Aunque mayormente conocida por su producción poética, la mexicana Rosario Castellanos, también desde la prosa de sus numerosos artículos, cuentos y obras de teatro, se convirtió en una figura combativa contra la marginalidad del indio y de la mujer, y en la denuncia de cualquier situación de servidumbre «amo/esclavo», claves además de su trayectoria intelectual, en sus estudios universitarios de Filosofía y Literatura y su labor docente en facultades de México, Israel y EE.UU.
1.- Vida
Nacida en la ciudad de México, el 25 de mayo de 1925, su vida siempre estuvo muy ligada a la región de Chiapas, donde se crió. Rosario no tuvo una vida fácil, y, como tantos escritores del continente americano, no tuvo una muerte natural. Su infancia estuvo llena de tensiones amargas, vivencias contradictorias que a la luz del tiempo se revelan como materia esencial en su vida y en su obra: hija de un latifundista, vivió temprano el autismo indiferente de su padre, para quien el nacimiento de una niña primogénita supuso una insalvable decepción. Por ello fue educada desde entonces para la vida monacal, y aislada del contacto del mundo, en la hacienda que sus padres poseían al sur de México, en el estado con mayor población de indios mayas.
Al margen de la indiferencia de sus padres, máxime a raíz del posterior nacimiento y fallecimiento de su hermano, dos sucesos conmocionaron profundamente la vida de Rosario, niña entonces perceptiva e hipersensible, que habría de descubrir a través suyo las razones de su compromiso y el origen de su desasosiego existencial. Uno de ellos se relaciona con el aprendizaje del poder y de la injusticia, a través de los indios que, en la propia hacienda de su infancia, le mostraron el verdadero rostro de la desigualdad social, sobre todo en la figura de María Escadón, compañera de juegos de Rosario, una niña «cargadora», personaje común e institucionalizado en la vida de los terratenientes mexicanos de la época. El otro, la temprana e inesperada muerte de su hermano.
Por esa toma de conciencia, entre otras cosas, la actividad literaria y humana de Rosario Castellanos ha estado ligada permanentemente a la denuncia de la marginalidad indígena, tanto en su obra literaria, como en su trabajo para el Instituto Nacional Indigenista, o en la dirección del teatro pedagógico en Chiapas.
Por extensión, su compromiso social se expresa también en la formulación de un feminismo arriesgado y moderno, que la acompaña hasta el final de su vida, en 1974, cuando desempeñaba funciones en la Embajada de México en Israel. Mucho antes, Castellanos había emigrado a EE.UU., abandonando su país como protesta por la política universitaria de México.
2.- Poesía
Apuntes para una declaración de fe (1948)
(…)
La serpiente debía tener manos
para frotarlas, una contra otra,
como un burgués rechoncho y satisfecho.
Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos
o bien para aplaudir simplemente
para tener bastón y puro
y sombrero de paja como un dandy.
La serpiente debía tener manos
para decirle: estamos en tus manos.
Porque si un día cansados de este morir a plazos
queremos suicidarnos abriéndonos las venas
como cualquier romano,
nos sorprende saber que no tenemos sangre
ni tinta enrojecida:
que nos circula un aire tan gratis como el agua.
Nos sorprende palpar un corazón en huelga
y unos sesos sin tapa saltarina
y un estómago inmune a los venenos.
El suicidio también pasó de moda
y no conviene dar un paso en falso
cuando mejor podamos deslizarnos.
¡Qué gracia de patines sobre hielo!
¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!
¡Qué maquinaria exacta y aceitada!
Así nos deslizamos pulcramente
en los tés de las cinco –no en punto- de la tarde,
en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera
costumbre traducida del inglés.
Padecemos alergia por las rosas,
por los claros de luna, por los valses
y las declaraciones amorosas por carta.
A nadie se le ocurre morir tuberculoso
ni escalar los balcones ni suspirar en vano.
Ya no somos románticos.
Es la generación moderna y problemática
que toma coca-cola y que habla por teléfono
y que escribe poemas en el dorso de un cheque.
Somos la raza estrangulada por la inteligencia,
«la insuperable,
mundialmente famosa trapecista
que ejecuta sin mácula
triple salto mortal en el vacío».
(La inteligencia es una prostituta
que se vende por un poco de brillo
y que no sabe ya ruborizarse.)
Puede ser que algún día
invitemos a un habitante de Marte
para un fin de semana en nuestra casa.
Visitaría en Europa lo típico:
alguna ruina humeante
a algún pueblo afilando las garras y los dientes.
Alguna catedral mal ventilada,
invadida de moho y oro inútil
y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra».
