Por Manuel Arrebola (Arquitecto)
«Que el bien aumente en el mundo depende en parte de actos no históricos; y que ni a vosotros ni a mí nos haya ido tan mal en la vida como podría habernos ido se debe, en buena parte, a todas las personas que vivieron con lealtad una vida anónima y descansan en tumbas que nadie visita.»
Middelmarch. Novela de George Eliot
Ensuciarse las manos
El pomo desprendido de la baranda de la escalera en la casa de los Bailey aparece en tres momentos de Qué bello es vivir, esa obra maestra del cine de Frank Capra. En el primero, lo hace como refuerzo del poder del amor, capaz de enfrentarse a toda clase de inconvenientes, también a la penuria material. El segundo instante es mucho más amargo, porque se convierte en la gota que desborda el vaso, el símbolo del fracaso y de la desesperación que siente su protagonista: después de una vida económicamente ajustada, en la que nunca se han podido cumplir sus sueños, en la que sus amigos han alcanzado puestos de éxito mientras que él ha permanecido encerrado en una pequeña ciudad, sujeto a los imperativos del deber. La rotura de ese adorno supone la toma de conciencia del fracaso que es su vida. Tanto luchar para acabar así. El milagro cinematográfico que Capra brinda a su personaje es permitirle encontrar el sentido a todo lo que ha hecho, y hacerle consciente de hasta qué punto las personas como él construyen la historia y permiten que el mundo sea vivible. Sin personas como él, Bedford Falls, la localidad en la que vive, sería un lugar inhumano, y Capra se lo muestra de forma cruda. Es entonces cuando el pomo aparece por tercera vez, en esta ocasión como símbolo de dicha.
Porque hace falta gente así, queremos hacer un alegato por el compromiso, por pertenecer a algo y dedicar nuestras vidas a un fin más allá de nosotros mismos. Por consagrar la vida y gastarla, para hacer un mundo más humano. El sacerdote Tomás Malagón, promotor de militantes cristianos pobres en el siglo XX en España lo explicaba con bellas palabras: “¡Qué bueno sería que todos en la sociedad fuéramos militantes! Militantes enamorados de este o aquel ideal, por considerarlo bueno: pero militantes. Lo malo es el aborregamiento, el adocenamiento, el aburguesamiento, comodón o cobarde, tan general. Esto nos da náuseas. Y de alguna manera quisiéramos contribuir a hacer aumentar el número de los que creen en algo, de los que se esfuerzan por algo, de los que consagran su vida a algo que no sea su dinero, su carne o su vanidad.”
El papa Francisco, en una de sus catequesis, señaló la importancia de comprometerse ante los desafíos de la sociedad actual: “muchos hablan, critican y dicen que todo va mal, pero pocos se comprometen en las grandes cuestiones sociales, económicas y políticas de hoy”. Hay que “ensuciarse las manos, rezando primero y luego promoviendo el bien, construyendo la paz y la justicia en la verdad”. Francisco destaca el ejemplo del Beato José Gregorio Hernández Cisneros −conocido como el médico de los pobres, venezolano− como un modelo de compromiso cristiano. «José Gregorio vio a Jesús en los pobres, los enfermos, los emigrantes y los que sufren», dijo el Santo Padre. «A la riqueza del dinero prefirió la del Evangelio, gastando su vida para ayudar a los necesitados».
Leonia
El sociólogo Zygmunt Bauman señala acertadamente una de las paradojas de nuestra época: tenemos a nuestra disposición una abundancia insólita de medios de comunicación, pero esa comunicación no da como resultado la unión, sino la fragmentación. Se fragmentan la vida, el trabajo, el ocio… todo visto como bienes individuales sin el horizonte de una totalidad humana. Habla de un «individualismo rampante» donde cada uno juega su juego. Los habitantes del mundo líquido actual tienen miedo al compromiso, al acto desinteresado de adhesión a una persona, a una causa, a un oficio de manera indefinida. Y es que el compromiso requiere confianza, un sentimiento que pide tiempo y esfuerzo para construirla y que no está de moda en estos días.
