Nada más difícil en España que hablar y razonar con serena objetividad sobre el tema de la Iglesia y de la religión católica en general. En este aspecto no hemos aprendido todavía a entendernos y a buscar la verdad en común, clave de todo diálogo fecundamente socrático..
Por Heleno Saña
Revista autogestión nº 57
febrero-marzo de 2005
Nada más difícil en España que hablar y razonar con serena objetividad sobre el tema de la Iglesia y de la religión católica en general. En este aspecto no hemos aprendido todavía a entendernos y a buscar la verdad en común, clave de todo diálogo fecundamente socrático.
Vengo siguiendo, con la consiguiente atención y no sin cierta desazón, las declaraciones y comentarios que de un tiempo a esta parte se publican en los medios de comunicación en torno al pugilato más o menos abierto entre el Gobierno y los representantes de la Iglesia, incluida la información que se ha dado en las columnas antagónicas escritas al respecto por Luciano Egido y Jaime Campmany, y que aquí no voy naturalmente a comentar.
Seguimos, pues, como nuestro señor Don Quijote, tropezando con la Iglesia, aunque en el caso presente sería más justo decir que es más bien la Iglesia la que tropieza con el Estado y los políticos que en nombre de su partido o a título personal propugnan reducir o suprimir las subvenciones estatales a la Iglesia, exigiendo de ésta que se autofinancie, esto es, que sean exclusivamente los fieles quienes aporten los fondos que necesita para ejercer sus funciones religiosas, docentes y asistenciales. Un argumento aparentemente lógico, pero sólo aparentemente. Lo primero que yo pediría en este contexto a los políticos partidarios de tratar a la Iglesia como una especie de empresa o entidad privada, es que me expliquen por qué los partidos a los que pertenecen no son financiados por sus afiliados, sino esencialmente por el erario público. Es cierto que disminuye el número de creyentes, pero en comparación al número reducidísimo de militantes y afiliados a los partidos políticos, constituyen una inmensa mayoría.
El derecho a votar y a elegir libremente a los representantes políticos constituye un derecho fundamental de todo sistema democrático, pero no la financiación de los partidos con fondos públicos. Esta medida, lejos de ser consubstancial a la democracia, fue introducida en su día por la socialdemocracia sueca y alemana cuando la democracia llevaba ya siglo y medio de existencia. Los partidos, antes -empezando por los obreros- eran sufragados por sus seguidores, no por el Estado. Y lo que digo de los partidos reza también para los sindicatos. Y aunque entretanto se haya generalizado, se trata de una reforma llevada a cabo por motivos instrumentales por determinados gobiernos, no de un derecho democrático fundamental. Añadiré que el hábito de financiar a los partidos políticos con fondos del contribuyente ha conducido a una deformación general de la política y a un descenso de su nivel ético. En tiempos con un sentido moral más elevado que el nuestro, la política era una vocación, hoy se ha convertido en una profesión y un medio de vida.
El derecho a poder cumplir con las creencias religiosas es un derecho tan fundamental como el derecho a no creer en Dios o a no casarse por la Iglesia. Pertenece a la libertad de conciencia. Y este derecho incluye naturalmente la existencia y el funcionamiento de una estructura eclesial capaz de atender en todo momento las necesidades de los feligreses. La idea de combatir a la Iglesia con la vil arma del dinero me parece no sólo del peor gusto sino también un atentado contra los derechos fundamentales de los sectores de población que siguen creyendo en ella. La Iglesia no está tampoco obligada a identificarse con las tesis defendidas por los distintos gobiernos, como éstos, a su vez, tampoco tienen la obligación de compartir las posiciones de la Iglesia. Confundir ambos ámbitos es entrar en el estéril terreno de los monólogos ideológicos, el maniqueísmo y el fin de la comunicación dialógica. «La libertad es siempre la libertad de los que piensan de otra manera», decía aquella admirable mujer que se llamaba Rosa Luxemburg. Y eso lo dijo no una beata, sino una marxista tan atea como las señoras y los señores que hoy se las dan de liberales y superdemócratas y quienes en realidad no han superado todavía el revanchismo anticlerical tan arraigado en nuestro país. Mi padre no era marxista pero sí ateo, y lo primero que hizo al estallar la Guerra Civil fue movilizar su autoridad moral para salvar la vida de 17 monjas de clausura que vivían en un convento cercano a nuestra casa. No he olvidado nunca esta lección de respeto a las convicciones de los demás, y a ella me atengo, sin importarme lo más mínimo lo que digan de mí los discípulos tardíos de Don Manuel Azaña, aquel señor que antes de afirmar provocativamente que España había dejado de ser católica, había dicho: «Tengo la soberbia de ser, a mi modo, ardientemente sectario». Sobran comentarios