FE, CULTURA Y VERDAD

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Publicamos la conferencia del cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dictada el 16 de febrero de 2000 en el palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, dentro de los actos del Primer Congreso Teológico Internacional, organizado por la Facultad de Teología «San Dámaso», sobre la encíclica «Fides et ratio» que Juan Pablo II dedicó las relaciones entre fe y razón.

Cardenal Ratzinger
16.II. 2000

ROMA, jueves, 28 abril 2005 (ZENIT.org).-

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¿De qué se trata, en el fondo, en la encíclica «Fides et ratio»? ¿Es un documento sólo para especialistas, un intento de renovar desde la perspectiva cristiana una disciplina en crisis, la filosofía, y, por tanto, interesante sólo para filósofos, o plantea una cuestión que nos afecta a todos? Dicho de otra manera: ¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en palabras de San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es completamente independiente de la existencia o no existencia de una filosofía abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo como una disciplina académica entre otras, entonces la fe es de hecho independiente de ella. Pero el Papa entiende la filosofía en un sentido mucho más amplio y conforme a su origen. La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la «religio vera», la religión de la verdad.

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»: en estas palabras de Cristo según el Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya.

Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad. De este modo, habla de lo que está más al lá del ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del mundo de la fe.

1. Las palabras, la Palabra y la verdad

Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha representado magníficamente el escritor y filósofo C. S. Lewis en un libro de éxito aparecido en los años cuarenta, «Cartas del diablo a su sobrino». Está compuesto por cartas ficticias de un demonio superior, Escrutopo, que imparte enseñanzas a un principiante sobre el arte de seducir al hombre, sobre el modo correcto como tiene que proceder. El demonio pequeño había expresado ante sus superiores su preocupación de que precisamente los hombres inteligentes leyesen los libros de los sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la verdad. Escrutopo le tranquiliza con la aclaración de que el punto de vista histórico del que los espíritus infernales han conseguid o afortunadamente persuadir a los eruditos del mundo occidental, significa precisamente esto: «que la única cuestión que con seguridad nunca se planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del respectivo escritor, de la historia de su influjos, y otras cuestiones análogas». Josef Pieper, que reproduce este pasaje de C. S. Lewis en su tratado sobre la interpretación, señala al respecto que las ediciones de un Platón o un Dante por ejemplo, planificadas en los países dominados por el comunismo, anteponían una introducción a cada obra editada, que quiere proporcionar al lector una comprensión histórica y así excluir la cuestión de la verdad. Una cientifici dad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad. La cuestión de si lo dicho por el autor es o no, y en qué medida, verdadero, sería una cuestión no científica; nos sacaría del campo de lo demostrable y verificable, nos haría recaer en la ingenuidad del mundo precrítico. De este modo, se neutraliza también la lectura de la Biblia: podemos explicar cuándo y bajo qué circunstancias ha surgido un texto, y, de este modo, lo tenemos clasificado dentro de lo histórico («Historisch»), que a la postre no nos afecta. En el trasfondo de este modo de interpretación histórica hay una filosofía, una actitud apriórica ante la realidad que nos dice: no tiene sentido preguntar sobre lo que es; sólo podemos preguntar sobre lo que podemos hacer con las cosas. La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho. Ante tal reducción aparentemente iluminadora del pensamiento humano surge sin más la pregunta: ¿qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos aprovecha? ¿Para qué existimos nosotros mismos? El observador profundo verá en esta moderna actitud fundamental una falsa humildad y, al mismo tiempo, una falsa soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la capacidad para la verdad, y la falsa soberbia, con la que se sitúa sobre las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto erige en meta de su pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las cosas.

Lo que en Lewis aparece en forma de ironía, lo podemos encontrar hoy presentado científicamente en la crítica literaria. En ella se descarta abiertamente la cuestión de la verdad como no científica. El exégeta alemán Mario Reiser ha llamado la atención sobre un pasaje de Umberto Eco en su novela de éxito «El nombre de la rosa», donde dice: «La única verdad consiste en aprender a liberarse de la pasión enfermiza por la verdad». El fundamento para esta renuncia inequívoca a la verdad estriba en lo que hoy se denomina el «giro lingüístico»: no se puede remontar más allá del lenguaje y sus representaciones, la razón está condicionada por el lenguaje y ligada al lenguaje. Ya en el año mil novecientos uno F. Mauthner había acuñado la siguiente f rase: «lo que se denomina pensamiento es puro lenguaje». M. Reiser comenta, en este contexto, el abandono de la convicción de que se puede remitir con medios lingüísticos a lo supralingüístico. El relevante exégeta protestante U. Luz afirma -totalmente en consonancia con lo que hemos oído de Escrutopo al principio- que la crítica histórica ha abdicado en la Edad Moderna de la cuestión de la verdad. Él se cree obligado a aceptar y reconocer como correcta esta capitulación: que ahora ya no hay una verdad a buscar más allá del texto, sino posiciones sobre la verdad que concurren entre ellas, ofertas de verdad que hay que defender ahora con discurso público en el mercado de las visiones del mundo.