Muchas personas prefieren picotear de flor en flor a comprometerse, pues los placeres son obvios: la novedad es estimulante. Puedes probar cosas nuevas sin arriesgar demasiado. Además el compromiso puede ser opresivo cuando se malinterpreta. Una cultura de compromisos involuntarios espera que la gente viva de cierta manera, quiera o no. Pero no, el compromiso voluntario que queremos plantear no se debe confundir con el conservadurismo y el tradicionalismo. Es un acto verdaderamente radical. Tomemos el caso de las relaciones humanas. En su libro Amor líquido: acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, Bauman describe la sociedad en el mundo globalizado y los cambios que impone a la condición humana. En su análisis del amor subraya la fragilidad de las relaciones afectivas, el miedo a establecer relaciones duraderas, más allá de las meras conexiones. Se vive como una liberación saber que, en caso de equivocarnos en nuestras elecciones románticas, podemos empezar siempre de nuevo. Pero el precio a pagar es muy alto: la fragilidad de la lealtad. Esta falta de seguridad y certidumbre que nos acompaña en nuestra vida cotidiana genera la angustia vital de saberse prescindible en cualquier momento. Este malestar explica la inflación psicologista que padecen las sociedades actuales. El individuo quería liberarse del yugo de las tradiciones y las jerarquías, pero su vida arrastra una pesada carga que incluso necesita de psicólogos para poder sobrellevarla. No se puede ansiar la libertad de quien todo lo quiere y lo quiere ahora, sin pagar el precio de la inseguridad e incertidumbre. Miríadas de terapeutas y sanadores son testigos de estos miedos líquidos que nos acechan en las sociedades contemporáneas.
El modelo de sujeto libre en la sociedad líquida es el consumidor. Pero la felicidad en la sociedad consumista de hoy ya no se alcanza satisfaciendo los deseos de los individuos, como antaño, sino aumentando constantemente la cantidad y la intensidad de lo que se desea. Así pues, el éxito de la sociedad consumista radica paradójicamente en la perpetua insatisfacción de los consumidores. Los individuos están dispuestos a reconocer la inmediata obsolescencia del objeto adquirido (un coche nuevo, un amor nuevo, un partido político nuevo, una religión nueva, un empleo nuevo, etc.) y se lanzan a la búsqueda del siguiente producto que satisfaga sus deseos, intereses y necesidades, y así sucesivamente. En las sociedades consumistas, la libertad se ha transformado en una nueva obligación imperiosa: la obligación de consumir. Los problemas de la sociedad líquida no vienen del exceso de prohibiciones, sino del exceso de posibilidades. Nuestro mundo recuerda más a la “ciudad invisible”, Leonia, descrita por Italo Calvino en el libro Las ciudades invisibles, en la cual “…más que las cosas que cada día son fabricadas, vendidas, compradas, la opulencia de Leonia se mide por aquellas cosas que cada día son desechadas para hacer lugar a las nuevas”. La complacencia efímera que provoca desprenderse de las cosas, descartarlas y eliminarlas es la verdadera pasión de nuestro mundo.
Esto demuestra que, en el fondo, el proceso ilustrado de emancipación del individuo ha descarrilado, sobredimensionando un aspecto de la libertad, el negativo («que nadie me oprima»), a expensas del positivo, basado en la responsabilidad y la obligación, el vínculo con los demás. A fuerza de liberar de las ataduras impuestas, el coche de la emancipación individual se pasó de frenada, y tras Mayo del 68 y la revolución hippie muchos llegaron a la conclusión de que todo compromiso era una insoportable atadura. El camino hacia la dignidad del individuo nos ha elevado moralmente hasta cotas impensables, pero este desvarío último nos ha abocado a un individualismo expresivo que oculta entre sus neones un cementerio de las ánimas.
