ENTREVISTA a NOAM CHOMSKY: Los DILEMAS de la DOMINACIÓN

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Hace 40 años en Brasil había un gobierno suavemente populista, el de Joao Goulart, y la administración Kennedy no pudo tolerarlo, así que organizó un golpe de Estado. Hoy el presidente de Brasil es un líder mucho más significativo, con mayor apoyo popular que el que Goulart jamás tuvo, pero no hay golpe militar, y la razón fundamental es que no hace falta. Las medidas neoliberales, implementadas sobre todo durante la administración Clinton, significan que no hay espacio para una formación económica democrática. Y las medidas neoliberales fundamentales, como la liberalización de los flujos de capital y las privatizaciones, tienen resultados económicos bastante dudosos, probablemente negativos, pero tienen un efecto muy claro en impedir la posibilidad de que los estados adopten alternativas.

Por Ulises Gorini
Revista acción

Poder y terror es el título del último libro de Noam Chomsky, el ensayista estadounidense que, según gente a la que le gusta confeccionar estadísticas, es el autor más citado mundialmente por otros intelectuales. A pesar de que su fama comenzó como lingüista, pocos saben que en realidad lo primero que escribió y publicó es un texto político: fue en 1939, «después de la caída de Barcelona» en manos de los franquistas, y él tenía diez años. Ahora, a los setenta y cuatro, su pasión por la política se ha intensificado casi en proporción directa con el interés del público en conocer sus opiniones. Ya desde hace muchos años -prácticamente desde la guerra de Vietnam- Chomsky no sólo escribe sino que se ha convertido en un agitador itinerante, que no cesa de reflexionar sobre el papel de Estados Unidos en el mundo y, últimamente, sobre la inacabada guerra en Irak. Acción lo entrevistó durante su primera visita a Cuba, que el gobierno de la isla calificó de histórica por la valentía de enfrentar la censura y la discriminación que impone el establishment norteamericano a aquellos que violan el persistente bloqueo. «Tardé mucho en venir», dijo emocionado. Pero ahí estaba, entre otras cosas para asistir a una conferencia científica internacional organizada en La Habana por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, en la que disertó sobre los dilemas del imperio en medio de la declarada «guerra contra el terrorismo».

-En sus escritos y conferencias sobre la guerra en Irak usted invierte la lógica del discurso de Bush. Si él dice que hace la guerra para combatir al terrorismo, usted opina que hacer la guerra conduce a la proliferación del terrorismo.

-Lo que sostengo es que si unos atacan los otros se van a defender. En cuanto a la proliferación del terrorismo como consecuencia de la guerra contra Irak, eso fue señalado incluso antes por los servicios de inteligencia norteamericanos y también por especialistas en relaciones internacionales. Si la estrategia de Seguridad Nacional anuncia que los Estados Unidos atacarán donde quieran, lo que consiguen de ese modo es que el atacado les responda, dicen los analistas. Los sostenedores de la Seguridad Nacional hicieron lo que anunciaban en Irak y obtuvieron la respuesta que los analistas pronosticaron. La gente busca alguna forma de defensa. Aunque, es claro, no pueden competir en fuerza militar con EE.UU., cuyo gasto en Defensa supera al del resto del mundo. Entonces el pueblo se vuelca a las armas que tiene a su disposición y esas son las armas del terrorismo. Es una cuestión simple de lógica.

–Entonces, ¿fue un error de Bush no tener en cuenta esos pronósticos o a pesar de esos pronósticos Bush decidió que había que hacerlo igual?

