DE LA IGLESIA DE LOS PRINCIPES A LA IGLESIA DE LOS POBRES

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En nuestro mundo actual es de todos conocido que los países en que la Iglesia muestra mayor vitalidad son aquellos donde ha chocado con dificultades… El Concilio no ha cesado de enviar llamadas pidiendo un retorno a la pobreza. Sin embargo, la pobreza es antes que nada una actitud espiritual; la pobreza material vendrá después. La pobreza es desprendimiento. Uno se despoja de lo que son entorpecimientos humanos porque sólo quiere religarse con Cristo…
Empezamos hablando de las misiones. El problema misional estriba en que la Iglesia, al presentarse ante un pueblo no cristiano, le entregue el Cristo que posee; para ello, no puede dar otra impresión diferente de la que daba Jesús. Ciertamente no todos se van a convertir, como tampoco se convirtieron todos, los que oyeron a Jesús, pero lo importante es que Jesús sea anunciado y que los que están dispuestos a recibirle puedan hacerlo. Para exponer el problema sin ambigüedades, pongamos un ejemplo: Supongamos que un chino o un indio llegan a París y visitan la catedral de Notre-Dame. ¿Recibirán la misma impresión que al leer el Sermón del Monte? En otros términos: la catedral de Notre-Dame, ¿es el Sermón del Monte labrado en piedras?

A veces, se ha llegado a afirmar esto de las catedrales medievales; pero, ¿es verdad? Yo creo que el indio o el chino que visite Notre-Dame recibirá una impresión de grandeza, de majestad: la impresión que produce una maravilla de arte, una impresión religiosa de la Majestad divina. Pero todo esto no es la impresión de Jesús, pobre y humilde de corazón; es algo muy distinto. A quien nosotros buscamos es a Jesús; no buscamos el Reino de Dios tal como lo imaginaron los hombres en otro tiempo y como nosotros lo podríamos imaginar, sino el Reino de Dios que predicaba Jesús. Nosotros somos sus discípulos.

He hablado de un chino o de un indio, pues, por hipótesis, habíamos elegido las misiones como punto de partida. Pero yo me pregunto si no ocurrirá lo mismo a la gran mayoría de los franceses y especialmente al 82 por 100 de parisienses, en su mayoría (95 por 100) hombres cultos, que no van a Misa; hombres para los que ni Cristo ni la Iglesia representan un valor en sus vidas…

Hoy día, cuando tantos se preocupan por las encuestas de tipo sociológico, yo invitaría a cualquiera a colocarse en los alrededores de Notre-Dame y a preguntar indistintamente a cuantos transeúntes se acerquen, qué representa a sus ojos tan maravillosa catedral. Sería curioso saber cuántos responderían «Jesucristo».

UNA GRAN AMBICIÓN

Nos remontamos a muy antiguo. Después de la era de las persecuciones, en el siglo IV- hace ya mil quinientos años – cuando los emperadores romanos se convirtieron al cristianismo, dieron con toda naturalidad un gran viraje a su política religiosa. Cuando todavía eran paganos, perseguían a los cristianos porque el cristianismo se oponía a la política religiosa del Imperio; después de la conversión van a protegerlos, pero seguirán considerando natural extender su patronato a la Religión; y los cristianos, que habían sufrido durante la persecución, acogieron esta protección con entusiasmo.

Esto no supuso, en modo alguno, la persecución para los paganos; a éstos no se les mete en prisiones ni se los mata. El emperador se limita a reservar sus favores a los cristianos. Sin embargo, hay algo que no se pone en duda: la verdad cristiana será el fundamento del nuevo orden social.

Después, el Imperio de Occidente se derrumba. Los bárbaros se convierten y la Iglesia, que los ha convertido, representa para ellos lo mismo el orden romano que los valores de civilización que vienen de Roma. La conversión de los bárbaros se efectúa, a través de la de sus príncipes y aristócratas: los pueblos les siguen dócilmente. Entonces empieza a desarrollarse una gran ambición: hacer un mundo cristiano, una sociedad impregnada de cristianismo. Así se llegará a una cristiandad donde todo será cristiano, donde todos los valores humanos se pondrán al servicio de Cristo y donde la Iglesia gobierne por vía de lo espiritual. Los príncipes son cristianos y la Iglesia los corona; los gremios de artesanos son cristianos, y tienen, su capilla donde celebran oficios religiosos que alternan con actividades profesionales; incluso- los guerreros, pues aquélla era una sociedad militar, reciben una bendición especial de la Iglesia para santificar sus armas.