Quien medita sobre estos modos de ver las cosas, sentirá que le viene casi inevitablemente a su memoria un pasaje profundo del «Fedro», de Platón. En él Sócrates cuenta a Fedro una historia que ha escuchado de los antiguos, los cuales tenían conocimiento de lo verdadero. Una vez Thot, el «padre de las letras» y el «dios del tiempo», visitó al rey egipcio Thamus de Tebas. Instruyó al soberano sobre diversas artes inventadas por él, y especialmente sobre el arte de escribir por él concebido. Ponderando su propio invento, dijo al rey: «Este conocimiento, oh rey, hará a los egipcios más sabios y vigorizará su memoria; es el elixir de la memoria y de la sabiduría». Pero el rey no se deja impresionar. Él prevé lo contrario como consecuencia del conocimiento de la escritura: «Esto producirá olvido en las almas de los que lo aprendan por descuidar el ejercicio de la memoria, ya que ahora, fiándose a la escritura exterior, recordarán de un modo externo; no desde su propio interior y desde sí mismos. Por consiguiente, tú has inventado un medio no para el recordar, sino para el caer en la cuenta, y de la sabiduría tú aportas a tus aprendices sólo la representación, no la cosa misma. Pues ahora son eruditos en muchas cosas, pero sin verdadera instrucción, y así pensarán ser entendidos en muchas cosas, cuando en realidad no entienden de nada, y son gente con la que es difícil tratar, puesto que no son verdaderos sabios, sino sólo sabios en apariencia». Quien piensa hoy en cómo programas de televisión de todo el mundo inundan al hombre con informaciones y le hacen así sabio en apariencia; quien piensa en las enormes posibilidades del ordenador y de Internet, que le permiten al que consulta, por ejemplo, tener inmediatamente a disposición todos los textos de un Padre de la Iglesia en los que aparece una palabra, sin haber penetrado en cambio en su pensamiento, ése no considerará exageradas estas prevenciones. Platón no rechaza la escritura en cuanto tal, como tampoco nosotros rechazamos las nuevas posibilidades de la información, sino que hacemos de ellas un uso agradecido. Pero pone una señal de aviso, cuya seriedad está comprobada a diario por las consecuencias del giro lingüístico, como también por muchas circunstancias que nos son familiares a todos. H. Schade muestra el núcleo de lo que Platón tiene que decirnos hoy cuando escribe: «Es del predominio de un método filológico y de la pérdida de realidad que se sigue, de lo que nos previene Platón».

Cuando la escritura, lo escrito, se convierte en barrera frente al contenido, entonces se vuelve un antiarte, que no hace al hombre más sabio, sino que le extravía en una sabiduría falsa y enferma. Por eso, frente al giro lingüístico, A. Kreiner advierte con razón: «El abandono del convencimiento de que se puede remitir con medios lingüísticos a contenidos extralingüísticos equivale al abandono de un discurso de algún modo aún lleno de sentido». Sobre la misma cuestión el Papa advierte en la encíclica lo siguiente: «La interpretación de esta Palabra (de Dios) no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera». El hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de la s interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas.

Aquí hemos arribado al punto central de la discusión de la fe cristiana con un tipo determinado de la cultura moderna, que le gustaría pasar por ser la cultura moderna sin más, pero que, afortunadamente, es sólo una variedad de ella. Se pone de manifiesto, por ejemplo, muy claramente en la crítica que el filósofo italiano Paolo Flores d´Arcais ha hecho a la encíclica. Justo porque la encíclica insiste en la necesidad de la cuestión de la verdad, comenta él que «la cultura católica oficial (es decir, la encíclica) no tiene ya nada que decir a la cultura ‘en cuanto tal’…». Pero esto significa también que la pregunta por la verdad está fuera de la cultura «en cuanto tal». Y entonces ¿no es esta cultura «en cuanto tal» más bien una anticultura? ¿Y no es su presunción de ser la cultura sin más una presunción arrogante y que desprecia al hombre?

Que se trata justamente de este punto, se pone de relieve, cuando Flores d´Arcais reprocha a la encíclica del Papa consecuencias mortíferas para la democracia, e identifica su enseñanza con el tipo «fundamentalista» del Islam. Argumenta remitiendo al hecho de que el Papa ha calificado como carentes de validez auténticamente jurídica las leyes que permiten el aborto y la eutanasia. Quien se opone de este modo a un Parlamento elegido e intenta ejercer el poder secular con pretensiones eclesiales, muestra que el sello de un dogmatismo católico permanece esencialmente estampado en su pensamiento. Tales afirmaciones presuponen que no puede haber ninguna otra instancia por encima de las decisiones de una mayoría. La mayoría coyuntural se convierte en un absoluto. Porque de hecho vuelve a existir lo absoluto, lo inapelable. Estamos expuestos al dominio del positivismo y a la absolutización de lo coyuntural, de lo manipulable. Si el hombre queda fuera de la verdad, entonces ya sólo puede dominar sobre él lo coyuntural, lo arbitrario. Por eso no es «fundamentalismo», sino un deber de la Humanidad proteger al hombre contra la dictadura de lo coyuntural convertido en absoluto y devolverle su dignidad, que justamente consiste en que ninguna instancia humana puede dominar sobre él, porque está abierto a la verdad misma. Precisamente por su insistencia en la capacidad del hombre para la verdad, la encíclica es una apología sumamente necesaria de la grandeza del hombre contra lo que pret ende presentarse como la cultura «tout court».

