -unos cinco millones-, acusándola de traidora y de aliarse con Irán, país con el que Iraq estaba en guerra. Se ordenó a los kurdos abandonar sus pueblos y aldeas y mudarse a centros colectivos donde pudieran ser vigilados. Todos los que desobedecieron la orden fueron asesinados, trasladándolos en autobuses al desierto y ametrallándolos allí o bombardeándoles con gases-letales. Entre 1987 y 1988, las fuerzas de Sadam asesinaron a unos 100.000 kurdos, muchos de ellos mujeres y niños. Iraq usó armas químicas 195 veces entre 1983 y 1988. Hasta 1984, Estados Unidos no condenó -y eso por medio de un portavoz oficial- el uso de este tipo de armas, pero no tomó medidas. «Una respuesta (oficial) típica a los informes sobre ataques químicos fue pedir ulteriores investigaciones», dice Power.
Estados Unidos había elegido a Iraq como su aliado para contener la revolución de los ayatolas iraníes. No hubo protestas por el genocidio de los kurdos. Bagdad fue beneficiado con un crédito de 500 millones de dólares para comprar alimentos y otros bienes que Iraq, principal exportador de petróleo a Estados Unidos en aquella época, pagaría con crudo.
El Senado aprobó un proyecto de ley con sanciones económicas severas contra el régimen de Sadam. Pero el gobierno de Ronald Reagan hizo todo lo posible para impedir que prosperara y lo consiguió. «Estados Unidos nunca castigó el uso de armas químicas ni amenazó con sanciones futuras», dice Power. «Lo máximo que hizo fue advertir a Iraq de que nuevos ataques provocarían que el Departamento de Estado ‘reconsiderara’ su oposición a las sanciones (propuestas por el Senado)». Sin embargo, el genocidio de los kurdos se convirtió en uno de los motivos esgrimidos por Washington para organizar la Guerra del Golfo y hoy vuelve a ser utilizado como pretexto.
No puede extrañar este tipo de políticas en el país más agresivo de la tierra. Debe recordarse que, desde 1898 a 2001, Estados Unidos ha intervenido militarmente 134 veces en 53 zonas diferentes. España inauguró ese furor intervencionista, que ahora se dirige contra Iraq. Dos campañas llamativamente paralelas, según recordaba La Aventura de la Historia (nº 49, noviembre, 2002).