La Iglesia como tal, la Jerarquía eclesiástica, dirige con su enseñanza doctrinal y moral. Todo es cristiano, todo es Reino de Dios. Esto nos trae a la memoria el verso de Víctor Hugo: «Las dos mitades de Dios: el Papa y el Emperador.»
Magnífica ambición en la que no se entreven todavía los puntos débiles.

LA GRAN TENTACIÓN

¿Qué puesto va a ocupar en esta sociedad cristiana la pobreza de Cristo? Va a quedar al margen. Esto significa que las estructuras de la cristiandad son ajenas a la pobreza. En pocas palabras: se va a echar en olvido. En la construcción de las catedrales y de los palacios papales o episcopales, en el esplendor de la Liturgia, en las relaciones de la Iglesia con el Estado, en la enseñanza de la Teología va a estar totalmente ausente la pobreza. Sin embargo, va a tener una gran importancia en la espiritualidad individual. Un siglo tras otro, almas enamoradas de Cristo responderán a su llamada.

Se intentará restablecer la pobreza evangélica incluso a través de instituciones oficiales, pero éstas viven un tanto al margen del pueblo; el conjunto de la Iglesia vive orientado en otro sentido. Esta reacción institucional cuaja en las órdenes religiosas.

Viene primero la reacción del Císter contra Cluny, con sus conventos más pobres y sus iglesias más sencillas, y sobre todo la reacción de San Francisco de Asís y de las Ordenes Mendicantes. Todos los fundadores modernos de Ordenes Religiosas comparten, esta misma preocupación y tienen que luchar constantemente con la tendencia general que tiende a hacer de los valores cristianos, simples valores humanos. Un ejemplo característico lo tenemos en el hábito franciscano, que nace como un signo de pobreza y acaba por convertirse en una vestidura casi lujosa y cara.

Cuando un asceta, apasionado de la pobreza, llega a Obispo o a Papa, podrá seguir viviendo pobre en su vida privada, pero tan pronto como aparezca en público no tendrá más remedio que acomodarse a la pompa y al lujo que forman parte de la función.

En el pasaje de las tentaciones de Jesús (Mt 4, 8-10) leemos que el diablo llevó al Señor a un monte desde donde le mostró todos los reinos del mundo con su gloria y le dijo: «Todo esto te daré si postrándote me adorares.» Jesús respondió: «Retírate, Satanás, que escrito está: al Señor tu Dios adorarás y a El sólo servirás. »

Sin embargo, en el fervor de aquella época la cristiandad quiso ir más lejos: adorar, sí, al verdadero Dios y a El sólo darle culto; pero esto no basta; hay que hacer todavía más: hay que poner los reinos de la tierra y todos los valores del mundo al servicio de Dios. Hasta ahora eran posesión del demonio: le serán arrebatados.

Jesús, ni siquiera parecía haber soñado en tan clamoroso triunfo. Decididamente, los hombres somos más fuertes que El.

Pero, en realidad, ¿no se le ocurrió a Jesús tal posibilidad, o más bien la rechazó de propósito? ¿Es posible que viera El algún inconveniente en esta concepción tan grandiosa? ¿Pero se puede poner limite a la gloria que las criaturas tributan a Dios?

Ahora ya conocemos los cauces históricos por donde discurrió tan esplendorosa concepción y cómo dio lugar a una decadencia tal que, ante ella, los mismos defensores de la Iglesia se sienten espantados. La mayor parte afirman tajantemente: hay que cambiar de orientación: ésta es la explosión a la que hemos asistido en el Concilio. Pero es de tal envergadura el cambio que se propone, que ni se sabe por donde empezar, pues se tiene la impresión de que hay que revisar todas las estructuras.

Hay otros que siguen aferrados a antiguas fórmulas y desean mantenerlas, pero no se sienten más optimistas que los primeros. Su actitud es más bien la contraria: el mundo está corrompido; aguantemos hasta el final, y si es necesario morir, muramos.

