La SOLEDAD de NOAM CHOMSKY

1999

Chomsky demuestra que frases, como ´libre expresión´, ´libre mercado´ y ´mundo libre´ tienen poco o nada que ver con la libertad. Nos demuestra que, entre las múltiples libertades de las que el gobierno de Estados Unidos hace alarde están la libertad de matar, exterminar y dominar a otros; la libertad de financiar y respaldar a déspotas y dictadores por todo el mundo; la libertad de entrenar, armar y proteger terroristas; la libertad de derrocar gobiernos instituidos democráticamente; la libertad de apilar y utilizar armas de destrucción en masa (químicas, biológicas y nucleares); la libertad de hostigar a cualquier país cuyo gobierno discrepa con Estados Unidos; y, lo más terrible, la libertad de cometer todos estas atrocidades de lesa humanidad en nombre de la ´justicia´, del ´bien´, y de la ´libertad´.


Título original: The loneliness of Noam Chomsky
Autor: Arundhati Roy
Origen: Znet
Traducido por Miguel Alvarado y revisado por Margarita González

«Nunca pediré disculpas por Estados Unidos, pase lo que pase».
-George Bush I, presidente de Estados Unidos

Por Arundhati Roy

Sentada en mi casa en Nueva Delhi, viendo la manera en que un canal de noticias estadunidense se anuncia («Nosotros reportamos, usted decide»), me imagino a Noam Chomsky con su sonrisa chimuela y socarrona.
Todos sabemos que los gobiernos autoritarios, sin importar su ideología, utilizan la prensa para su propaganda. Pero ¿y aquellos regímenes del «mundo libre» que son elegidos democráticamente?

Hoy, gracias a Noam Chomsky y sus colegas, para miles de nosotros, quizá millones, resulta casi axiomático que, en las democracias de «libre mercado», la opinión pública se fabrica tal como cualquier otra mercancía producida en masa: jabón, botones, o pan. Entendamos que, aunque en principio legal y constitucional, la expresión es libre, se nos han arrebatado los espacios donde dicha libertad puede ejercerse, y se han vendido al mejor postor. El capitalismo neoliberal no solamente acapara el capital (para algunos). También acapara el poder (para algunos) y acapara la libertad (para algunos). De manera inversa, en el resto del mundo, aquellos que son excluidos del espacio gubernamental del neoliberalismo, sufren un desgaste de capital, desgaste de poder y desgaste de su libertad. En el «libre» mercado, la libre expresión se ha transformado en una mercancía como cualquier otra: la justicia, los derechos humanos, el agua potable, el aire puro. Está solamente disponible para aquellos que puedan costearla. Y naturalmente, los que pueden costearla, utilizan la libertad de expresión para fabricar cierto producto, para confeccionar cierto tipo de opinión pública que resulta adecuado a sus planes. (La noticia a su servicio.) El mecanismo exacto que utilizan ha sido el tema de la mayor parte de la obra política de Noam Chomsky.

El primer ministro Silvio Berlusconi, por ejemplo, mantiene una influencia dominante sobre periódicos, revistas y empresas editoriales de renombre en Italia. «De hecho, controla cerca del 90 por ciento de programación televisiva», informa el Financial Times. ¿Cuánto cuesta la libre expresión? ¿A quién le pertenece? Claro está que Berlusconi es un caso extremo. En otras democracias, especialmente en Estados Unidos, los caciques de la prensa, los influyentes partidarios empresariales y los funcionarios de gobierno se trenzan de una manera aunque menos obvia, más complicada. (Los nexos de George Bush Jr., con el sector petrolero, la industria bélica y Enron, así como la intervención de Enron en instituciones gubernamentales y los medios de comunicación forman ya parte del dominio público).

Después de los ataques terroristas a Nueva York y Washington el 11 de septiembre del 2001, la descarada labor de la prensa dominante como vocero del gobierno estadunidense, exhibiendo un patriotismo revanchista y su explícita censura de opiniones discrepantes, prestándose a hacer pasar los boletines de prensa del Pentágono como noticia, fueron objeto de un alud de humor negro en el resto del mundo.

