Por una paz desarmada y desarmante
Editorial
Si el mundo fuera un cuerpo vivo se encontraría desangrándose por cincuenta y cuatro heridas mortales. Sería muy difícil que siguiera vivo. Cincuenta y cuatro guerras asolan, en este momento, el planeta tierra. Y ninguna la han decidido los pueblos, sino los poderosos, que son los que- lo comprobaremos ampliamente en este número de la revista- se benefician directa e indirectamente de ellas.
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Si cada persona está dotada de dignidad infinita, y creemos firmemente que es así, la guerra es sin duda alguna el mayor fracaso de la humanidad y la mayor estafa. El reguero de víctimas no puede contarse sólo por las que han matado sus cañones y misiles. Millones de personas siguen muriendo de hambre y por enfermedades completamente evitables (la miseria es territorio de guerra), millones de niños y adultos deambulan exiliados buscando refugio y hogar lejos de sus patrias. Cerca de cien millones de personas han puesto su tienda en campos de refugiados (más que después de la segunda guerra mundial) y otros doscientos millones son migrantes forzosos en busca de una tierra que restaure su dignidad.

La espiral de la violencia, que es la espiral de la lucha encarnizada por la existencia, tiene su matriz original en la injusticia estructural que condena a la inmensa mayoría de la humanidad a su miseria, a la cuneta de la historia. «La guerra es la continuación de la política por otros medios» proclama la famosa máxima atribuida a Carl von Clausewitz, un conocido teórico militar prusiano del siglo XIX. Efectivamente, la política en la actual lógica de los poderes en la que nos encontramos – poderes totalitarios, avasalladores y codiciosos de lucro- ya es guerra.
No es de extrañar que algunos añoren, simplemente, la famosa Pax Romana, que es algo así como la situación que ha vivido Europa tras la posguerra al amparo del escudo protector del emperador EE UU, que ahora quiere cobrarse sus tributos. Pero todo el mundo ha debido aprender- ¿o tal vez no? – que una paz que se sostiene en el miedo, la amenaza disuasoria, la explotación y la esclavitud, el descarte, y los cementerios de millones de víctimas sin nombre, no es nada más que el resultado de un frágil y precario equilibrio de poderes en pugna. Nosotros nos decantamos claramente por una Paz desarmada y desarmante.
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Desarmar la paz requerirá transformar completamente este sistema económico y financiero que se alimenta del conflicto, la discordia, la rapiña y la expoliación de la Tierra y de los empobrecidos de la Tierra, para ser cada vez más grande, cada vez más poderoso. Sistema que ha convertido a los estados nación, a los organismos internacionales y a los pueblos (ahora degradados a “gente” o a “masas”)en meros lacayos de sus intereses. Desarmar la paz exige, de primeras, un compromiso por la justicia que pide acciones concretas: condonar la deuda ilegítima y el mecanismo de usura en la que se sostiene, acabar con el hambre y la miseria, abolir y erradicar todas las formas de esclavitud, poner voluntad política y recursos para detener todas las guerras, … ¡Que nadie diga que no hay medios para esto teniendo en cuenta los colosales recursos empleados en la guerra!
Desarmar la paz requiere además el compromiso por transformar completamente la lógica de este sistema que ha anidado en nuestro cuerpo, en nuestra conciencia y en nuestra alma (desalmada que no desarmada). El propio sistema ha invertido también recursos ingentes para que ésta (el alma) sólo se movilice por el afán de notoriedad, éxito, fama, dinero y placer sin sentido. Es la enajenación de nuestra alma- y de nuestro cuerpo y de nuestra mente-, su más estratégica materia prima y energía. No habrá paz desarmada si no emprendemos el camino de una profunda transformación de nuestro ser, sin una recuperación de una dignidad y una libertad que nunca puede ser ajena a los demás, porque somos seres relacionales, interdependientes, solidarios. La paz desarmada y desarmante es una labor artesana que implica a todos y cada uno de nosotros, que implica nuestra promoción personal y colectiva y nuestro protagonismo.
Desarmar la paz significa ensayar gestos de paz y de reconciliación en lo pequeño de nuestra vida cotidiana y en las relaciones entre vecinos, barrios, ciudades, regiones, pueblos, y Estados. Ensayar la acogida, el encuentro físico- cara a cara-, el diálogo y el acuerdo, el perdón que permita la reconciliación. Nada fácil en este mundo del sálvese quien pueda, del todos contra todos, del hiperindividualismo feroz que ha convertido en utilitarias todas las relaciones con los demás. La paz es el camino. No es un sendero rosa, sino un camino arduo que requiere avivar la llama de la fraternidad, de la confianza y de la esperanza. Es una apuesta por la vida buena, verdadera, bella. Un camino que no se recorre sin ensayos ni errores, sin familia, sin grupo de amigos, sin “escuelas” de paz, sin “islas” de paz donde experimentar qué es eso de acoger, proteger, integrar, dialogar, perdonar y convivir.
El grito de paz no puede ser silenciado por la retórica de la guerra, el odio o la indiferencia. La paz desarmada y desarmante se construye al reconocer la humanidad común que une a todos los seres humanos. Si queremos la paz desarmada y desarmante, debemos construir una paz desarmada y desarmante, no preparar la guerra. Es un desafío personal y un desafío político. Los dos juntos.



