DESDE WADOVICE HASTA ROMA

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¿CUÁLES son las estaciones de ese camino que lleva desde Wadowice en mayo de 1920 hasta la primavera de Roma de 2005? ¿Qué hombre lo ha andado y cuáles eran los impulsos fundamentales que le han sostenido en las situaciones límite, en los abismos que tuvo que cruzar y en esa larga llanura de casi treinta años al frente de la mayor comunidad de creyentes del mundo? Una persona, una historia, una misión convierten hoy a K.J. Wojtyla en el centro de la atención del mundo…

ABC
05-04-2005
OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL

¿CUÁLES son las estaciones de ese camino que lleva desde Wadowice en mayo de 1920 hasta la primavera de Roma de 2005? ¿Qué hombre lo ha andado y cuáles eran los impulsos fundamentales que le han sostenido en las situaciones límite, en los abismos que tuvo que cruzar y en esa larga llanura de casi treinta años al frente de la mayor comunidad de creyentes del mundo? Una persona, una historia, una misión convierten hoy a K.J. Wojtyla en el centro de la atención del mundo. Testigo de cambios decisivos en Europa, espectador de un proceso de transformación del mundo insospechable antes, cabeza de una Iglesia al concluir un concilio ecuménico, con el que esperaba cerrar pacíficamente una época y abrir serenamente otra, a la que, sin embargo, han seguido admirables cosechas junto con tempestades y galernas.

La vida pública de una persona es siempre posterior y secundaria frente a su vida privada, en la que arraigan las pasiones que nos lanzan y sostienen. La segunda parte de una vida es la consumación de la primera, en la que se tomaron las decisiones esenciales y se descartó lo que no constituía meollo y meta de la propia misión. Si mi admiración es grande para el Papa de Roma, es, sin embargo, inferior a la fascinación que me produce su vida anterior. Sus años de infancia, huérfano de madre a los nueve años, de padre a los veintiuno; y después se queda sin su hermano único, que, concluyendo su doctorado en medicina, muere contagiado por los enfermos a los que atiende.

Años empeñados de la Universidad, donde la lengua, el teatro, la historia son sus ilusiones fundamentales, hasta fundar el Teatro Rapsódico de Cracovia. Vienen luego la invasión de Polonia, el trabajo en las minas de Solvay, el estudio de la teología en la clandestinidad y el ingreso en el seminario. Ya sacerdote, llega a Roma el 1 de noviembre de 1946. Treinta años después, en marzo de 1976, predica los ejercicios en el Vaticano, y el 16 de octubre de 1978 es elegido Papa.

Entre tanto su país, avasallado por el comunismo, le ha obligado a pensar cuáles son los fundamentos de la dignidad humana, las condiciones de la vida personal, las raíces de la libertad, las metas que orientan y los mitos que desvanecen. Profesor, obispo, símbolo de una resistencia espiritual a un poder militarmente invencible. Así van apareciendo, como en un trozo de mármol, los rasgos que caracterizarán luego su figura luminosa. Primero, el docente que se doctora con una tesis sobre Scheler; antes, su tesis en teología sobre «La fe en San Juan de la Cruz». A estos dos nombres los acompañará el de un teólogo, H. de Lubac. He ahí los tres horizontes espirituales, cimientos a la vez que suelos nutricios de su vida: una fe «desnuda pero ilustradísima», como quería el santo de Fontiveros; una reflexión sobre la persona, la verdad y el ser, cuando era profesor de Universidad; una voluntad de catolicidad cristiana cuando fue Papa. Esos tres nombres y culturas (española, germana, francófona) dan las claves de su vida personal y de la forma en que este polaco ha ejercitado su misión.

¿Sobre qué trasfondo tiene que vivir su fe, sostener la esperanza en Polonia, guiar después la entera comunidad católica? Él sufrió en carne propia las ideologías que se habían erguido soberanas frente a la fe suplantando su pretensión y erradicando su presencia. Eso pretendieron los maestros de la sospecha. Feuerbach sustituye la teología por la antropología; Marx, la redención que deriva de la plenitud divina ofrecida en Cristo por la revolución humana llevada a cabo por los propios hombres; Nietzsche, la voluntad de verdad por la voluntad de poder. Frente a este legado teórico alemán subyacente al nazismo, el profesor tuvo que pensar. A los maestros de la sospecha siguieron los maestros de la eliminación política de la fe realizada por el comunismo soviético. Frente a unos y otros su pasión fue encontrar maestros de la lucidez crítica a la vez que de la confianza humanizadora que nos arraiguen en este mundo, a la vez que abran al Eterno que nos ha creado, se nos ha revelado en su Hijo y nos ha otorgado su santo Espíritu. A estas tres tareas consagró sucesivamente su existencia: la verdad de la persona ante sí misma, la libertad del hombre en la historia, la fe en el Dios vivo y verdadero frente a los ídolos. Como un héroe griego luchó en su empeño hasta el final y como un seguidor del Crucificado permaneció en la cruz hasta que el Padre, que con la vida nos encargó una misión, nos releva de ésta.