Entonces sobrevino la quiebra en la bolsa de Nueva York, la quiebra de las aerolíneas que solicitaban al gobierno fianzas financieras, y las discusiones que buscaban sortear legislación sobre patentes para producir medicinas genéricas contra el ántrax (supuestamente mucho más urgente e importante que la producción de medicamentos genéricos para erradicar el SIDA en África). De pronto, parecía que el doble mito del libre mercado y la libertad de expresión amenazaban con derrumbarse tal como las Torres Gemelas del Centro del Comercio Mundial. Pero claro, eso nunca sucedió. Los mitos sobreviven.

Sin embargo, el aspecto positivo de la enorme cantidad de recursos y capital con que el empresariado inunda el mercado del «manejo» de la opinión pública sugiere un temor muy real hacia la opinión pública; una preocupación vigente y constante de que si acaso el público se diera cuenta (y comprendiera a fondo) el contexto real de todo aquello que se lleva a cabo en su nombre, sería capaz de actuar con base en ese conocimiento. Aquellos en el poder saben que la gente común y corriente no es necesariamente cruel ni egoísta. (Cuando el público equipara el costo y el beneficio, un simple cargo de conciencia pudiera inclinar la balanza). Por tal razón, se deben proteger de la verdad, frutos de un clima artificial, de una realidad falsa, como pollos en la parrilla o puercos en su pocilga.

Quienes hemos logrado evitar tal destino y andamos pepenando en el llano, ya no creemos todo lo que leemos en los diarios o vemos en la televisión. Pegamos la oreja al suelo y procuramos distintos medios para entender el mundo.
Buscamos la historia oculta, el murmullo de un golpe de estado, el genocidio no divulgado, la guerra civil en un país africano que aparece en una flaca columna junto al anuncio de bragas de encaje a toda plana.

A veces olvidamos, e inclusive ignoramos que esa manera de ver el mundo, esa sencilla perspicacia, esa instintiva desconfianza en los medios de comunicación, sería cuando mucho una corazonada política o peor, una gratuita acusación, si no fuera por el tenaz e infatigable análisis de los medios que realiza una de las mentes más brillantes de nuestros tiempos. Pero esta es solamente una de las formas en las que Noam Chomsky ha cambiado radicalmente nuestra percepción de la sociedad en que vivimos; o más aún, nuestra percepción de las complicadas normas que operan en el manicomio donde somos pacientes voluntarios.

Al mencionar los ataques del 11 de septiembre sobre Nueva York y Washington, el presidente George W. Bush llamó a los enemigos de Estados Unidos «enemigos de la libertad». «Los estadunidenses quieren saber: ¿Porqué nos odian?», decía. «Odian nuestras libertades, libertad de culto, libertad de expresión, libertad de voto, de asociación y de disentir».

Si el pueblo estadunidense desea una verdadera respuesta a tal pregunta (a diferencia del Idiot´s guide to anti-americanism , o sea: «porque nos envidian», «porque detestan la libertad», «porque son unos necios», «porque somos buenos y ellos malos»), yo diría, lean a Chomsky; lean lo que Chomsky opina sobre la intervención militar de Estados Unidos en Indochina, Latinoamérica, Irak, Bosnia, la antigua Yugoslavia, Afganistán, y el Medio Oriente. Si la gente común en Estados Unidos leyera a Chomsky, quizá sus preguntas serían diferentes. Quizá dirían: «¿Por qué no nos odian aún más?, y ¿Cómo es que el 11 de septiembre no sucedió antes?»

Sin embargo, en tiempos tan nacionalistas como los nuestros, los términos «nosotros» y «ellos» se emplean con premura. La división entre la población civil y el Estado se ha venido difuminando deliberadamente no solamente por los gobiernos, sino también por los terroristas. La lógica subyacente en los atentados terroristas, así como en las guerras de «represalias» en contra de los gobiernos que «apoyan el terrorismo» viene siendo la misma: ambas castigan a la población debido a las acciones de sus gobiernos.