En definitiva, los hombres se habían creído capaces de dominar el mundo y consagrarlo a Dios, pero al cabo de mil años nos damos cuenta de que somos prisioneros del mundo. Hemos encerrado a Cristo en una jaula de barrotes dorados; le hemos instalado sobre un trono del que no puede descender. ¿cuál de las dos actitudes será la que perviva? ¿Vamos a volver otra vez a vivir como el Cristo del evangelio, o nos aplastarán una vez más las estructuras?

Todo esto es tan general, que cada cual podrá sacar de aquí lo que quiera. Las aplicaciones prácticas aclaran los principios. Examinemos dos hechos fundamentales.

EL ESTADO CRISTIANO

En las estructuras de la cristiandad no sólo están unidos Estado e Iglesia, ya que para ello deberían ser dos entidades distintas. El Estado forma parte de la cristiandad; es un miembro de la Iglesia.

El emperador y los reyes reciben su poder de Dios, lo mismo que el Papa y los obispos; su función es simplemente distinta, pero al igual que los obispos, tienen a su cargo el gobierno del pueblo cristiano. La armonía del sistema hubiera exigido que entre el emperador y los reyes rigieran las mismas relaciones que entre el Papa y los obispos, pero los reyes no se mostraron suficientemente dóciles. Sin embargo, abundan bellas teorías y especulaciones de tipo místico sobre el emperador como queriendo conformar la realidad con el sueño… «Las dos mitades de Dios: el Papa y el Emperador. »

El Papa aparece como una especie de rey de reyes y cubre su cabeza con una tiara para expresar que se halla por encima de los monarcas de la tierra.

La cristiandad, por tanto, no sólo la forma el pueblo cristiano, sino también los Estados y los reyes, quienes tienen en ella un puesto oficial. Esto se echa de ver en los concilios donde los príncipes participan y tienen un lugar. Los concilios no pueden reunirse sin ellos y allá envían sus embajadores. Los obispos de su territorio, a los que consideran como de su propiedad, tampoco pueden asistir sin su autorización y antes de partir reciben las oportunas instrucciones.

Igualmente, si un país «miembro» de la Iglesia se separa de Roma, de hecho, queda constituido en Estado independiente. Cuando el Cisma de Occidente, cierto número de Estados, con sus príncipes, obispos y pueblos rompen con Roma; los príncipes y reyes arrastran a los obispos, que han sido nombrados por ellos. El pueblo sigue a sus pastores: los príncipes y los obispos. Así se consuma el Cisma. Más tarde, en la época de la Reforma, el mismo fenómeno. Los pueblos se separan conducidos por sus príncipes y reyes. Cuando el soberano sigue fiel al Catolicismo, el pueblo continúa siendo católico.

El soberano tiene la misión de asegurar la fe. Ni el príncipe protestante acepta católicos en su territorio ni el católico puede aceptar protestantes. En algunos países, después de encarnizadas luchas, se llega, por fin, a una fórmula de convivencia. Pero a nadie le parece buena esta salida. Cuando Luis XIV de Francia, católico, revoca el Edicto de Nantes y quita libertad de acción a los protestantes, tranquiliza su conciencia y la de la mayoría de los franceses, restableciendo una situación que él consideraba natural: la misma que regía tanto en países protestantes como católicos.

Todas estas deserciones acortan las fronteras de la Iglesia, pero en nada influyen sobre la doctrina. La Iglesia sigue siendo la universalidad de los cristianos, y como todos los hombres tienen el deber de ser cristianos, la Iglesia es en teoría la universalidad de los hombres. Lo sea o no lo sea de hecho, eso no tiene ninguna importancia desde el punto de vista teórico. Hasta nuestros días, los teólogos siguen manteniendo tranquilamente que todos los hombres, por tener derecho a formar parte de la Iglesia, están en la obligación de prestarle obediencia y que el Papa puede en justicia marcarles a todos una línea de conducta… El hecho no tiene importancia doctrinal.

El siglo XIX, con la aparición del Estado laico, provoca tal agitación que ya nadie espera se pueda volver a usos pasados; sin embargo, una vez más, cuando la elección de Pío X en 1903, la Iglesia va a permitir que un emperador intervenga en la elección de un Papa.