-La administración Bush entiende esto perfectamente bien, no quería ese resultado, pero eso no es importante. Lo importante es estar capacitado para dominar el mundo y para controlar las reservas de energía, que es a su vez un método para controlar Europa y Asia, sus mayores competidores por el poder. El gran dilema es que la violencia genera más violencia, y las víctimas potenciales de las armas de destrucción masiva y del terror van a usar las armas de los débiles, el terrorismo. Frente a esa realidad, las perspectivas son horrorosas. Pero es la lógica con que se manejan. También, hacia el interior de EE.UU., para llevar adelante sus programas domésticos intentan eliminar toda la legislación que ha protegido a la gente de las fuerzas del mercado. Pero a la vez necesitan un Estado fuerte, para proteger a los ricos y poderosos, no para que la mayoría tenga servicios sociales. Esa es la historia del imperialismo desde el siglo XVIII, cuando todavía los países que pertenecerían al Tercer Mundo eran casi iguales a los del Primer Mundo. Argentina, por ejemplo, era uno de los países ricos del mundo. Y en el siglo XVIII China e India eran las potencias comerciales del mundo. Lo que hoy es el Tercer Mundo fue obligado a aceptar las fuerzas del mercado, pero no Inglaterra, EE.UU., Alemania ni Francia. De hecho, los estados poderosos pudieron serlo porque violaron todas las normas del comercio libre y de la Organización Mundial del Comercio, o las normas que hoy se intentan fijar, que en definitiva están diciendo «no se desarrollen». En los propios EE.UU. tampoco hay un mercado libre. Mire, por ejemplo, las famosas nuevas tecnologías -computadoras, productos electrónicos, telecomunicaciones, Internet- se desarrollan por el impulso del Estado, a partir del sector estatal de la economía. Por ejemplo, el MIT -Massachusetts Institute of Technology- está recibiendo fuerte financiamiento del Estado para desarrollar lo que yo creo que es tecnología de avanzada (antes la computación, ahora la biotecnología) y recién después se lo pone en manos privadas. La idea es que el pueblo que paga sus impuestos sea el que corra con el riesgo. Pero unas son las reglas que se emplean para el propio desarrollo y otras las que se le aplican a los demás. Lo mismo que con la famosa deuda externa del Tercer Mundo: si un dictador del Tercer Mundo pide dinero y luego lo envía a un banco de Londres o lo usa para irse de vacaciones, cuando el que le prestó le pide que se lo devuelva, el dictador ya no lo tiene, y quienes pagan son los campesinos y los ciudadanos que no pidieron el dinero. Y los bancos ricos que lo prestaron ahora son financiados por el FMI a través de los impuestos. No es así cómo el capitalismo se supone que trabaja en teoría, pero ocurre en la práctica. El principio capitalista es que los que pidieron el dinero paguen el préstamo, y si el banco no puede tener su dinero de vuelta, es un problema del banco. Pero nadie cree en los principios capitalistas, solamente se los imponen a los débiles. Ocurre tanto hacia el interior de las sociedades como en la arena internacional, esa es toda la historia del capitalismo.

–Desde su perspectiva, ¿cómo debería resolverse la deuda de los países del Tercer Mundo?

-Muy simple. Una posibilidad es aceptar el principio capitalista, es decir que quienes pidieron el dinero -la gente rica y los dictadores- lo devuelvan, y los bancos que prestaron el dinero, si les salió mal es su problema. Otra forma de resolverla es adoptar el principio inventado por EE.UU. cuando liberó Cuba -es decir, evitó que Cuba fuera liberada- y canceló la deuda cubana con España, que fue llamada la «deuda odiosa». El argumento fue que era ilegítima porque no fue aceptada libremente por el pueblo de Cuba, entonces EE.UU. no iba a pagar por ella.

–Precisamente, el término de la deuda odiosa lo repitió Bush en relación con la deuda de Irak anterior a la invasión.

-Efectivamente, ahora, como EE.UU. está ocupando Irak, no va a pagar la deuda contraída por Saddam Hussein. Es lo mismo cuando las colonias americanas se liberaron de Inglaterra, se canceló la deuda.

–Esta estrategia belicista, de Seguridad Nacional en los términos que la enuncia Bush, es verdaderamente peligrosa incluso para Estados Unidos.