(Pero digreso; claro está que para Noam Chomsky, como ciudadano de Estados Unidos, el criticar a su propio gobierno es más apropiado a diferencia de que alguien como yo, ciudadana de la India, critique a su gobierno. No soy patriota alguna, y estoy consciente de que el engaño, el abuso y la mentira se encuentran hendidas en la plomiza alma de todo gobierno. Más cuando un país se transforma en imperio, entonces la escala de operaciones cambia dramáticamente. Por tanto, aclaro que estoy hablando como súbdita del imperio de Estados Unidos. Hablo como una esclava que intenta criticar a su rey).

Si tuviera que elegir una de las más importantes contribuciones de Noam Chomsky, sería el hecho que ha logrado desenmascarar el horrible, manipulador e inmisericorde universo que se esconde tras la bella y lustrosa palabra «libertad». Lo ha logrado racional y empíricamente. El caudal de evidencia que ha reunido para elaborar su discurso es formidable. Más bien, aterrador. La premisa inicial del método de Chomsky no es ideológica, sino profundamente política. Emprende el curso de su indagación con la innata desconfianza hacia el poder de un anarquista. Nos conduce en un viaje a través del pantanal del poder estadunidense y nos guía a través del vertiginoso laberinto de vericuetos que enlazan al gobierno, las grandes empresas y el negocio de la manipulación de la opinión pública.

Chomsky demuestra que frases, como «libre expresión», «libre mercado» y «mundo libre» tienen poco o nada que ver con la libertad. Nos demuestra que, entre las múltiples libertades de las que el gobierno de Estados Unidos hace alarde están la libertad de matar, exterminar y dominar a otros; la libertad de financiar y respaldar a déspotas y dictadores por todo el mundo; la libertad de entrenar, armar y proteger terroristas; la libertad de derrocar gobiernos instituidos democráticamente; la libertad de apilar y utilizar armas de destrucción en masa (químicas, biológicas y nucleares); la libertad de hostigar a cualquier país cuyo gobierno discrepa con Estados Unidos; y, lo más terrible, la libertad de cometer todos estas atrocidades de lesa humanidad en nombre de la «justicia», del «bien», y de la «libertad».

El Procurador General John Ashcroft ha declarado que las libertades de Estados Unidos «no son otorgadas por ningún gobierno o documento, sino… por atributo de Dios». Así que, de hecho, nos confronta CON un país dotado con un mandato divino. Quizá esta sea la razón por la cual el gobierno de Estados Unidos se niega a medirse con el mismo criterio moral que aplica a otros países. (Cualquier intento de reciprocidad se califica de «igualdad moral»). Su técnica consiste en aparentar ser un gigante bien intencionado cuyas buenas obras son malinterpretadas por los nativos intrigantes de extraños países cuyos mercados intenta abrir, cuyas sociedades trata de modernizar, cuyas mujeres intenta liberar, cuyas almas intenta salvar. Es posible que dicha creencia en su divinidad pudiera explicar porqué el gobierno estadunidense se ha conferido a sí mismo el derecho y el arbitrio de ultimar y exterminar gente «por su propio bien».

El día que el presidente George Bush, hijo, anunció los ataques aéreos contra Afganistán, declaró: «Somos gente de paz». Dijo asimismo, «Esta es la vocación de los Estados Unidos de América, la nación más libre del planeta, una nación basada en valores fundamentales, que rechaza el odio, rechaza la violencia, rechaza los homicidas, rechaza el mal; no claudicaremos».