Naturalmente es difícil volver a dar carta de ciudadanía a la cuestión de la verdad en el debate público, debido al canon metodológico que se ha impuesto hoy como sello acreditativo de la cientificidad. Por eso, es necesario un debate fundamental sobre la esencia de la ciencia, sobre la verdad y el método, sobre el cometido de la filosofía y sus posibles caminos. El Papa no ha considerado que sea tarea suya tratar en la encíclica la cuestión, totalmente práctica, de si la verdad puede llegar a ser nuevamente científica y cómo. Pero muestra por qué nosotros debemos acometer esta tarea. No quería realizar él mismo la tarea de los filósofos, pero ha cumplido la tarea de la denuncia admonitoria que se opone a una tendencia autodestructiva de l a cultura «en cuanto tal». Justamente esta denuncia admonitoria es un acto auténticamente filosófico, revive en el presente el origen socrático de la filosofía y muestra con ello la potencia filosófica que se encierra en la fe bíblica. A la esencia de la filosofía se opone un tipo de cientificidad, que le cierra el paso a la cuestión de la verdad, o la hace imposible. Tal autoenclaustramiento, tal empequeñecimiento de la razón no puede ser la norma de la filosofía, y la ciencia en su conjunto no puede acabar haciendo imposibles las preguntas propias del hombre, sin las que ella misma quedaría como un activismo vacío y, a la postre, peligroso. No puede ser tarea de la filosofía someterse a un canon metodológico, que tiene su legitimidad en sectores particulares del pensamiento. Su tarea tiene que ser justamente pensar la cientificidad como un todo, concebir críticamente su esencia y, de un modo racionalmente responsable, ir más allá de ello hacia lo que le da sentido. La filosofía tiene que preguntarse siempre sobre el hombre, y, por consiguiente, cuestionarse siempre sobre la vida y la muerte, sobre Dios y la eternidad. Para ello tendrá que servirse hoy, antes que nada, de la aporía de aquel tipo de cientificidad que aparta al hombre de tales cuestiones y, a partir de las aporías que nuestra sociedad pone a la vista, intentar abrir siempre de nuevo el camino hacia lo necesario y lo que se torna necesidad. En la historia de la filosofía moderna no han faltado tales tentativa s, y también en el presente hay suficientes ensayos esperanzadores, para abrir de nuevo la puerta a la cuestión de la verdad, la puerta más allá del lenguaje que gira sobre sí mismo. En este sentido la llamada de la encíclica es sin duda crítica ante nuestra situación cultural actual, pero al mismo tiempo está en una unión profunda con elementos esenciales del esfuerzo intelectual de la Edad Moderna. Nunca es anacrónica la confianza en buscar la verdad y en encontrarla. Es justamente ella la que mantiene al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y unifica a los hombres, más allá de los límites culturales, por su dignidad común.

2.- Cultura y verdad

a) La esencia de la cultura

Se podría definir lo tratado hasta ahora como la disputa entre la fe cristiana expresada en la encíclica y un tipo concreto de cultura moderna, por lo cual nuestras reflexiones dejaron entre paréntesis el lado científico-técnico de la cultura. El punto de mira estaba dirigido a lo relativo a las ciencias humanas en nuestra cultura. No sería difícil mostrar que su desorientación ante la cuestión de la verdad, que entre tanto se ha convertido en ira frente a ella, descansa, en última instancia, sobre su pretensión de alcanzar el mismo canon metodológico y la misma clase de seguridad, que se da en el campo empírico. La renuncia metodológica de la ciencia natural a lo verificable se convierte en el documento acreditativo de la cientificidad, más aún, de la racionalidad misma. Esta reducción metodológica, que está llena de sentido, más aún, que es necesaria en el ámbito de la ciencia empírica, se convierte así en un muro ante la cuestión de la verdad: en el fondo se trata del problema de la verdad y del método, de la universalidad de un canon metodológico estrictamente empírico. Frente a ese canon, el Papa defiende la multiplicidad de caminos del espíritu humano, la amplitud de la racionalidad, que tiene que conocer diversos métodos según la índole del objeto. Lo no material no puede ser abordado con métodos que corresponden a lo material; así podría resumirse, a grandes rasgos, la denuncia del Papa frente a una forma unilateral de racionalidad.