Todos nuestros sentidos vitales entrañan compromisos. La amistad, la justicia, el arte que atraviesa generaciones, la verdad, la familia; no hay manera de hacer carrera en lo que trasciende sin comprometerse. Por eso es tan tonta y tramposa la propuesta posmoderna: alas, en vez de raíces; una interminable lista de «cosas que hacer antes de morirse» y un extenuante intercambio de dúctiles fruslerías («marca personal», «resiliencia», «flexibilidad emocional», etc.) en el mercado de las personalidades. Toda esta tramoya no es inane, pues tiene terribles consecuencias reales sobre las personas. Para el sociólogo Richard Sennett uno de los efectos del neoliberalismo ha sido el debilitamiento de las relaciones colectivas: “Los contratos de corto plazo tienen un efecto corrosivo, te dejan aislado. Lo que debemos estudiar es cómo podemos construir instituciones colectivas que aborden problemas básicos como saltar de un trabajo a otro y conseguir una narrativa, un relato que dé sentido a tu carrera. Eso ya no le preocupa a ningún empleador. A Amazon no le preocupa la carrera de sus empleados sino su par de manos o que responda al teléfono. Debe haber instituciones colectivas, una sociedad civil, y deberíamos estar pensando en ello.”
Pero hay esperanza. Nuestra vida moral, la historia de nuestra dignidad es una aventura maravillosa. Luchar y desgastarse por el bien, la belleza, la verdad y el amor: esas son nuestras grandes epopeyas, y fuera de ahí no hay épica, sino mera supervivencia. Esta es la tarea que tenemos por delante: consagrar nuestro mundo, reconociendo que una vida verdaderamente libre está llena de obligaciones. Solo lo lograremos respetándonos y respetando, pero de verdad, no como ahora se nos invita a hacerlo, desde un aséptico «cada uno a lo suyo» que lleva a un letal «sálvese quien pueda». Solo lo conseguirá quien se comprometa.
La clave, ayer como hoy, está en el prójimo. A menos que se haga un compromiso, solo hay promesas y esperanzas, pero no planes. Ahora las relaciones amorosas están marcadas por el individualismo, donde el amor nace para ser consumido, pero no para ser sublimado. La alternativa es el amor gratuito que se da como un regalo, se transforma en amor de justicia, en deuda de amor. Bauman propone pasar del “estar con el Otro” a “estar para el Otro”. Es decir, propone un tipo de relación que no tenga miedo a enfangarse por el deterioro y roce que implica un verdadero ejercicio de comunicación humana. No podemos evaluar continuamente las relaciones personales para saber si valen la pena o no, como si se tratara de un ordenador o cualquier otro cachivache de nuestro mundo tecnológico. Debe existir un compromiso moral detrás de cualquier relación humana digna de tal nombre.
Tumbas que nadie visita
El compromiso y la dedicación, ser capaz de defender aquello en lo que se cree y de construir otro presente con las piezas de las que se dispone, resulta imprescindible para otorgarle cierto sentido a la existencia. Viktor Frankl, psicoterapeuta superviviente de cuatro campos de concentración y autor de esa obra cumbre del patrimonio intelectual de la humanidad que es El hombre en busca de sentido, lo explica con la determinación que da haber sufrido y también sido testigo de cómo se comporta la naturaleza humano en las tesituras existenciales más extremas: “No hay nada en el mundo que sea tan capaz de consolar a una persona de las fatigas internas o las dificultades externas como el tener conocimiento de un deber específico, de un sentido muy concreto, no en el conjunto de su vida, sino aquí y ahora, en la situación concreta que se encuentra.”
«El compromiso consiste en elegir, frente a nuestra duración limitada, una profundidad ilimitada» escribe Pete Davis en su libro de 2021, Dedicated. The case for commitment in an age of infinite browsing (Comprometidos. El supuesto del compromiso en la era de la navegación infinita, traducido al castellano). Creemos que es preciso no pasar por la vida como si la muerte no existiera; que el tiempo que nos ha sido concedido tenga un propósito más allá de nosotros mismos; que se haya construido un sentido al final del camino. Esa es la oportunidad inmensa que Capra le brinda al protagonista, encarnado por James Stewart, de Qué bello es vivir, que comentábamos al inicio.