El eje del imperio estadunidense se fundó sobre un espantoso evento: la masacre de millones de indígenas, el robo de sus tierras, y más tarde, el secuestro y esclavitud de millones de negros africanos para labrar esas tierras. Miles murieron en alta mar al ser transportados como animales de un continente a otro. «Robados de África, llevados a América», dice Bob Marley en «Buffalo Soldier», con un cúmulo de inefable tristeza. Denuncia la pérdida de su dignidad, la pérdida de su entorno, la pérdida de su libertad, el quebrantado orgullo de un pueblo. El genocidio y la esclavitud constituyen el trasfondo de una nación cuyos valores fundamentales rechazan el odio, los homicidas y el mal.

Chomsky, en su ensayo «La fabricación del consentimiento», escribe acerca de la fundación de los Estados Unidos de América:
Durante el Día de Gracias hace unas semanas, salí a caminar en un parque nacional con algunos familiares y amigos. Encontramos una lápida con la siguiente inscripción: «Aquí yace una mujer indígena, una wampanoag, cuya familia y tribu entregaron sus vidas y sus tierras para que esta gran nación pudiera nacer y crecer».

Claro que no es cierto que la población indígena se entregó y entregó sus tierras para tan noble propósito. Al contrario, fueron masacrados, diezmados y desparramados al llevarse a cabo una de las mayores campañas de genocidio en la historia de la humanidad… que cada año celebramos al conmemorar a Colón, un notorio homicida también, el 12 de octubre. [En Estados Unidos, el Día de la Raza se conoce como Columbus Day, N. del T.]

Cientos de estadunidenses, gente de bien y decente, marchan frente a esa lápida frecuentemente y la leen, sin reacción aparente, excepto quizá por un aire de satisfacción en dar por fin un merecido reconocimiento a los sacrificios de los nativos. Seguramente su reacción sería diferente si fueran a visitar Auschwitz o Dachau y encontraran una lápida que rezara: «Aquí yace una mujer, una judía, cuya familia y cuya gente renunciaron a sus vidas y sus posesiones para que esta gran nación lograra progresar y prosperar».

¿Cómo ha logrado Estados Unidos sobrevivir a su horrendo pasado y salir tan fresco? No reconoce sus aberraciones, no indemniza a los afectados, no justifica sus actos ante naciones indígenas o afroamericanas, y por supuesto no recapacita (sino que, hoy día exporta su crueldad). Como muchos otros países, Estados Unidos ha reinventado su historia. Pero lo que distingue a Estados Unidos de aquellos otros países, y le proporciona ventaja, es que ha reclutado a sus servicios la empresa de publicidad más próspera y prominente del planeta: Hollywood.

En la triunfal versión popular del mito que pasa por historia de Estados Unidos, la «virtud» llegó a su apogeo durante la Segunda Guerra Mundial (dizque la guerra de Estados Unidos contra el fascismo). Revuelto en el barullo de clarín y coro de ángeles se encuentra el hecho de que, mientras el fascismo estaba en pleno auge en Europa, el gobierno estadunidense se hacía de la vista gorda. Mientras Hitler llevaba a cabo su pogrom genocida en contra de los judíos, los funcionarios estadunidenses negaron ingreso a los refugiados judíos que huían de Alemania. Estados Unidos no se incorporó a la guerra hasta después del ataque a Pearl Harbor. Hundido bajo el estruendo de alborotados hosannas se encuentra el acto más repugnante, de hecho la acción más salvaje que jamás se haya visto: los ataques nucleares sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki. La guerra había casi terminado. Los cientos de miles de japoneses que fueron aniquilados, y la infinidad de otros que han resultado víctimas del cáncer por generaciones, nunca fueron una amenaza para la paz. Eran solamente civiles. Tal como las víctimas de los atentados contra el Centro de Comercio Mundial eran civiles. Tal como los cientos de miles de gentes que murieron en Irak debido a sanciones impuestas por Estados Unidos eran civiles. El bombardeo de Hiroshima y Nagasaki fue un experimento escalofriante y alevoso realizado con el fin de ostentar el poderío de Estados Unidos. El entonces presidente Truman calificó el acto como «el más grande de la historia».