La cristiandad sigue disminuyendo constantemente, pero no sus aspiraciones. Cuando en el siglo XIX el Estado se separa, dejando en libertad a la Iglesia, ésta se servirá de la libertad concedida para tratar de reconstruir la ciudad cristiana en el corazón de un Estado neutral. En la medida de lo posible, el católico vivirá así en un ambiente cristiano desde su nacimiento hasta su muerte; sin hablar más que con católicos y sin ver ni oír nada que no sea católico. No se conseguirá totalmente, pero a ello se tiende. La Iglesia se cierra en sí misma; los contactos con los no creyentes son peligrosos; hay que preservar la fe evitando el contagio.

En algunos países africanos, los misioneros, creyendo que no hay medio de convertir a los adultos, deciden dedicarse a los niños a los que bautizan y educan en la fe. Después unirán en matrimonio a los jóvenes católicos con alumnas recién salidas de las escuelas misionales y formarán aldeas cristianas, de tal manera que puedan pasar su vida en un ambiente cristiano sin contacto con el exterior. Es la aplicación pura del sistema que se quería establecer en todas partes.

¿Ocurre esto en todas partes? Recientemente leía yo un artículo de un católico sueco sobre la Iglesia católica en su país. Explicaba cómo allí, en Suecia, el problema escolar era el principal de todos. Son 5.000 el número de católicos suecos, el uno por mil de la población; comparativamente la mitad que en Japón, y el problema fundamental está en protegerlos del contagio.

¿Y la pobreza de Cristo? ¿Se plantea el problema de la pobreza en otro nivel que no sea el estrictamente personal? La escuela católica, ¿no debe ser tan acogedora y estar tan bien montada como las demás escuelas? Los príncipes católicos, ¿no debían revestirse de tanta magnificencia, o más si fuere posible, que los no católicos, siempre que su corona rematada en cruz les distinguiera de los demás? Y el Papa, que es rey de reyes, ¿no debe sobrepasar a todos los reyes en magnificencia?

La Iglesia es un inmenso organismo donde se dan cita todas las riquezas humanas. En nuestro mundo moderno, al desaparecer los soberanos católicos, hemos empezado a reconstruir la ciudad de Dios en el interior de las sociedades humanas. La Iglesia se convierte en un haz de instituciones de todo tipo, donde se mezclan las catedrales y los palacios, las escuelas y los hospitales, las sociedades deportivas y, en nuestros días, incluso los cines. ¿Será capaz un no católico de discernir el lazo que une a todo esto con Jesús?

En una clínica, propiedad de religiosas, las Hermanas pueden vivir pobremente y dedicar a la pobreza un capítulo importante en su vida espiritual; pero la clínica tiene que estar en disposiciones de rivalizar con establecimientos semejantes no católicos; la clínica puede ser rica y los administradores y responsables se ven devorados por la fiebre del dinero.

¿Cómo admirarse si a los ojos de muchos hombres, la Iglesia aparece como una pujante institución, que busca alcanzar los mismos objetivos que el mundo y se sirve para ello de los mismos medios?

Desde otro punto de vista, en aquella mentalidad cristiana, la ciudad de los hombres, al estar integrada dentro de la Iglesia, participa de su carácter divino. Suprimir alguna de sus instituciones sería como arrebatarle algo a Cristo. Sin embargo, el mundo de los hombres y su ciudad no cambian. Cuando espíritus innovadores quieren modificar algo, se encuentra delante de un bloque donde todo se les presenta como de Cristo. Todo intento de reforma se convierte así en un atentado contra Su persona. De ahí el carácter conservador de la Iglesia y su vinculación a los regímenes antiguos. De ahí también que todos los movimientos nuevos se revuelvan contra la Iglesia, aun cuando sus objetivos nada tengan que ver con Cristo.

La Iglesia es rica y se aferra a todas sus riquezas: edificios, formas de enseñanza, seguridad incondicional. Cuantos más bienes y más instituciones profanas posea, más triunfante aparecerá la Iglesia.

En algunos períodos de su historia, las riquezas le han abocado a graves crisis. Jamás la Iglesia ha abandonado sus bienes sin que se la despoje violentamente; cada vez que ha sido despojada, ha resistido hasta lo último y al fin lo ha lamentado amargamente. Esto da mucho que pensar.