La disputa con la cultura moderna, la disputa sobre la verdad y el método, es la primera veta fundamental del tejido de nuestra encíclica. Pero la cuestión sobre la verdad y la cultura se presenta aún bajo otro aspecto, que se remite substancialmente al ámbito propiamente religioso. Hoy se contrapone de buen grado la relatividad de las culturas a la pretensión universal de lo cristiano, que se funda en la universalidad de la verdad. El tema resuena ya durante el siglo dieciocho, en Gotthold Ephraim Lessing, que presenta las tres grandes religiones en la parábola de los tres anillos, de los que uno tiene que ser el auténtico y verdadero, pero cuya autenticidad ya no es verificable. La cuestión de la verdad es irresoluble y se sustituye por la cuestión del efecto curativo y purificador de la religión. Luego, a comienzos de nuestro siglo, Ernst Troeltsch reflexionó expresamente sobre la cuestión de la religión y la cultura, de la verdad y la cultura. Al principio aún consideraba al cristianismo como la revelación entera de la religiosidad personalista, como la única ruptura completa con los límites y condiciones de la religión natural. Pero, en el curso de su camino intelectual, la determinación cultural de la religión le fue cerrando cada vez más la mirada sobre la verdad y subordinando todas las religiones a la relatividad de las culturas. A la postre, la validez del cristianismo se convierte para él en un asunto europeo: para él el cristianismo es la forma de religión adecuada a Europa, mientras atribuye ahora al budismo y al brahmanismo una autonomía absoluta. En la práctica se elimina la cuestión de la verdad, y los límites de las culturas se hacen insalvables.

Por eso, una encíclica que está dedicada por entero a la aventura de la verdad, debía plantear también la cuestión de la relación entre verdad y cultura. Debía preguntar si puede darse una comunión de las culturas en la única verdad, si puede decirse la verdad para todos los hombres, trascendiendo las diversas formas culturales, o si a la postre hay que presentirla sólo asintóticamente tras formas culturales diversas e incluso opuestas.

A un concepto estático de cultura, que presupone formas culturales fijas que a la postre se mantienen constantes y sólo pueden coexistir unas con otras, pero no comunicarse entre ellas, el Papa ha opuesto en la encíclica una comprensión dinámica y comunicativa de la cultura. Subraya que las culturas, «cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia». Por eso, como expresión del único ser del hombre, las culturas están caracterizadas por la dinámica del hombre que trasciende todos los límites. Por eso, las culturas no están fijadas de una vez para siempre en una forma. Les es propia la capacidad de progresar y transformarse, y también el pe ligro de decadencia. Están abocadas al encuentro y fecundación mutua. Puesto que la apertura interior del hombre a Dios las impregna tanto más cuanto mayores y más genuinas son, por ello llevan impresa la predisposición para la revelación de Dios. La Revelación no les es extraña, sino que responde a una espera interior en las culturas mismas. Theodor Haecker ha hablado, a propósito de esto, del carácter de adviento de las culturas precristianas, y entre tanto muchas investigaciones de historia de las religiones han podido mostrar de manera concreta este remitir de las culturas al Logos de Dios, que se ha encarnado en Jesucristo. En este orden de cosas, el Papa se vale de la tabla de las naciones contenida en el relato pascual de los Hechos de los Apóstoles (2, 7-14), en el que se nos narra cómo es perceptible y comunicable el testimonio de la fe en Cristo mediante todas las lenguas y en todas las lenguas, es decir, en todas las culturas que se expresan en la lengua. En todas ellas la palabra humana se hace portadora del hablar propio de Dios, de su propio Logos. La encíclica añade: «El anuncio del Evangelio en diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el proceso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad».

A partir de esto, y respecto a la relación general de la fe cristiana con las culturas precristianas, el Papa desarrolla modélicamente en el ejemplo de la cultura india los principios a observar en el encuentro de estas culturas con la fe. Llama brevemente la atención, en primer lugar, sobre el gran auge espiritual del pensamiento indio, que lucha por liberar el espíritu de las condiciones espacio-temporales y ejercita así la apertura metafísica del hombre, que luego ha sido conformada especulativamente en importantes sistemas filosóficos. Con estas indicaciones se pone de relieve la tendencia universal de las grandes culturas, su superación del tiempo y del espacio, y así también su avance hacia el ser del hombre y hacia sus supremas posibilidades. Aquí radica la capacidad de diálogo entre las culturas, en este caso entre la cultura india y las culturas que han crecido en el ámbito de la fe cristiana. El primer criterio se colige por sí mismo, por así decir, del contacto interior con la cultura india. Consiste en la «universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas». De él se sigue un segundo criterio: «Cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios…» Finalmente señala la encíclica un tercer criterio, que se sigue de las reflexiones precedentes sobre la esencia de la cultura: «Hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano».