-Por eso es que los grupos de elite se oponen, porque dicen que hay formas más «baratas» de obtener los mismos objetivos. Es evidente la división en la elite política norteamericana acerca de este punto. Por ejemplo, la administración Bush ha sido objeto de enormes críticas por parte de la elite de relaciones exteriores. La guerra en Irak se concretó sin el respaldo de la ONU. Washington actuó según su Estrategia Nacional de Seguridad anunciada por el gobierno de Bush en septiembre de 2002, que causó preocupación y temores a escala mundial, inclusive entre la elite de política exterior. Se la vio como una versión bastante peligrosa de la máxima de Tucídides de que «las grandes naciones hacen lo que desean, y las pequeñas aceptan lo que deben». De manera reiterada, cada vez que Naciones Unidas cesa de servir de instrumento suyo, Washington la descarta. Por ejemplo, el año pasado el Comité de Desarme y Seguridad Internacional de la ONU adoptó una resolución que propuso medidas más fuertes para evitar la militarización del espacio, y otra para reafirmar el Protocolo de Ginebra, de 1925, contra el uso de gases venenosos y de guerra bacteriológica. Ambas fueron aprobadas de manera unánime, con dos abstenciones: las de EE.UU. e Israel. En la práctica la abstención estadounidense es lo mismo que un veto. La crítica en torno a la guerra de Irak no tiene precedentes. Ciertamente, existe un consenso acerca de los objetivos de esa guerra, pero existen también muchas divisiones acerca del uso de la fuerza militar o de la amenaza de su uso. Una parte sustancial de la elite preferiría utilizar formas económicas, políticas, para lograr lo que esencialmente son los mismos fines. No se trata de una objeción moral, se trata de una objeción pragmática, porque entienden perfectamente que el uso creciente de la fuerza militar aumenta las amenazas mundiales y en particular contra EE.UU. Y los dueños del mundo no quieren verlo destruido. En el Foro Económico Mundial, Collin Powell fue recibido de manera bastante hostil y casi no pudo hablar. Lo que pudiéramos llamar los sectores más moderados preferirían utilizar métodos llamados neoliberales para lograr la estrangulación y el control. Eso es muy claro en el caso de Brasil. Hace 40 años en Brasil había un gobierno suavemente populista, el de Joao Goulart, y la administración Kennedy no pudo tolerarlo, así que organizó un golpe de Estado. Hoy el presidente de Brasil es un líder mucho más significativo, con mayor apoyo popular que el que Goulart jamás tuvo, pero no hay golpe militar, y la razón fundamental es que no hace falta. Las medidas neoliberales, implementadas sobre todo durante la administración Clinton, significan que no hay espacio para una formación económica democrática. Y las medidas neoliberales fundamentales, como la liberalización de los flujos de capital y las privatizaciones, tienen resultados económicos bastante dudosos, probablemente negativos, pero tienen un efecto muy claro en impedir la posibilidad de que los estados adopten alternativas.

–¿Hay diferencias entre demócratas y republicanos en este punto? ¿Clinton, por ejemplo, hubiera obrado de manera distinta a Bush en las mismas circunstancias?

-Hay un muy angosto espectro. Porque la propia administración Clinton dijo que tenía derecho a intervenir unilateralmente para mantener libre su acceso a los recursos del mercado, pero más despacio. Ellos prefieren apretar, pero no matar. Sin embargo, el objetivo es el mismo e irrenunciable, la dominación. La esperanza la tenemos que poner en la población del país. En ese sentido, estamos mejor que hace treinta o cuarenta años. La población está mucho más civilizada y el fenómeno va en aumento. El activismo de los años 60 condujo a un cambio sustancial: el exterminio empezó a formar parte de la conciencia general y eso impone ciertas restricciones a la violencia de Estado. Y no hay otra vía. No hay fuerza exterior capaz de restringir la violencia del más poderoso de los estados, cualquiera sea. Las restricciones deben venir de adentro.