Orden global, des-orden mundial y ese «claroscuro» en el que «nacen los monstruos»

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Artículo redactado por el cardenal Dominique Joseph Mathieu OfmConv*

Teherán (Agencia Fides)

En sus “Cuadernos de la cárcel”, escritos en los años treinta del siglo XX, el político y pensador italiano Antonio Gramsci afirmaba: «El viejo mundo muere, el nuevo mundo tarda en nacer, y en este claroscuro surgen los monstruos».
En determinados momentos históricos, la distribución y el equilibrio del poder entre las grandes potencias conducen a lo que suele llamarse un «orden mundial», un término impreciso que nunca ha alcanzado una definición consensuada. En la práctica, este concepto suele desembocar en un sistema donde unos pocos se convierten en gestores exclusivos de los asuntos mundiales.

No está en juego el alma de los pueblos, de las culturas o de las religiones, sino el insaciable apetito de poder

No está en juego el alma de los pueblos, de las culturas o de las religiones, sino el insaciable apetito de poder, que arrastra a la humanidad a confrontaciones inevitables, a choques de valores con la esperanza de imponerse sobre el otro. Esto genera crisis y guerras capaces de provocar un auténtico desorden mundial, es decir, el caos.

La ley natural reclama el triunfo del derecho sobre la fuerza, ya sea física, militar, económica o política. Dentro de la prohibición del uso de la fuerza bruta, los Estados están llamados a actuar para garantizar la existencia, la libertad, la autonomía y el desarrollo de las personas, de las comunidades y de las instituciones religiosas.

Aunque la firma de la Carta de las Naciones Unidas en 1945 ilegalizó por primera vez en la historia la guerra, esta sigue estando presente en todo el mundo. La razón es clara: la búsqueda, por parte de las potencias, tanto establecidas como emergentes, de un dominio global o regional. La lógica de las relaciones internacionales, basada en la soberanía de los Estados y en las zonas de influencia, entra en conflicto con los principios del derecho humanitario y con las intervenciones llamadas “democráticas” (como las sanciones). La locura de la competencia y la desconfianza entre los dirigentes terminan causando sufrimientos innecesarios a las poblaciones.

Hoy vivimos una transición histórica: del dominio unipolar, a través del desorden, hacia un multilateralismo asimétrico. Sin embargo, mientras los recursos económicos y financieros sigan destinándose a la carrera armamentística, seguirán siendo improductivos. La estabilidad global se resiente y las dificultades se perpetúan.

Los ideales que parecen buenos para algunos no son universales ni deben imponerse a otros pueblos o naciones. Alcanzar un equilibrio mundial exige más sabiduría y humildad, y se logra mediante la diplomacia, el diálogo y un respeto universal por la dignidad humana, nunca a través de la guerra. Solo así puede sustituirse el pesimismo por un realismo esperanzado, capaz de abrir paso al optimismo.

El pacifista que aspira a un mundo nuevo de paz, escribía en 1940 el pensador británico Herbert George Wells en “The New World Order”, debe impulsar una transformación profunda y simultánea de las estructuras políticas y de la organización económica. Para Wells, el colectivismo mundial -la única alternativa al caos y a la decadencia de la humanidad- debía ser cuidadosamente diseñado y sólidamente concebido. Su realización exige un objetivo heroico e inquebrantable.

Recientemente, el papa León ha recordado que, con demasiada frecuencia, las decisiones de la comunidad internacional se toman más en función del poder militar y de los intereses económicos que de la dignidad y el bien de la persona humana.

San Juan Pablo II, en la Jornada Mundial de la Paz de 2004, advirtió que «la paz y el derecho internacional están estrechamente relacionados: el derecho favorece la paz». Consideraba que el sistema vigente no alcanzaba los objetivos necesarios y pedía un nuevo orden mundial que sustituyera al surgido tras la Segunda Guerra Mundial con la creación de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Este nuevo orden, señalaba, debía ofrecer respuestas a los desafíos actuales, fundándose en la dignidad humana, el desarrollo integral de la sociedad, la solidaridad entre naciones ricas y pobres, y el intercambio de recursos, conocimientos y avances científicos y tecnológicos.

Una noción alentadora de libertad que trasciende tanto el unilateralismo marxista como el capitalismo liberal, y que abre la perspectiva de un destino humano unificado

Robert L. Phillips se refiere a la gran visión del comunitarismo y del Nuevo Orden Mundial en los términos en que lo propuso Juan Pablo II: una noción alentadora de libertad que trasciende tanto el unilateralismo marxista como el capitalismo liberal, y que abre la perspectiva de un destino humano unificado.

