LA VIDA DE UN «RASPACHIN» . EL JUEGO DE ESTE NIÑO ES RASPAR COCA

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Y MENUDO JUEGO. Mientras en Occidente un pequeño de 11 años se distrae con la tele, en Colombia otros se pasan el día manipulando matas de coca en alguna de las cuatro cosechas anuales . «EL MONO». Tiene 11 años y gana 17 euros a la semana. Pasa 10 horas al día raspando hojas de coca.

SALUD H. MORA.
La Gabarra (Colombia)

«EL MONO». Tiene 11 años y gana 17 euros a la semana. Pasa 10 horas al día raspando hojas de coca. / S. H. MORA

Apesar del riesgo que supone trabajar en una de las zonas más peligrosas de Colombia, donde los asesinatos se cuentan por decenas, a El mono (el rubio) su oficio le fascina. Reconoce, aunque no le guste admitirlo, que muchas veces ha sentido miedo, tanto como sus compañeros adultos, porque no sabe ni qué día ni a qué hora aparecerá una partida de guerrilleros para matarlos.

Claro que está convencido de que a él no le pillarán, que será capaz de escabullirse y esconderse en la selva hasta que pase el peligro. Aún no le ha tocado hacerlo, pero presume de haberse acostumbrado al sonido de las balas y de ser capaz de distinguir las armas que las disparan.

«Un día se oyeron una plomasera y mataron un poco de gente y dejaron un obrero herido. Yo escuchaba una M-60, raaatatataa..Si miro muertos, no me da susto y si escucho disparos, tampoco», relata.

Tiene 11 años y el orgullo de ser el sustento de su madre y cuatro hermanos. Es uno de tantos niños raspachines que recogen las hojas de las matas de coca en las cuatro cosechas anuales. Dice que es tan rápido como cualquier mayor y que raspa con sus manos hasta dos arrobas (23 kilos) en una sola jornada.

Por si no le creen, saca del bolsillo un papelito en donde hay una suma de lo que le deben por una semana floja de trabajo: 53.920 pesos (17 euros). De haber sido buena, habría doblado esa cifra, ya que pagan seis mil pesos (2 euros) por arroba.

El mono vive en una casucha de tablones de madera de dos habitaciones y dos camas que comparten toda la familia. Está, junto a otras muchas similares, en una calle mísera de La Gabarra, un pueblo cocalero situado en la región selvática del Catatumbo, atravesada por numerosos ríos, en el departamento del Norte de Santander, fronterizo con Venezuela.

AVIONETAS QUE FUMIGAN

Fue por décadas territorio guerrillero pero en 1999 los paramilitares les arrebataron el mando. A los raspachines no les preocupa tanto la sangre que aún corre por la guerra entre ambos grupos, como las avionetas que fumigan las plantaciones. A los muertos los sustituyen otros braceros en busca de buena paga; el veneno arrojado desde el aire, sin embargo, desplaza a los propietarios de cultivos y con ellos se va el trabajo.

En julio pasado, la guerrilla entró a una finca y asesinó a 34 raspachines, entre ellos un chico de 16 años, por el simple hecho de trabajar en zona paramilitar. La masacre ahuyentó a pocos.«Mi mamá dice que uno no debe temer a la muerte porque antes llega», explica con cara de entendido Jeferson, un raspa de 12 años, amigo de El mono.

Es viernes y nuestro protagonista regresa al pueblo después de raspar un cultivo, una labor que le llevó una sola semana porque la finca no era grande y la cosecha la recogieron entre una veintena de hombres, todos adultos menos él.

En el campo su jornada arranca a las seis, al amanecer, con un café en el estómago, y no para hasta las 11, cuando el sol comienza a pegar duro. Regresa al chamizo donde está la cocina para llenar el estómago con almuerzo abundante, a base de arroz, patatas y carne. A la una ya está de nuevo en el tajo. A las cuatro termina, se lava en un caño, cena y juega con los mayores al dominó. Dos horas después cae rendido en la hamaca, colgada en el barracón donde duermen los jornaleros.