La Segunda Guerra Mundial, según se ha dicho, fue una «guerra por la paz». La bomba atómica era un «arma de la paz». Se nos pide creer que la disuasión nuclear previno una Tercera Guerra Mundial. (Eso fue antes que al presidente George Bush, Jr. se le ocurriera la «doctrina de guerra preventiva».) ¿Es que acaso ocurrió una erupción de paz después de la Segunda Guerra Mundial? Digamos que hubo paz (relativa) en Europa y América pero, ¿acaso cuenta como paz global? No, a menos que las guerras ocurridas en los países que habitan otras razas [Chinks, niggers, dinks, wogs, gooks, son peyorativos intraducibles al español, para denominar a asiáticos, negros, homosexuales, asiáticos y vietnamitas, respectivamente, N. del T.] no se consideren guerras.

Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha confrontado o atacado, entre otros países, a Corea, Guatemala, Cuba, Laos, Vietnam, Camboya, Granada, Libia, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Irak, Somalia, Sudán, Yugoslavia y Afganistán. La lista deja fuera las operaciones encubiertas del gobierno de Estados Unidos en África, Asia, y Latinoamérica, los golpes de estado que ha instigado, y los dictadores que ha respaldado y armado. Debe asimismo incluir la campaña de Israel en contra de Líbano, apoyada por Estados Unidos, que ocasionó la muerte de miles de personas. Se debe mencionar el papel protagonista que ha mantenido en el conflicto del Medio Oriente, donde miles han muerto luchando contra la ocupación ilegal de Israel en territorio palestino. Deberá también incluir la responsabilidad de Estados Unidos en la guerra civil de Afganistán en la cual murieron más de un millón de gentes. Deberá incluir los embargos y sanciones que han contribuido, ya sea directa o indirectamente, a la muerte de cientos de miles de gentes, sobre todo en Irak.

Viéndolo bien, resulta aparente que sí ha ocurrido una Tercera Guerra Mundial, y que Estados Unidos ha sido (y es) uno de los principales protagonistas.

La mayor parte de los ensayos del libro Por razones de Estado, de Chomsky, tratan de la agresión de Estados Unidos en el norte de Vietnam, en Laos y en Camboya. El conflicto duró más de doce años y segó la vida de 58 mil estadunidenses, así como más de dos millones de ciudadanos de Vietnam, Laos y Camboya. Estados Unidos desplegó una ofensiva terrestre de medio millón de soldados, arrojó más de tres millones de toneladas de explosivos y sin embargo, aunque usted no lo crea, Estados Unidos perdió la guerra.

La guerra comenzó en el sur para luego extenderse al norte de Vietnam, Laos y Camboya. Después de imponer un gobierno títere en Saigón, el gobierno estadunidense decidió inmiscuirse en la lucha contra la insurgencia comunista que se había infiltrado en las áreas rurales del sur de Vietnam, donde les brindaba apoyo la población civil.

Lo mismo sucedió en 1979, cuando Rusia decidió inmiscuirse en Afganistán. Nadie en el «mundo libre» duda que Rusia invadió ese país. Después de la glasnost, hubo incluso un ministro soviético que consideró la invasión de Afganistán «ilegal e inmoral». Pero en Estados Unidos no ha ocurrido un grado tal de reflexión. En 1984, en una declaración insólita, Chomsky escribe: «Durante los últimos veintidós años, he tratado de encontrar una cita en la prensa dominante o en documentación académica que mencione la invasión de Vietnam o la agresión contra Indochina: nada. No existe tal suceso en la historia. Lo único que aparece es la defensa de parte de Estados Unidos contra del terrorismo en el sur de Vietnam, apoyado desde el exterior (o sea desde Vietnam).¡No existe tal suceso en la historia!