b) La superación de las culturas en la Biblia y en la historia de la fe

Si el Papa insiste en el carácter irrenunciable de la herencia cultural forjada en el pasado, que ha llegado a ser un vehículo para la verdad común de Dios y del hombre, entonces surge espontáneamente la cuestión de si no se canoniza así un eurocentrismo de la fe, que no parece superarse por el hecho de que, a lo largo de la Historia, pueden introducirse, o ya se han introducido, nuevas herencias en la identidad de la fe constante y que afecta a todos. La cuestión es insoslayable: Hasta qué punto es griega o latina la fe, que por lo demás no ha surgido en el mundo griego o latino, sino en el mundo semita del antiguo Oriente, en el que estaban y están en contacto Asia, África y Europa. La encíclica toma postura, especialmente en su segundo capítulo, sobre el desarrollo del pensamiento filosófico en el interior de la Biblia, y en el cuarto capítulo, con la presentación del encuentro decisivo de esta sabiduría de la razón desarrollada en la fe con la sabiduría griega de la filosofía. Quisiera añadir brevemente lo siguiente:

Ya en la Biblia se elabora un acervo de pensamiento religioso y filosófico variado a partir de mundos culturales diversos. La Palabra de Dios se desarrolla en un proceso de encuentros con la búsqueda humana de una respuesta a sus últimas preguntas. Dicha Palabra no es algo caído del cielo como un meteorito, sino que es precisamente una síntesis de culturas. Vista más en lo hondo, nos permite reconocer un proceso en el que Dios lucha con el hombre y le abre lentamente a su Palabra más profunda, a sí mismo: al Hijo, que es el Logos. La Biblia no es mera expresión de la cultura del pueblo de Israel, sino que está continuamente en disputa con el intento, totalmente natural de este pueblo, de ser él mismo e instalarse en su propia cultura. La f e en Dios y el sí a la voluntad de Dios le van desarraigando continuamente de sus propias representaciones y aspiraciones. Él sale constantemente al paso frente a la religiosidad propia de Israel y a su propia cultura religiosa, que quería expresarse en el culto de los lugares altos, en el culto de la diosa celeste, en la pretensión de poder de la propia monarquía. Empezando por la cólera de Dios y de Moisés contra el culto al becerro de oro en el Sinaí, hasta los últimos profetas postexílicos, de lo que siempre se trata es de que Israel se desarraigue de su propia identidad cultural, de que debe abandonar, por así decir, el culto a la propia nacionalidad, el culto a la raza y a la tierra, para inclinarse ante el Dios totalmente otro y no apropiable, que ha creado cielo y tierra, y es el Dios de todos los pueblos. La fe de Israel significa una permanente autosuperación de la propia cultura en la apertura y horizonte de la verdad común. Los libros del Antiguo Testamento pueden parecer, desde muchos puntos de vista, menos piadosos, menos poéticos, menos inspirados que importantes pasajes de los libros sagrados de otros pueblos. Pero, en cambio, tienen su singularidad en la índole combativa de la fe contra lo propio, en este desarraigo de lo propio que comienza con la peregrinación de Abraham. La liberación de la ley que Pablo alcanza por su encuentro con Jesucristo resucitado, lleva esta orientación fundamental del Antiguo Testamento hasta su consecuencia lógica: significa la universalización plena de esta fe, que se separa del orden nacional. Ahora son invitados todos los pueblos a entrar en este proceso de superación de lo propio, que ha comenzado en primer lugar en Israel; son invitados a convertirse al Dios, que, desapropiándose de sí mismo en Jesucristo, ha abatido «el muro de la enemistad» entre nosotros (Ef 2, 14) y nos congrega en la autoentrega de la cruz. Así, pues, en su esencia la fe en Jesucristo es un permanente abrirse, irrupción de Dios en el mundo humano y apertura correspondiente del hombre a Dios, que congrega al mismo tiempo a los hombres. Todo lo propio pertenece ahora a todos, y todo lo ajeno llega a ser también al mismo tiempo lo propio nuestro, y todo ello abarcado por la palabra del padre al hijo mayor: «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31), que vuelve a aparecer en la oración sacerdotal de Jesús como modo de dirigirse del Hijo al Padre: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10).