«Ya no podemos aceptar con ligereza las desigualdades y la degradación medioambiental», afirmaba el Papa Francisco en una entrevista publicada en el libro de Domenico Agasso “Dio e il mondo che verrà” (Dios y el mundo por venir). Según el Pontífice, era necesario un replanteamiento profundo: pasar de la especulación financiera, los combustibles fósiles y la acumulación militar hacia una economía verde basada en la inclusividad. La construcción de un nuevo orden mundial cimentado en la solidaridad, que estudiase métodos innovadores para erradicar la intimidación, la pobreza y la corrupción, comprometiéndose todos en primera persona, sin delegar ni descuidar responsabilidades era necesario.

Francisco invitaba también a los cristianos y a las personas de buena voluntad a elegir las empresas siguiendo cuatro criterios: «la inclusión de los excluidos, la promoción de los más desfavorecidos, el bien común y el cuidado de la creación».

El mundo necesita curarse de la mentalidad especulativa de un supuesto dominio unipolar, generador de discordia global, para devolverle un «alma» multipolar, favorable a la armonía internacional. Esto no concierne solo a los gobiernos, sino a toda la población. El abandono de la persona humana a las crecientes mareas de autoritarismo político amenaza directamente su dignidad.

Los cristianos, aunque son ciudadanos de la ciudad de Dios, no pueden desatender la ciudad de los hombres

Los cristianos, aunque son ciudadanos de la ciudad de Dios, no pueden desatender la ciudad de los hombres. Se les considera actores esenciales en la construcción de un orden global más justo, fraterno y solidario, arraigado en la dignidad de la persona humana y en el bien común, en consonancia con la visión de un Reino de Dios que, aun siendo utópico, inspira la acción concreta. Por ello, centran su compromiso en la oración, la caridad y la acción.

Animados por san Pablo en su carta a Timoteo, elevan súplicas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los jefes de Estado y quienes ejercen autoridad, «para que podamos llevar una vida tranquila y digna, con toda piedad y sobriedad».

La Iglesia católica concibe el orden global como expresión del Reino de Dios en el mundo. Su magisterio insiste en que la Iglesia puede y debe aportar una dimensión espiritual y moral a las estructuras que rigen la vida internacional. En Pacem, Dei Munus Pulcherrimum, el papa Benedicto XV exhortaba a que «todos los Estados… se unieran en una sola liga… una especie de familia de pueblos», presentando a la Iglesia como modelo de fraternidad y paz.

El proceso de sinodalidad, como manifestación del catolicismo global, está llamado a conducir a la Iglesia desde el paradigma del “imperio del espíritu occidental” hacia una Iglesia verdaderamente universal, en la que cuenten el pensamiento y la práctica de cada bautizado, en su diversidad planetaria. El bautismo incorpora al creyente al Cuerpo de Cristo, verdadera «familia de las naciones». Gaudium et Spes (42) recuerda que la Iglesia, «universal en cuanto que no está comprometida con ninguna cultura ni sistema político, económico o social», puede servir así de «puente entre las diferentes comunidades de personas y naciones». Los principios de subsidiariedad y solidaridad garantizan que las estructuras globales respeten la libertad humana y la dignidad de las comunidades intermedias, evitando la tentación de un «gobierno mundial» monolítico, contrario a la enseñanza de la Iglesia sobre la libertad.

Aunque las Naciones Unidas han desempeñado un papel central en el proceso de descolonización, basado en el principio de autodeterminación de los pueblos, el Sur global continúa marginado. La defensa de los pueblos oprimidos y poscoloniales, así como la protección de los valores democráticos, a menudo se ven bloqueadas por enfrentamientos entre bloques de intereses antagónicos que utilizan el derecho de veto para salvaguardar sus beneficios o los de sus aliados. Esta es la causa principal de la actual «parálisis» de la ONU.

Ofrecer un espacio para «escuchar» es un objetivo loable. Escuchar al interlocutor ayuda a crear un clima de confianza y a mejorar el diálogo. Escuchar en el Espíritu abre el corazón de cada uno a la presencia viva de Dios; la sinodalidad organiza a toda la comunidad para «escuchar» colectivamente al mismo Espíritu. Todos están llamados a contribuir a este avance, por el bien de los pueblos y del pueblo de Dios.

(Agencia Fides30/9/2025)

* Arzobispo de Teheran-Isfahan