En 1962, la Fuerza Aérea de Estados Unidos comenzó a bombardear áreas rurales del sur de Vietnam, donde vivía el 80 por ciento de la población. Los ataques duraron más de diez años. Murieron miles de gentes. El plan era bombardear en tal escala que aterrorizara a la población hasta obligar a una migración masiva de los campos a las ciudades, donde sería acogida en campamentos para refugiados. Samuel Huntington calificó dicho proceso como «urbanización». (Yo estudié urbanización cuando era estudiante de arquitectura en la India y no recuerdo que los bombardeos aéreos formaran parte del propedéutico.) Huntington, hoy famoso por su ensayo «¿El choque de las civilizaciones?», presidía entonces el Consejo de Estudios Vietnamitas del Grupo de Planeación y Desarrollo para el Sudeste de Asia. Chomsky ha citado su descripción de la guerrilla vietnamita como «una fuerza mayor que no puede ser enajenada del electorado mientras dicho electorado exista». Huntington, al mismo tiempo, recomienda «implementación directa de fuerza convencional y mecánica»; en otras palabras, si se busca aplastar una guerra civil, se debe eliminar a la población civil. (O, si ponemos la tesis al día, para prevenir un choque entre civilizaciones, hay que eliminar una civilización).

Un testigo de aquellos días, cuando la fuerza mecánica de Estados Unidos era limitada, opina: «Sucede que el armamento estadunidense no se puede limitar a matar comunistas sin destruir todo lo que le rodea». Ese problema ha dejado de existir, no porque las bombas sean menos destructivas, sino porque el lenguaje es más imaginativo. Ahora existe una definición más elegante para decir «destruye todo lo que le rodea». Hoy se le llama «daño colateral».

Y en un recuento de primera mano, T.D. Alman, sobrevolando la llanura de Jarres, en Laos, describe lo que las «máquinas» estadunidenses (que Huntington llama «instrumentos de modernización», y que los oficiales del Pentágono llaman bomb-o-gramas) son capaces de hacer:
«Aun si la guerra terminara mañana, la restauración del sistema ecológico llevaría años. Reconstruir los devastados pueblos y las comunidades de la llanura va a tomar años también. Y si acaso se lograra, vivir en este lugar sería peligroso por mucho tiempo más, debido a los cientos de miles de explosivos activos, las minas y las trampas que allí se encuentran. Un vuelo reciente sobre la llanura de Jarres demuestra lo que tres años de continuo bombardeo estadunidense puede ocasionar en un área rural, aun después que la población civil ha sido evacuada. En áreas extensas, el color tropical predominante, verde claro, ha sido reemplazado por manchas grises abstractas y otros colores metálicos. El resto de la vegetación sigue rala y pálida debido a los herbicidas. Hoy, el color negro predomina en los extremos norte y este del llano. Frecuentemente lanzan napalm para quemar la yerba y la maleza que cubren el llano y las angostas barrancas. Las llamas parecen arder constantemente, formando negros rectángulos. Durante el vuelo se veían nubes de humo alzándose desde los campos recién bombardeados. Las rutas principales, que van al llano desde territorio comunista liberado, son bombardeadas sin piedad ni pausa aparente. Allí, y en el filo del llano, predomina el amarillo. Toda la vegetación ha sido destruida. Existe infinidad de cráteres… el área ha sido atacada tantas veces que en el suelo hay socavones ahumados que recuerdan el norte de África y su clima violento. Más al sudeste, Xieng Khouang, antes una de las comunidades más pobladas en Laos, se encuentra vacía, devastada. Al norte del llano, el pequeño balneario de Khang Khay también ha sido destruido. Alrededor de la pista de aterrizaje de King Kong, los colores son el amarillo (por el suelo excavado) y el negro (del napalm); se ven luego el rojo y el azul: paracaídas usados para distribuir abastecimientos. Los últimos habitantes fueron acarreados por aire. Las hortalizas abandonadas, sin cosechar, crecen junto a las casas abandonadas con platos sobre la mesa y calendarios en las paredes».

