Rusia tiene muchos de los ingredientes que hacen de su política nacionalista y expansionista un camino irremediable hacia la guerra.
Evocación nacionalista-imperialista
La evocación nacionalista de Vladimir Putin a la Gran Rusia mezcla un poco de historia soviética, mucho de Romanov y una pizca de remotos reinos medievales en un confuso coctel que tanto sirve para justificar la invasión de Ucrania como para lo contrario. Lo único nítido es que la historia imperial rusa está llena de líderes con ambiciones desmedidas que plantaron cara a sus rivales y expandieron las fronteras rusas hasta los confines de Europa y Asia. Se calcula que el Imperio ruso aumentó durante el largo reinado Romanov, desde el siglo XVII hasta principios del siglo XX, una media de 142 kilómetros cuadrados al día, el equivalente a 52.000 kilómetros cuadrados cada año.
Uno de los reyes de esta dinastía que más contribuyó a la gloria de Rusia fue Pedro El Grande, hacia el que Putin nunca ha disimulado su admiración y con cuyos cuadros suele decorar sus estancias oficiales.
Por supuesto, también Putin, añora el antiguo pacto de Varsovia, con todos los satélites de la antigua URSS. Como la mayoría de los nacionalismos, sienten la necesidad de ser expansivos desde un punto de vista imperialista, sometiendo ideológicamente (cultura, lengua, economía…) a los distintos pueblos que ocupan o pretenden ocupar.
No conocer la democracia.
No se puede olvidar que Rusia nunca ha vivido una democracia plena. Del zarismo a la URSS, de la caída del muro al nuevo zarismo comandado por un ex-miembro de la KGB, en connivencia con un grupo de oligarcas y mega ricos que se hicieron con el comercio de la energía y las armas, aprovechando el tirón del desmembramiento de la URSS.
Y lo peor no es solo esto, sino que Rusia se mira en el espejo del patio trasero, China, otra dictadura que tiene poder un poder político, militar y económico sin precedentes.
El papel de la Iglesia Ortodoxa. Aquí no hay «Pedro»
La Iglesia Ortodoxa parece posicionarse en favor de la guerra. Putin, desde el comienzo de su mandato, la ha utilizado para mantener su influencia en la sociedad, favoreciéndola con ayudas de todo tipo.
El patriarca Kirill, jefe de la poderosa iglesia ortodoxa rusa desde 2009, es uno de los pilares del sistema establecido por Vladimir Putin. No duda en justificar la represión policial de las manifestaciones de oposición o en bendecir las armas y las guerras de Moscú en el extranjero.
En 2012, expresó su fidelidad proclamando que la presidencia de Putin es «un milagro de Dios».
El patriarca ortodoxo ruso Kirill calificó, hace unos días, a los opositores de Moscú en Ucrania, de «fuerzas del mal» que quieren romper la unidad histórica entre las dos naciones, en el cuarto día de la invasión por Rusia de la vecina exrepública soviética.
El actual patriarca ruso afirmó en fechas recientes «Que Dios nos proteja de que la actual situación política en Ucrania, país hermano que nos es cercano, se utilice de modo que prevalezcan las fuerzas del mal», declaró Kirill en su sermón dominical, quien por lo tanto, parece apoyar la invasión rusa de Ucrania.
Según él, las «fuerzas del mal» son las que «combaten la unidad» de la iglesia ortodoxa rusa con los países surgidos de la Rus, un Estado medieval que se considera el antepasado de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.
En Ucrania, en 2019 se había dotado de una iglesia ortodoxa independiente del patriarcado de Moscú, una decisión histórica que puso fin a más de 300 años de tutela religiosa rusa y provocó la ira de Rusia y de Kirill.
Es evidente el problema de la Iglesia Ortodoxa, sometida a los bandazos de los nacionalismos, de las circunstancias particulares; con ausencia de propuestas de universalidad y unidad, que pueda situarse moralmente por encima de las propuestas políticas de turno. Aquí no hay un «Pedro»
Luis Antúnez