Este patrón determina también el encuentro del mensaje revelado con la cultura griega, que, por cierto, no empieza sólo con la evangelización cristiana, sino que se había desarrollado ya dentro de los escritos del Antiguo Testamento, sobre todo mediante su traducción al griego y a partir de ahí en el judaísmo primitivo. Este encuentro era posible, porque ya se había abierto camino en el mundo griego un acontecimiento semejante de autrotrascendencia. Los Padres no han vertido sin más al Evangelio una cultura griega que se mantenía en sí y se poseía a sí misma. Ellos pudieron asumir el diálogo con la filosofía griega y convertirla en instrumento del Evangelio allí donde en el mundo griego se había iniciado, mediante la búsqueda de Dios, una autocrítica de la propia cultura y del propio pensamiento. La fe une los diversos pueblos -comenzando por los germanos y los eslavos, que en los tiempos de la invasión de los bárbaros entraron en contacto con el mensaje cristiano, hasta los pueblos de Asia, África y América- no a la cultura griega en cuanto tal, sino a su autosuperación, que era el verdadero punto de contacto para la interpretación del mensaje cristiano. A partir de ahí la fe los introduce en la dinámica de la autosuperación. Hace poco Richard Schäffler ha dicho certeramente al respecto que la predicación cristiana ha exigido desde el principio a los pueblos de Europa (que, por lo demás, no existía como tal antes de la evangelización cristiana), «la renuncia a todos los respectivos «dioses» autóctonos de los europeos, mucho antes de que entraran en el campo de su visión las culturas extraeuropeas». A partir de ahí hay que entender por qué la predicación cristiana entró en contacto con la filosofía, y no con las religiones. Cuando se intentó esto último, cuando, por ejemplo, se quiso interpretar a Cristo como el verdadero Dionisio, Esculapio o Hércules, tales intentos cayeron rápidamente en desuso. Que no se entrara en contacto con las religiones, sino con la filosofía, tiene que ver con el hecho de que no se canonizó una cultura, sino que se podía entrar a ella por donde había comenzado ella misma a salir de sí misma, por donde había iniciado el camino de apertura a la verdad común y había dejado atrás la i nstalación en lo meramente propio. Esto constituye también hoy una indicación fundamental para la cuestión de los contactos y del trasvase a otros pueblos y culturas. Ciertamente, la fe no puede entrar en contacto con filosofías que excluyen la cuestión de la verdad, pero sí con movimientos que se esfuerzan por salir de la cárcel del relativismo. Tampoco puede asumir directamente las antiguas religiones. En cambio, las religiones pueden proporcionar formas y creaciones de diverso tipo, pero sobre todo actitudes -el respeto, la humildad, la abnegación, la bondad, el amor al prójimo, la esperanza en la vida eterna. Esto me parece – dicho entre paréntesis- que es también importante para la cuestión del significado salvífico de las religiones. No salvan, por así decir, en cuanto sistemas cerrados y por la fidelidad al sistema, sino que colaboran a la salvación en la medida en que llevan a los hombres a «preguntar por Dios» (como lo expresa el Antiguo Testamento), «buscar su rostro», «buscar el Reino de Dios y su justicia».

3.- Religión, verdad y salvación

Permítanme detenerme un momento aún en este punto, porque toca una cuestión fundamental de la existencia humana, que con razón representa también una cuestión capital en el actual debate teológico. Pues se trata del mismo impulso del que ha partido la filosofía, y al que tiene que volver siempre; en él se tocan necesariamente filosofía y teología, si éstas se mantienen fieles a su cometido. Es la cuestión de cómo se salva el hombre, cómo se justifica. En el pasado se ha pensado preferentemente en la muerte y en lo que viene después de la muerte; hoy, cuando se ve el más allá como inseguro y por ello se lo continúa excluyendo de las cuestiones actuales, hay que continuar buscando lo recto y justo en el tiempo, y no puede preterirse el problema de cómo hay que habérselas con la muerte. Curiosamente, en el debate acerca de la relación del cristianismo y las religiones universales el punto de discusión que propiamente se ha mantenido es cómo se relacionan las religiones y la salvación eterna. La cuestión de cómo puede ser salvado el hombre, se ha planteado aún en sentido más bien clásico. Y ahora se ha impuesto de modo bastante general esta tesis: las religiones son todas ellas caminos de salvación. Quizás no el camino ordinario, pero al menos sí caminos «extraordinarios» de salvación: por todas las religiones se llega a la salvación; esto se ha convertido en la visión corriente.

Esta respuesta corresponde no sólo a la idea de tolerancia y respeto del otro que hoy se nos impone. Corresponde también a la imagen moderna de Dios: Dios no puede rechazar a hombres sólo porque no conocen el cristianismo y, en consecuencia, han crecido en otra religión. El aceptará su vida religiosa lo mismo que la nuestra. Aunque esta tesis – reforzada entre tanto con muchos otros argumentos- es clara a primera vista, sin embargo suscita interrogantes. Pues las religiones particulares no exigen sólo cosas distintas, sino también opuestas. Ante el creciente número de hombres no ligados por lo religioso, esta teoría universal de la salvación se ha extendido también a formas de existencia no religiosas pero vividas coherentemente. Entonces comienza a ser válido que lo contradictorio es considerado como conducente a la misma meta; en pocas palabras: estamos nuevamente ante la cuestión del relativismo. Se presupone subrepticiamente que en el fondo todos los contenidos son igualmente válidos. Qué es lo que propiamente vale, no lo sabemos. Cada uno tiene que recorrer su camino, ser feliz a su manera, como decía Federico II de Prusia. Así, a caballo de las teorías de la salvación, otra vez se cuela inevitablemente el relativismo por la puerta trasera: la cuestión de la verdad se separa de la cuestión de las religiones y de la salvación. La verdad es sustituida por la buena intención; la religión se mantiene en lo subjetivo, porque no se puede conocer lo objetivamente bueno y verdadero.