(Jamás consideradas «pérdidas» de guerra, quedan aves muertas, animales incinerados, peces flotando, los insectos chamuscados, los manantiales envenenados, la vegetación destruida. Nunca se mencionan, por la arrogancia del género humano hacia otros seres vivientes con quienes compartimos el planeta. Son ignorados en la trifulca sobre mercados e ideologías. Tal arrogancia quizá será la ruina del género).

El centro de gravedad de Por razones de Estado es un ensayo llamado «La mentalidad de los muchachos del entresuelo», en el que Chomsky proporciona un análisis amplio y contundente de los Documentos del Pentágono, los cuales señala: «contienen evidencia documentada de conspiración con el propósito de utilizar la fuerza respecto a relaciones internacionales en afrenta de la ley». Chomsky considera también que, aunque los bombardeos del norte de Vietnam se discuten en los Documentos del Pentágono, la invasión de Vietnam de Sur casi no se menciona.

Los Documentos del Pentágono son interesantes; no como documentación de la intervención de Estados Unidos en Indochina, sino para adentrarse en la mentalidad de aquellos que la planearon y la llevaron a cabo. Es fascinante descubrir las ideas compartidas, las proposiciones hechas, las recomendaciones que fueron sugeridas. En la sección llamada «La mente asiática – la mente estadunidense», Chomsky examina la discusión sobre la mentalidad del enemigo el cual «acepta estoicamente la destrucción del patrimonio y la pérdida de vidas», mientras que «nosotros queremos la vida, la felicidad, la abundancia, el poder, por lo cual, para nosotros, la muerte y el sufrimiento son malas opciones cuando existen alternativas». Por tanto, nos damos cuenta que los pobres asiáticos, quienes supuestamente no son capaces de comprender el significado de la felicidad, la abundancia, el poder, obligan a Estados Unidos a llevar a cabo su «estrategia lógica: el genocidio». Pero, luego, tiramos la piedra y escondemos la mano, porque «el genocidio implica una gran responsabilidad». (Al final, por supuesto «fuimos» y cometimos nuestro genocidio y fingimos que nunca sucedió).

Claro que los Documentos del Pentágono contienen también algunas ingeniosas propuestas.
«Los ataques contra la población civil, aunque no lleguen a ocasionar un oleaje contraproducente de repulsión tanto dentro como fuera del país, aumentan el riesgo de expandir la guerra a China y la Unión Soviética. Sin embargo, la destrucción de diques y represas, si se hace con cuidado, pudiera… traer buenos resultados. Es digno de investigar. Dicha destrucción no mata o ahoga a la gente. Al inundar los campos de arroz, se logra, a su debido tiempo, inanición a gran escala (¿más de un millón?) al menos que se distribuya comida, la cual pudiéramos ofrecer en la mesa de negociaciones».

Pieza tras pieza, Chomsky desarma el proceso de mando que el gobierno estadunidense utiliza, y en el fondo descubre el infame corazón del mecanismo bélico estadunidense, totalmente aislado de la realidad de la guerra, cegado por ideologías y dispuesto a exterminar millones de seres humanos, civiles, militares, mujeres, niños, pueblos, ciudades enteras, ecosistemas completos, mediante bestiales métodos, con una destreza científica.
Así describe un piloto su grata experiencia con el napalm:
«Es un placer hacer negocios con los chicos de Dow (empresa de armas químicas). El producto original no era tan bueno -los gooks (vietnamitas) se lo podían arrancar de la piel, si actuaban con rapidez. Entonces los chicos mezclaron poliestireno, y se les pegaba como mierda en una manta. Pero si los «gooks» brincaban al agua, dejaba de arder, así que empezaron a añadir fósforo blanco para que ardiera mejor. Ahora quema bajo el agua, y basta con una gota para que les llegue hasta el hueso, así que invariablemente mueren envenenados por el fósforo».
Resulta que los afortunados gooks fueron masacrados por su propio bien. Mejor muerto que rojillo.