Cuando hay otros niños, juega con ellos a sus cosas: al escondite, a guerrilleros y paras, o bajan hasta el río a bañarse. «Una noche me dio mucho pesar porque cayó un tremendo aguacero y la hamaca se le mojó toda. El muchacho no dijo nada, pero le vi temblar de frío toda la noche», recuerda sobre él Yamela, dedicada a raspar para mantener a sus dos hijas que deja en el pueblo, al cuidado de un familiar. Dice que no hay niñas raspando porque las madres no se atreven a dejarlas solas entre tanto hombre.

El sábado, como hace cada vez que queda libre, El mono se viste de domingo, con un pantalón oscuro y una camisa limpia, y camina hasta el puerto maderero, uno de los tres pequeños atracaderos del río Catatumbo que tiene La Gabarra. Hasta él acuden los patrones que necesitan braceros. El chaval conoce a uno de ellos y consigue que le anote.

Como la nueva finca queda lejos, debe embarcarse el domingo por la mañana. Son dos horas de lancha, río arriba, y luego otras cinco de pata, que serían ocho para el urbano. El sábado por la noche, muy contento, El mono alista su morral: un par de camisas viejas y sucias, hamaca, mosquitero, un saco para meter las hojas, las botas pantaneras, el machete y una gorra, y el domingo, temprano, se pierde aguas arriba.

Wilson, su primo, nunca acepta trabajos tan lejos, porque a su padre le da miedo que aparezca la guerrilla. El chico raspa, sobre todo, para comprar gallos de pelea, su gran pasión junto a la ropa elegante. Camina con el aplomo que imprime la seguridad de sentirse todo un personaje. Su padre, también jornalero eventual, está orgulloso de su hijo, de sus gustos caros.

«Cada uno tiene su suerte, su planeta», filosofa. «A él le gusta vestirse bien y gastar en pollos. Yo le he dicho que no juegue más con gallos, que se arruina, pero está amarrado a ellos».Aclara que es un buen hijo, que le entrega más de la mitad de lo que gana. Y que, por elegante, el niño no va al campo con botas de agua, como los demás trabajadores. «Se va enzapatado.El pelao está gordo de lo puro soberbio».

PICORES Y MANCHAS

De lo único que todos reniegan es de los picores que les produce la alergia a las hojas. José, El Picao, 13 años, es un tímido de mirada triste, la cara opuesta de sus amigos, diminutos hombrecitos que se pavonean de haber vivido mucho. Tiene los brazos cubiertos de manchas blancas. «Dicen que esto pasa cuando uno tiene pasmo en la sangre», explica. Espera que le desaparezcan las vejigas de la alergia, contra las que no aplica tratamiento, para regresar al campo, la única manera de comer, porque ni su madre ni sus hermanos trabajan.

Está desnutrido y es analfabeto, como casi todos los demás. Ninguno pasó más de dos años por la escuela, lo justo para hacer bien las sumas de lo que ganan. Pero no tienen sueños de futuro diferentes a seguir encontrando trabajo cada semana y, si acaso, comprarse algún capricho.

«Por la violencia, hay mucho huerfanito y le toca raspar con la mamá», dice Don Jorge, capataz de una finca. Le gustan los pequeños porque son responsables, trabajadores, no dicen «groselerías» ni dan problemas, si bien preferiría verlos en la escuela para alejarles de un trabajo peligroso. «Cuando a uno no lo mata un grupo, lo mata otro».

En cuanto ganan su primer billete, les gusta imitar alguna vez a los mayores y beber cerveza los fines de semana en los bares de La Gabarra, a veces hasta emborracharse. Para El mono y sus compañeros, su filosofía de vida la cuenta una canción que entonan entusiasmados como un himno:

«Soy un raspachín, de los cocaleros, y vivo mi vida, vivo, vivo bueno. Raspando y raspando, me gano el dinero. Hay que tener cuidado, vivo entre los cuervos»…