a) La diferencia de las religiones y sus peligros

¿Nos tenemos que conformar con esto? ¿Es inevitable la alternativa entre rigorismo dogmático y relativismo humanitario? Pienso que en las teorías reseñadas no se han pensado suficientemente tres cosas. En primer lugar, las religiones (y entretanto también el agnosticismo y el ateísmo) son consideradas todas ellas como iguales. Pero precisamente esto no es así. De hecho, hay formas religiosas degeneradas y enfermas, que no elevan al hombre, sino que lo alienan: la crítica marxista de la religión no carecía totalmente de base. Y también las religiones a las que hay que reconocer una grandeza moral y que están en camino hacia la verdad, pueden enfermar en ciertos trechos del camino. En el hinduismo (que propiamente es un nombre colectivo para religiones diversas) hay elementos grandiosos, pero también aspectos negativos; el entrelazamiento con el sistema de castas, la quema de viudas, que se había formado a partir de representaciones inicialmente simbólicas; habría que mencionar las aberraciones del Saktismo, por dar sólo un par de indicaciones. Pero también el Islam, con toda la grandeza que representa, está continuamente expuesto al peligro de perder el equilibrio, dar espacio a la violencia y dejar que la religión se deslice hacia lo externo y ritualista. Y naturalmente hay también, como todos nosotros bien sabemos, formas enfermas de lo cristiano. Por ejemplo, cuando los cruzados, en la conquista de la ciudad santa de Jerusalén en la que Cristo murió por todos los hombres, causaban ellos mismos un baño de sangre entre musulmanes y judíos. Esto significa que la religión exige discernimiento, discernimiento entre las formas de las religiones y discernimiento en el interior de la religión misma, según la medida de su propio nivel. Con el indiferentismo de los contenidos y de las ideas, que todas las religiones sean distintas y sin embargo iguales, no se puede ir adelante. El relativismo es peligroso, concretamente para la formación del ser humano en lo particular y en la comunidad. La renuncia a la verdad no sana al hombre. No puede pasarse por alto cuánto mal ha sucedido en la Historia en nombre de opiniones e intenciones buenas.

b) La cuestión de la salvación

Con ello tocamos ya el segundo punto que ordinariamente es desatendido. Cuando se habla del significado salvífico de las religiones, sorprendentemente se piensa, la mayoría de las veces, sólo en que todas posibilitan la vida eterna, con lo cual se acaba neutralizando el pensamiento en la vida eterna, pues uno llega de todos modos a ella. Pero así se empequeñece inconvenientemente la cuestión de la salvación. El cielo comienza en la tierra. La salvación en el más allá supone la vida correspondiente en el más acá. Uno, pues, no puede preguntarse sólo quién va al cielo y desentenderse simultáneamente de la cuestión del cielo. Hay que preguntar qué es el cielo y cómo viene a la tierra. La salvación del más allá debe reflejarse en una forma de vida, que hace aquí humano al hombre y, de este modo, conforme a Dios. Esto significa nuevamente que, en la cuestión de la salvación, hay que mirar más allá de las religiones mismas y a ese horizonte pertenecen reglas de vida recta y justa, que no pueden ser relativizadas arbitrariamente. Yo diría, pues, que la salvación comienza con la vida recta y justa del hombre en este mundo, que abarca siempre los dos polos de lo particular y de la comunidad.

Hay formas de comportamiento que nunca pueden servir para hacer recto y justo al hombre, y otras, que siempre pertenecen al ser recto y justo del hombre. Esto significa que la salvación no está en las religiones como tales, sino que depende también de hasta qué punto llevan a los hombres, junto con ellas, al bien, a la búsqueda de Dios, de la verdad y del bien. Por eso, la cuestión de la salvación conlleva siempre un elemento de crítica religiosa, aunque también puede aliarse positivamente con las religiones. En todo caso, tiene que ver con la unidad del bien, con la unidad de lo verdadero, con la unidad de Dios y del hombre.

c) La conciencia y la capacidad del hombre para la verdad

Este título lleva al tercer punto que quería abordar aquí. La unidad del hombre tiene un órgano: la conciencia. Fue una osadía de san Pablo afirmar que todos los hombres tienen la capacidad de escuchar la conciencia, separar así la cuestión de la salvación del conocimiento y observancia de la Thorá, y situarla sobre la exigencia común de la conciencia en la que el único Dios habla, y dice a cada uno lo verdaderamente esencial de la Thorá: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguando su conciencia…» (Rom 2, 14 ss). Pablo no dice: Si los gentiles se mantienen firmes en su religión, eso es bueno ante el juicio de Dios. Al contrario, él condena gran parte de las prácticas religiosas de aquel tiempo. Remite a otra fuente, a lo que todos llevan escrito en el corazón, al único bien del único Dios. De todos modos, aquí se enfrentan hoy dos conceptos contrarios de conciencia, que la mayoría de las veces sencillamente se entrometen el uno en el otro. Para Pablo la conciencia es el órgano de la trasparencia del único Dios en todos los hombres, que son un hombre. En cambio, actualmente la conciencia aparece como expresión del carácter absoluto del sujeto, sobre el que no puede haber, en el campo moral, ninguna instancia superior. Lo bueno como tal no es cognoscible. El Dios único no es cognoscible. En lo que afecta a la moral y a la religión, la última instancia es el sujeto. Esto es lógico, si la verdad como tal es inaccesible. Así, en el concepto moderno de conciencia, ésta es la canonización del relativismo, de la imposibilidad de normas morales y religiosas comunes, mientras que, por el contrario, para Pablo y la tradición cristiana había sido la garantía para la unidad del hombre y para la cognoscibilidad de Dios, para la obligatoriedad común del mismo y único bien. El hecho de que en todos los tiempos ha habido y hay santos gentiles, se basa en que en todos lugares y en todos tiempos – aunque muchas veces con gran esfuerzo y sólo parcialmente- era perceptible la voz del corazón, y la Thora de Dios se nos hacía perceptible como obligación en nosotros mismos, en nuestro ser creatural y así se nos hacía posible superar lo meramente subjetivo, en la relación de unos con otros y en la relación con Dios. Y esto es salvación. Resta por saber lo que Dios hace con los pobres fragmentos de nuestro ascenso hacia el bien, hacia Él mismo, su misterio, que no debíamos arrogarnos el querer controlar.

