Revista Id y Evangelizad nº 134 ¿Voto útil?

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Ni mal menor ni bien posible (en política)

Editorial

Resumamos lo que nos dice la moral (natural y revelada) sobre el mal menor: hay que distinguir si es algo que depende de mí o no. Si depende de mí, no puedo hacer el mal, ningún mal, ni por más pequeño que parezca; el mal no es elegible. Si no depende de mí y no lo puedo evitar, debo elegir lo que haga menos daño: o sea, el mal menor en el verdadero sentido ético.

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Elegir un mal moral, sea grande o pequeño, es un pecado y el pecado nunca se puede cometer con conciencia recta, ni siquiera para evitar un pecado mayor. El mal moral sólo se puede sufrir

Si intentamos aplicar estos principios a la política, empecemos por recordar que esta no se reduce a las votaciones ni a los partidos políticos; sin embargo, ya que en España estamos en un ciclo electoral intenso, es necesario reflexionar sobre cómo se abusa –a través del llamado al sufragio– del principio del mal menor con consecuencias devastadoras.

Es evidente que en el terreno político nos movemos –por definición– en el campo de lo elegible, lo temporal y libre; por tanto, en la política no tiene justificación actuar según el principio del mal menor. La única excepción que se puede aceptar es cuando ocurran situaciones puntuales y excepcionales, en las que se pueda recurrir a la opción menos mala (y sufrir sus maldades) para evitar una catástrofe. En cambio, cuando la elección del mal menor se repite habitualmente, como ocurre con el llamado voto útil, la cosa cambia mucho, porque de esta manera se institucionaliza el mal. Si el recurso al mal menor, unido a criterios meramente utilitaristas, es habitual, termina siendo algo perverso, como viene ocurriendo en las últimas décadas en la mayoría de las naciones. A todo ello se añade que, en no pocas ocasiones, nuestra indiferencia, inconsciencia, cobardía o pereza, suele estar en la raíz de este dilema, pues al no estar dispuestos a hacer el bien nos conformamos con el mal menor.

A pesar de lo nítido de estas enseñanzas morales, en la conciencia del Pueblo de Dios se ha instalado el malminorismo, que ahora recibe otro nombre mucho más seductor: el «bien posible», que es el mismo perro, aunque le cambien de collar.

El malminorismo (o posibilismo) es una negación de la Encarnación de Dios, ya que asume que la realidad (personal, familiar, mundana…) no puede ser transformada por la Gracia de Dios a través de mediaciones humanas, que es como actúa Dios desde la Creación. Según la praxis malminorista o posibilista, lo que existe se mueve por la pura ley de la materia o del destino y lo único que le cabe al hombre es acomodarse a ella o, en todo caso, huir. Lo contrario de la Encarnación es el gnosticismo y el maniqueísmo, teologías ambas que sostienen el malminorismo-posibilismo.
Cuando el cristianismo ha cultivado la mística encarnatoria, ha sido capaz de transformar las realidades políticas más adversas y complicadas imaginables. Ejemplos evidentes de esto los encontramos en la Iglesia primitiva, en la Iglesia medieval que forma Occidente, en la Evangelización de América o en los orígenes del Movimiento Obrero. Los cristianos de esas épocas aceptaron a las autoridades legítimas y rezaban por ellas; pero, con su forma de celebrar y vivir, con su forma de ser y estar, con sus formas de anunciar el evangelio en respuesta a los tiempos –réplicas evangélicas–, socavaron las bases de los respectivos sistemas sociopolíticos predominantes por antinaturales y anticristianos. Y, lo más importante, levantaron culturas y civilizaciones cualitativamente mejores.

El cristianismo actual no puede aceptar, desesperanzado, la civilización materialista que el imperialismo ha impuesto en el mundo, ni, lo que es peor, diluirse en ella. Fiel a su tradición, la Iglesia debe hallar las réplicas evangélicas acordes a nuestro tiempo. Someterse en política –sea consciente o inconscientemente– a las reglas del mal menor (o del bien posible)  nos aboca a elegir cualquiera de las deleznables opciones que la Bestia nos presenta.

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