Tampoco faltan ejemplos históricos para probar que la Iglesia se ha revitalizado al ser despojada de sus bienes. Igualmente en nuestro mundo actual es de todos conocido que los países en que la Iglesia muestra mayor vitalidad son aquellos donde ha chocado con dificultades.

En el Concilio han sido muchas las voces oídas en este sentido, y pidiendo claramente una vuelta a la pobreza tan alabada por Jesús. Sin embargo, cuando vemos las consecuencias a que ello conduciría, quedamos espantados.

Ello nos permite darnos cuenta del alcance que tiene un principio formulado por Pablo VI: La Iglesia no puede ser en adelante una potencia política, sino únicamente religiosa. Visión completamente distinta. ¿Cuánto tiempo será necesario para que dicho principio impregne las costumbres, las actitudes, el lenguaje… ?

LA CULTURA CLÁSICA

Pasemos a un plano completamente diferente.
Muchas veces se ha alabado a la Iglesia por haber salvado en Occidente la cultura clásica… Con ello ha prestado un servicio inmenso. Pero hoy día empezamos a plantearnos el problema de si la Iglesia con ello predicaba a Cristo.

Adueñándose de la cultura clásica, la Iglesia ha encontrado un instrumento admirable para su propio desarrollo. Platón, Aristóteles, Cicerón y Séneca han proporcionado a la reflexión cristiana un cuadro de pensamiento sin el que durante mucho tiempo no habría pasado de balbuceos. ¡Admirable riqueza! Riqueza, sí. En ella ha quedado prendida la Iglesia como les suele suceder a los ricos con sus tesoros.

Gracias al pensamiento grecolatino se llega a formular la doctrina católica con una precisión cada vez mayor, pero se cae en el defecto de incapacitarse para formularla de otro modo. Otras concepciones ideológicas surgen en el mundo. El pensamiento occidental se enfrenta con problemas nuevos, y, más tarde, cuando se descubren otras civilizaciones, se encuentran concepciones de la vida de un signo totalmente diferente al que se conocía. Mientras tanto, el pensamiento de la Iglesia sigue centrado en unos puntos de vista en los que se ancló hace tiempo con una metodología, una problemática e incluso un lenguaje propios. Los nuevos pueblos no pueden llegar a Cristo sino por este camino.

El problema ha sido objeto de constante controversia. Siempre ha habido espíritus que han creído necesario presentar el cristianismo de una manera adecuada a las aspiraciones del momento. Así sucedió en Europa, y después en China y en la India cuando la Iglesia se encontró con grandes culturas humanas. Algo semejante está ocurriendo hoy en el África negra cuando se ha empezado a descubrir en el alma negra unos recursos mentales que ni se sospechaba. Pero la Iglesia sigue fiel a la tradición clásica en la que se fraguó su pensamiento. En ella tiene una admirable riqueza. ¿No sería una locura dejarla perder alegremente?

LA FE EN JESUCRISTO

«¿Maestro, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. »
Es el grito que se eleva del Concilio, que en definitiva viene a decirnos: Hay que llevar el mensaje cristiano a todos los hombres de hoy en términos para ellos inteligibles. ¡Qué hermoso! Ante todo, predicar a Cristo. Ante todo, que la Iglesia sea una continuación de Jesús; que todo el mundo vea que la Iglesia es la que fundó y la que los Apóstoles extendieron por el mundo.

Tratamos un problema delicado. Jesús sabía muy bien lo que hacía cuando rechazaba los reinos de la tierra. Aunque su ley, como un fermento, debe impregnar todo lo humano, y aunque nada humano le es ajeno, El no acepta lo humano sin más; antes, se llega hasta lo humano como un fermento. Lo humano puede cambiar: las formas políticas, sociales, económicas, intelectuales, filosóficas, artísticas, literarias; todo lo humano cambia, pero la vida de Cristo sigue siendo la misma, impregnando todas las cosas.