Reflexiones conclusivas

Al final de mis reflexiones quisiera llamar nuevamente la atención sobre una indicación metodológica que da el Papa para la relación de la teología y la filosofía, de la fe y la razón, porque con ella se toca la cuestión práctica de cómo podía ponerse en marcha, en el sentido de la encíclica, una renovación del pensamiento filosófico y teológico. La encíclica habla de un movimiento circular entre teología y filosofía, y lo entiende en el sentido de que la teología tiene que partir siempre en primer lugar de la Palabra de Dios; pero, puesto que esta Palabra es verdad, hay que ponerla en relación con la búsqueda humana de la verdad, con la lucha de la razón por la verdad y ponerla así en diálogo con la filosofía. La búsqueda de la verdad por parte del creyente se realiza, según esto, en un movimiento, en el que siempre se están confrontando la escucha de la Palabra proclamada y la búsqueda de la razón. De este modo, por una parte, la fe se profundiza y purifica, y, por otra, el pensamiento también se enriquece, porque se le abren nuevos horizontes. Me parece que se puede ampliar algo más esta idea de la circularidad: tampoco la filosofía como tal debería cerrarse en lo meramente propio e ideado por ella. Así como debe estar atenta a los conocimientos empíricos, que maduran en las diversas ciencias, así también debería considerar la sagrada tradición de las religiones, y en especial el mensaje de la Biblia, como una fuente de conocimiento del que ella se deja fecundar. De hecho, no hay ninguna gran filosofía que no haya recibido de la tradición religiosa luces y orientaciones, ya pensemos en la filosofía de Grecia y de la India, o en la filosofía que se ha desarrollado en el ámbito del cristianismo, o también en las filosofías modernas, que estaban convencidas de la autonomía de la razón y consideraban esta autonomía como criterio último del pensar, pero que se mantuvieron deudoras de los grandes temas del pensamiento que la fe cristiana había ido dando a la filosofía: Kant, Fichte, Hegel, Schelling no serían imaginables sin los antecedentes de la fe, e incluso Marx, en el corazón de su radical reinterpretación, vive del horizonte de esperanza que había asumido de la tradición judía. Cuando la filosofía apaga totalmente este diálogo con el pensamiento de la fe, acaba -como Jaspers formuló una vez- en una «seriedad que se va vaciando de contenido». Al final se ve impelida a renunciar a la cuestión de la verdad, y esto significa darse a sí misma por perdida. Pues una filosofía que ya no pregunta quiénes somos, para qué somos, si existe Dios y la vida eterna, ha abdicado como filosofía.

Quisiera concluir con la mención de un comentario a la encíclica, que ha aparecido en el semanario alemán «Die Zeit», en otras ocasiones más bien lejano a la Iglesia. El comentarista Jan Ross sintetiza con mucha precisión el núcleo de la instrucción papal, cuando dice que el destronamiento de la teología y de la metafísica «no ha hecho al pensamiento sólo más libre, sino también más angosto». Sí, él no teme hablar de «entontecimiento por increencia». «Cuando la razón se apartó de las cuestiones últimas, se hizo apática y aburrida, dejó de ser competente para los enigmas vitales del bien y del mal, de muerte e inmortalidad». La voz del Papa -prosigue este comentarista- ha dado ánimo «a muchos hombres y a pueblos enteros; en los oídos de muchos ha sonado también dura y cortante, e incluso ha suscitado odio, pero si enmudece, será un momento de silencio espantoso» (fin de la cita). De hecho, si se deja de hablar de Dios y del hombre, del pecado y la gracia, de la muerte y la vida eterna, entonces todo grito y todo ruido que haya será sólo un intento inútil para hacer olvidar el enmudecerse de lo propiamente humano. El Papa ha salido al paso ante el peligro de tal enmudecimiento con su parresía, con la franqueza intrépida de la fe, y ha cumplido un servicio no sólo para la Iglesia, sino también para la Humanidad. Debemos estarle agradecidos por ello.