¿Qué tres grandes objetivos se ha propuesto en su pontificado? El primero, devolver a la Iglesia la confianza en la propia fe; convertir de nuevo al pueblo, pobre de recursos o falto de saberes, en protagonista de su vida y de la propia Iglesia. Esta Iglesia la forman no los sabios, ni los ricos, ni los dominadores, sino los creyentes, los pobres de espíritu con aquella pobreza que supone ejercicio de la razón y purificación del corazón, audiencia y obediencia a Dios, servicio y amor al prójimo. Desde esa confianza en la validez intelectual, psicológica y moral de la fe, ha llamado a superar el miedo.

Años más tarde recordará el oculto significado de sus palabras, que reconocía más del Espíritu que propias: «Cuando el 22 de octubre de 1978 en la plaza de San Pedro pronuncié estas palabras: «No tengáis miedo», no podía imaginar cuán lejos me llevarían a mí y a la Iglesia toda». En el giro del milenio llamará a la Humanidad a abrir las puertas a la esperanza, mediante una civilización de la vida y del amor frente a los poderes del odio y de la muerte; a la confianza absoluta en la dignidad del hombre imagen de Dios, que debe elegir entre una libertad a la altura de su deber y una autonomía al servicio de sus instintos primordiales.

Padeció los problemas y oteó las complejidades, pero, como Newman, sabía que mil dificultades no hacen una duda. Su misión casi barrió las fronteras entre Iglesia y sociedad; hablaba sobre todo para la primera, consciente de que cuanto aquella lleva en su seno está llamado a iluminar, sanar y fecundar la sociedad sin borrar nunca las diferencias entre lo que es fruto de la naturaleza y lo que es fruto de libertad. Con S. Weil recordó que lo primero es el reconocimiento de las profundas necesidades del hombre (verdad, belleza, amor, libertad, justicia, honor…); de ellas derivan los deberes. Y sólo cuando se responde a éstos se da la real posibilidad histórica de reclamar derechos. Sin atender a necesidades y responsabilidades, los derechos se quedan sin sujeto que se sienta cualificado y religado para realizarlos. La verdadera libertad es la que se sabe «encargada» y «cargada» con el prójimo, como las figuras proféticas, el Siervo de Yahvé y Jesucristo la mostraron al vivo.

De esos hondones deriva su magisterio estrictamente teológico, su apertura a los problemas del trabajo, la sociedad, la economía y la política, su preocupación por el ecumenismo, su pasión por la defensa de la vida, sobre todo la amenazada en su origen y su final. ¿Quién ha infundido más confianza a enfermos y ancianos que él? ¿Quién se ha opuesto con mayor claridad a los imperios invasores que él? Lo ha hecho desde lo que el Evangelio es y propone: igualando dignidad pero no ignorando diferencias, acogiendo lo que reconocemos como voluntad de Dios y buscando lo que mejor la transparente, explique y realice. Él sabe que la perversión del lenguaje es la perversión de la realidad y que alterar con violencia el sentido de las palabras es pervertir y esclavizar la persona.

Ni la vida ni la muerte ni la elección de un sucesor deben convertir a ningún Papa en un mito o fetiche, ni equipararlo a otras personalidades o autoridades humanas. Él es un creyente en Cristo, un sucesor del apóstol Pedro en la sede de Roma, y en cuanto tal tiene la máxima responsabilidad, a la que siguen su autoridad y nuestra obediencia. Sus acciones están también como las nuestras ante la luz y el juicio de Dios. Cada Papa viene después de los anteriores y deja abierta la besana para que sus sucesores aren surcos nuevos en la misma Iglesia. A cada uno Dios le ha concedido una gracia, que ya es herencia de toda la Iglesia, descubriéndonos posibilidades y exigencias del Evangelio que no podemos olvidar.

Juan Pablo II ha creído y por eso ha hablado; ha esperado y por eso no ha tenido miedo; ha amado y por eso se ha convertido en el rostro vivo de un hombre en quien Cristo deja sentir su presencia en el mundo. Y lo ha hecho desde la oración de su casa de Wadowice, desde su ilusión de joven actor en la Universidad hasta los días amargos de arzobispo de Cracovia, Papa en el Vaticano y enfermo en el hospital Gemelli. Ante él nuestra admiración y agradecimiento, y de él recogemos el aguijón de unas responsabilidades, las que él realizó y las que nos lega a nosotros.