Fotografiaría como experto turista
los vientres abultados de los niños enfermos,
las mujeres violadas en las guerras,
los viejos arrastrando en una carretilla
un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.
Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,
a las familias reales sordomudas e idiotas,
al hombre que trabaja rebosante de odio
y al que vende el honor de sus abuelos
a la heredera del millón de dólares.
Y luego le diríamos:
«Esto es sólo la Europa de pandereta.
Detrás está la verdadera Europa:
la rica en frigoríficos –almacenes de estatuas
donde la luz de un cuadro se congela,
donde el verbo no puede hacerse carne.
Allí la vida yace entre algodones
y mira tristemente tras el cristal opaco
que la protege de corrientes de aire.
En estas vastas galerías de muertos,
de fantasmas reumáticos y polvo,
nos hinchamos de orgullo y de soberbia.»
Los rascacielos ya los has visto de lejos:
los colmenares rubios donde los hombres nacen,
trabajan, se enriquecen y se pudren
sin preguntarse nunca para qué todo esto,
sin indagar jamás cómo se viste el lirio
y sin arrepentirse de su contento estúpido.
Abandonemos ya tanto cansancio.
Dejemos que los muertos entierren a sus muertos
y busquemos la aurora
apasionadamente atentos a su signo.
(…)
A la mujer que vende frutas en la plaza (en El rescate del mundo, 1952)
Amanece en la jícaras
y el aire que las toca se esparce como ebrio.
Tendrías que cantar para decir el nombre
de estas frutas, mejores que tus pechos.
Con reposo de hamaca
tu cintura camina
y llevas a sentarte entre las otras
unas ignorante dignidad de isla.
Me quedaré a tu lado,
amiga,
hablando con la tierra
todo el día.
La oración del indio (en El rescate del mundo, 1952)
El indio sube al templo tambaleándose.
ebrio de sus sollozos como de un alcohol fuerte.
Se para frente a Dios a exprimir su miseria
y grita con un grito de animal acosado
y golpea entre sus puños su cabeza.
El borbotón de sangre que sale por su boca
deja su cuerpo quieto.
Se tiene, se abandona, duerme en el mismo suelo
con la juncia y respira
el aire de la cera y del incienso.
Repose largamente
tu inocencia de manos que no crucificaron.
Repose tu confianza
reclinada en el brazo del Amor
como un pequeño pueblo en una cordillera.
Monólogo de la extranjera (en Al pie de la letra, 1959)
Vine de lejos. Olvidé mi patria.
Yo no entiendo el idioma
que allá usan de moneda o herramienta.
Alcancé la mudez mineral de la estatua.
Pues la pereza y el desprecio y algo
que no sé discernir me han defendido
de este lenguaje, de este terciopelo
pesado, recamado de joyas, con que el pueblo
donde vivo, recubre sus harapos.
Esta tierra, lo mismo que la otra de mi infancia,
tiene aún en su rostro,
marcada a fuego y a injusticia y crimen,
su cicatriz de esclava.
Ay, de niña dormía bajo el arrullo ronco
de una paloma negra: una raza vencida.
Me escondía entre sábanas
porque un gran animal
acechaba en la sombra, hambriento, y sin embargo
con la paciencia dura de la piedra.
Junto a él ¿qué es el mar o la desgracia
o el rayo del amor
o la alegría que nos aniquila?
Quiero decir, entonces,
que me fue necesario crecer de pronto
(antes de que el terror me devorase)
y partir y poner la mano firme
sobre el timón y gobernar la vida.
Demasiado temprano
escupí en los lugares
que la plebe consagra para la reverencia.
Y entre la multitud yo era como el perro
que ofende con su sarna y su fornicación
y su ladrido inoportuno, en medio
del rito y la importante ceremonia.
Y bien. La juventud,
aunque grave, no fue mortal del todo.
Convalecí. Sané. Con pulso hábil
aprendí a sopesar el éxito, el prestigio,
el honor, la riqueza.
Tuve lo que el mediocre envidia, lo que los
triunfadores disputan y uno solo arrebata.
Lo tuve y fue como comer espuma,
como pasar la mano sobre el lomo del viento.
(…)
Poesía no eres tú (En la tierra de en medio, 1972)
Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.
Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sino mirando frente a sí, hacia el otro.
El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
mudo en el que se anuda lo que se había roto.
El otro, la mudez que pide voz
al que tiene voz
y reclama el oído del que escucha.
El otro. Con el otro
la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan.
Meditación en el umbral (en Otros poemas, 1972)
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
No concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
Por Nayra Pérez