Gracias a los seductores encantos de Hollywood y a la irresistible atracción de los medios estadunidenses, después de todos estos años, el mundo todavía considera la guerra de Vietnam como un episodio estadonidense. Indochina contribuyó con su verdoso trasfondo tropical donde Estados Unidos llevó a cabo su violenta fantasía, puso a prueba su nueva tecnología, impulsó su ideología, examinó su conciencia, agonizó con sus dilemas morales y negoció su culpabilidad (o fingió). Los vietnamitas, camboyanos y laosianos eran extras solamente. Humanoides con ojos de rendija sin nombre ni cara. Eran los que murieron. Gooks.

Lo único que Estados Unidos aprendió al invadir Indochina fue cómo hacer la guerra sin desplegar sus tropas ni arriesgar sus vidas. Así que ahora las guerras se efectúan con misiles de largo alcance, Halcones Negros, «rompe-sótanos». Guerras donde los «aliados» pierden más periodistas que soldados.

Cuando era niña, crecí en el estado de Kerala, en el sur de India, donde el primer gobierno comunista electo democráticamente asumió el poder en 1959, el año en que nací. Tenía entonces la terrible preocupación de que yo era gook. Kerala se encuentra a escasas mil millas al oeste de Vietnam. Teníamos selvas, ríos, campos de arroz y comunistas también. Imaginaba a mi madre, mi hermano y a mí misma bombardeados en el monte con una granada de mano o acribillados, como los gooks en las películas, por un fortachón marino estadunidense, mascando chicle y con un estruendoso fondo musical. En mis sueños, yo era la niña quemándose en la fotografía tomada en Trang Bang.

Ya que yo crecí en el apogeo de la propaganda soviética y estadunidense (las cuales más o menos se neutralizaron mutuamente), cuando leí por primera vez a Noam Chomsky, me pareció que ese manejo de evidencia, esa enormidad, esa terquedad, resultaba casi, ¿cómo explicarlo?, demente. Una cuarta parte de esa evidencia hubiera bastado para convencerme. Siempre me preguntaba por qué necesitaba presentar tantos datos. Pero ahora comprendo que la magnitud y la intensidad de la obra de Chomsky es un barómetro de la magnitud, el impacto e inexorabilidad de la maquinaria de propaganda contra la cual él se mide. Me recuerda el comején que vive en la tercera repisa de mi librero. Día y noche escucho sus quijadas crujir la madera, pulverizándola, como si discrepara con la literatura y quisiera desintegrar su mismo cimiento. Le llamo «Chompsky».

Siendo un estadunidense que vive en Estados Unidos, escribir para convencer de su punto de vista a los estadunidenses debe ser como cavar un túnel en la madera. Chomsky es parte de un pequeño grupo de individuos bregando contra toda una industria. Eso lo hace no solamente admirable, sino heroico.
Hace algunos años, en una conmovedora entrevista con James Peck, Chomsky relató su remembranza del día que Hiroshima fue atacada. Él tenía dieciséis años:

«Recuerdo que simplemente no pude hablar con nadie. No había nadie. Eché a andar solo. Estaba entonces en un campo de verano, así que eché a andar por el bosque y me fui a estar solo un par de horas en cuanto oí la noticia. No me fue posible hablar del tema con nadie y nunca comprendí la reacción de nadie más. Me sentí completamente solo».

Esa soledad creó a una de las figuras públicas más importantes y radicales de nuestro tiempo. Cuando el sol se oculte en el imperio estadunidense, cual debe ser, cual será, la obra de Noam Chomsky sobrevivirá.
Señalará con un dedo impasible y acusador hacia ese implacable y maquiavélico imperio juzgándolo tan cruel, hipócrita y pedante como aquellos que reemplazó. (La única diferencia es que éste viene armado con tecnología que puede invocar un cataclismo que la historia no ha presenciado y que la humanidad no es capaz de imaginar).
Ya que pude ser una gook o quizá sólo una posible gook, es raro el día que, por una razón u otra, no me encuentre pensando: «Chomsky Zindabad [larga vida, N. del T.]».

Arundhati Roy es autora de El Dios de las pequeñas cosas.