Y no se trata únicamente del fundamentalismo o del nihilismo, sino también de la tibieza en la que vivimos. Un mundo con tantas elecciones posibles, ya sea a través de la red, de las plataformas o de las aplicaciones de contactos: nos ofrecen continua novedad, variación y flexibilidad, posibilidades siempre abiertas. Pero al mismo tiempo, esa amplitud «nos induce a la parálisis, la saturación, la superficialidad y la anomia». Lo curioso es que lo propio de nuestro tiempo no es ni una cosa ni la otra, sino el tránsito continuo entre ambas; pasamos de la celebración de las posibilidades al cansancio de su levedad, y vuelta a empezar. Queremos la variación de unas y la solidez de otras, y ese equilibrio es difícil de conseguir. Estamos en todas partes y cómodos en muy pocos lugares. No deseamos sentirnos encerrados en entornos rígidos, pero tampoco nos gusta carecer de paredes.
Otro problema a la hora de responsabilizarse de la vida común proviene de un repliegue habitual hacia lo privado. Cuando los tiempos no se nos muestran favorables, o si percibimos una hipocresía o un egoísmo generalizados, solemos volvernos hacia nuestro entorno cercano buscando la solidez que no se halla fuera.
Cuando experimentamos la sociedad como crudamente dividida entre dos esferas, y percibimos un mundo vasto y frío poblado por extraños a los que les somos indiferentes, derivamos nuestro compromiso hacia el círculo íntimo y renunciamos a cualquier responsabilidad hacia una esfera más amplia. Se forma así una ética que el politólogo Edward C. Banfield denomina «amoral familism»: Ya que el mundo exterior nos proporciona tan poco significado, comenzamos a exigirlo a nuestro círculo íntimo, y a menudo en mayor cantidad de lo que un pequeño grupo de personas realmente puede proporcionar. De esta forma se alcanza lo que Sennett llama la «tiranía de la intimidad»: el sentimiento de que la única forma de conectarnos con otras personas es compartiendo nuestros miedos, preocupaciones y deseos más privados.
Esta clase de vínculo se establece con mucha frecuencia en el terreno político y social, ese refugio en los nuestros, entendidos como aquellos que con los que se comparte identidad, conformada por cuestiones culturales, sexuales o territoriales. La esencia de esos grupos, más allá de compartir unas ideas, es conformar espacios terapéuticos en los que los miedos, los deseos y las preocupaciones puedan ser expresados, en general desde el lado defensivo: los otros vienen a quitarnos lo que queremos, nos niegan aquello a lo que aspiramos, pretenden arrebatarnos lo que somos.
Y hay también un tercer problema que dificulta ese compromiso más amplio. Tenemos una idea del compromiso que siempre se resuelve en un escenario en el que ese reconocimiento se manifiesta estruendosamente, como si, al final, después de mucho pelear y mucho esfuerzo, sonasen los aplausos y todo se arreglase. Pero en la vida real casi nunca funciona así. Un compromiso es como cultivar un jardín: es dedicarse a algo que requerirá mucho trabajo sin recibir una gratificación inmediata. La historia real se construye gracias a personas de las que nunca conoceremos sus nombres y que se embarcaron en luchas por el bien común con las que obtuvieron mucho más dolor que reconocimiento. Sin ellas, no obstante, las generaciones posteriores no podrían haber mejorado su vida ni haber conseguido aquello por lo que luchaban.
A menudo, la vida es simplemente colocar un ladrillo más en una pared que nunca se llegará a ver construida, pero que va tomando forma gracias a distintas generaciones, hasta que al final la casa aparece ante los ojos. «Formar comunidades, convertir a los extraños en vecinos y los espacios en lugares, lleva mucho tiempo, al igual que sanar las divisiones de la comunidad. Construir instituciones lleva mucho tiempo, y revivir instituciones que se han corrompido también. No existe un modelo perfecto que se pueda utilizar para diseñar rápidamente los resultados que se desean. El proceso es lento y orgánico, no rápido y mecánico», explica Davis. Ahí, los aplausos y el éxito no suelen aparecer. Y, sin embargo, obrar así es lo que da sentido y profundidad a una existencia.