Todo puede cambiar. Cristo permanece. Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. La fe en Cristo Jesús; sólo en Cristo. Ni en la cristiandad dominada por el emperador coronado de oro, ni en la filosofía escolástica que ha servido de instrumento a la formulación de la doctrina, ni en los ritos, ni en la lengua, ni en las costumbres, ni en los títulos que han ido precisándose, multiplicándose, estabilizándose con el correr de los siglos en un occidente que se creía a sí mismo estabilizado, pero que no lo estaba porque las formas humanas no se estabilizan jamás: un occidente que ha ido progresivamente separándose de Cristo y de su Iglesia a medida que los creía ligados a formas envejecidas.

Los hombres han sentido vibrar en la voz de Juan XXIII el eco de sus aspiraciones.
Y el Papa reúne el Concilio; como misión no le asigna proclamar nuevos dogmas, sino estudiar cómo se ha de presentar el mensaje a los hombres de hoy. Después, Pablo VI insiste… La Iglesia, todos los obispos venidos del mundo entero a la llamada del Soberano Pontífice se reúnen en torno suyo.

Sin embargo, lo que vemos no es un movimiento que parte de cero. Desde principios de siglo – sin duda desde que se empieza a comulgar frecuentemente – se aprecia como una acción del Espíritu, ya en una dirección, ya en otra, pero que va transformando constantemente la faz de la Iglesia. El Concilio ha sido como la explosión de algo que se venía incubando hace tiempo y que los más avisados presentían de mil maneras.

El Concilio no ha cesado de enviar llamadas pidiendo un retorno a la pobreza. Sin embargo, la pobreza es antes que nada una actitud espiritual; la pobreza material vendrá después. La pobreza es desprendimiento. Uno se despoja de lo que son entorpecimientos humanos porque sólo quiere religarse con Cristo.

«Donde está tu tesoro, está tu corazón.» «No se puede servir a Dios y a las riquezas.» Hemos creído encontrar otra solución sirviendo a Dios con las riquezas, pero hemos caído en la trampa.

Es verdad que el cristianismo está encarnado – esto lo sabemos bien – y que se manifiesta mediante formas humanas. No se construye una iglesia sin antes traer los materiales de donde se encuentren. A Cristo se le da a conocer a través de todas las obras humanas: las del pensamiento, la filosofía, el arte, la literatura, y las obras de misericordia que cubren en el hombre las necesidades de orden corporal y social. Nada hay más encarnado en la realidad que la encíclica Pacem in terris… Y si manifiesta tal virtualidad es porque, como en seguida se echa de ver, todo está en función de una sola preocupación: lo que pide el servicio de Cristo.

Estar en disposición de cambiar tan pronto como el servicio de Cristo lo exija. Nosotros estamos fijos en él solo, porque siempre será el Salvador. Todo lo demás cambia. Todo lo demás, las formas humanas que pasan como una nube…

Sin embargo, la obra ante la que hoy se enfrenta la Iglesia es inmensa, y se comprende que los Padres del Concilio hayan vacilado antes de decidirse sobre muchos puntos. Todo el mundo observa la diferencia existente entre la nitidez de las declaraciones de orientación y la lentitud en decidirse por las fórmulas de aplicación. La Iglesia, hoy día, es un organismo inmenso, que a lo largo de los siglos ha ido desarrollándose progresivamente; aun cuando se le presenten muchas necesidades nuevas, no puede tirar todo por la borda y volver a empezar desde el punto de partida. Cuando el Papa fue a Jerusalén fue como peregrino, y el haber realizado una peregrinación auténtica constituyó un éxito asombroso; iba para poner sus pasos en los pasos de Jesús, y lo hizo: todo el mundo lo pudo apreciar. Sin embargo, el viaje lo hizo en avión, fue recibido por Jefes de Estado; iba revestido de púrpura; y por todas partes donde iba se le trataba como a un pontífice. ¿Hubiera podido hacerlo de otra manera? ¿Y lo esencial, no era que hacía el viaje como peregrino?

Se trata, por tanto, de volver a considerar toda la vida de la Iglesia desde un único ángulo de visión: Jesucristo. Pero, para que Jesús actúe libremente en su Iglesia, debe hallarla desprendida de las cosas de este mundo. Y sólo se verá desprendida si ama la pobreza, pues sólo cuando se tiene el corazón en realidades más altas se puede vivir desprendido de las cosas de este mundo.