Eutanasia

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Y, en fin, si reconocemos la primacía de la autonomía personal sobre el valor superior de la vida en enfermos terminales o en tetrapléjicos, ¿por qué no en enfermos que sufren un dolor psíquico intolerable, víctimas de neurosis, depresión o esquizofrenia?. Dejémonos de mistificaciones. Es el Derecho, y no la religión, quien impide legalizar la eutanasia …

Por Juan Manuel de Prada

En el debate que se ha entablado en España sobre la eutanasia se suele partir casi siempre de premisas erróneas. Una de las más frecuentes consiste en proclamar la autonomía absoluta del individuo para decidir sobre su propia vida; autonomía que -según los partidarios de la eutanasia- el Derecho no puede coartar (e invocan para demostrarlo que la ley no castiga a quien ha intentado suicidarse), y cuyas limitaciones sólo pueden explicarse mediante motivos religiosos, incongruentes con un Estado aconfesional, etc., etc. Pero dicho razonamiento no se sostiene en pie; y quienes lo esgrimen delatan su analfabetismo jurídico y filosófico. En primer lugar, habría que especificar que la inviolabilidad e indisponibilidad de la propia vida ha sido establecida por multitud de filósofos, desde Aristóteles hasta Kant, en cuyo pensamiento no interfieren consideraciones de índole religiosa. Si el Derecho no castiga a quien ha intentado suicidarse, no es porque no considere su acción reprobable, sino porque entiende que no debe añadir a su desgracia personal una punición legal que resultaría en exceso cruel. En su Crítica de la razón práctica, Kant escribió: «La humanidad en nuestra persona debe ser sagrada para nosotros mismos, porque el hombre es sujeto de la ley moral y, por tanto, de lo sagrado en sí, de aquello por lo cual y de acuerdo con lo cual también sólo algo puede ser calificado de sagrado». Para Kant, la voluntad de un ser racional debe considerarse como legisladora; hasta aquí, parece que otorga su plácet a la eutanasia. Pero a continuación establece que el hombre no es libre para decidir sobre su propia vida, porque no se puede utilizar un principio como fundamento de la destrucción del mismo. Así, por ejemplo, un hombre no puede utilizar su libertad decisoria para abdicar de ella y convertirse voluntariamente en esclavo; pues, al hacerlo, dejaría de ser libre y, por consiguiente, no podría hacer uso del fundamento capital por el que disponía de su persona. Del mismo modo, la autonomía personal no justifica que renunciemos voluntariamente a la vida, pues tal elección implica la destrucción de nuestra autonomía. Es regla general del Derecho que un principio jurídico no puede ejercerse para ser destruido o anulado.
Por lo demás, el Derecho nos enseña que el principio de autonomía personal no tiene un valor absoluto; cuando choca con el valor de la vida, el Derecho siempre le otorga primacía a éste. Pensemos, por ejemplo, en el caso de alguien que presencia cómo otra persona se apresta a suicidarse. El Derecho le permite que ejerza la violencia física contra el suicida (es decir, que reprima su autonomía personal), llegando incluso a lesionarlo, y lo exime de responsabilidad penal, pues considera que la defensa de la vida es más valiosa que la autonomía personal del suicida. Del mismo modo, la ley puede obligarnos a que nos vacunemos o a que recibamos transfusiones sanguíneas, por mucho que nuestra autonomía personal se oponga a estos tratamientos. Y no olvidemos que el derecho no otorga validez ni eficacia al consentimiento de la víctima en los delitos de lesiones. ¿Por qué? Porque -cito la jurisprudencia constitucional- «el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte». Y es que «la vida es un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional» y un «supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible».
Comprobará el lector que mi argumentación es estrictamente jurídica, para nada religiosa. Además, la autonomía del enfermo que reclama la eutanasia es, por lo común, un claro ejemplo de «voluntad viciada»: las condiciones de sufrimiento, angustia y depresión merman su autonomía, como saben perfectamente médicos y enfermeras. Tampoco el llamado «testamento vital» soluciona el problema. Supongamos que alguien, en pleno uso de sus facultades, establece que se acabe con su vida en caso de que llegue a padecer una enfermedad terminal. ¿Quién nos asegura que, una vez inmerso en esa enfermedad y, por lo tanto, en un estado de conciencia latente (pensemos, por ejemplo, en un enfermo de alzheimer), no hubiese querido rectificar su voluntad, que sin embargo para entonces no puede expresar ni verbalizar? Y, en fin, si reconocemos la primacía de la autonomía personal sobre el valor superior de la vida en enfermos terminales o en tetrapléjicos, ¿por qué no en enfermos que sufren un dolor psíquico intolerable, víctimas de neurosis, depresión o esquizofrenia?
Dejémonos de mistificaciones. Es el Derecho, y no la religión, quien impide legalizar la eutanasia.