¿Cómo será Ratzinger Papa? No lo sabemos por dos razones. Una antropológica: una nueva misión configura al hombre que la asume y se deja guiar por ella hasta el final. Otra teológico-religiosa: para el católico están en juego este hombre, toda la Iglesia, el resto del mundo y el Espíritu Santo.¿Quiénes han sido los educadores de la España contemporánea? ¿Quiénes han guiado el pulso interior de la cultura y de la Iglesia? ¿Qué fascinaciones y rechazos han sufrido los españoles a lo largo del siglo XX y qué rescoldo ha quedado como legado de amor o sedimento de odio para el siglo XXI?
Durante la primera mitad del siglo pasado perduraba la relación: masas anónimas e incultas frente a minorías pensantes y dominantes. Eran los llamados intelectuales, que desde el famoso Yo acuso de Zola el 13 de enero de 1898 se convirtieron en los guías de la conciencia general. Sobre ese fondo dos figuras epónimas determinan la cultura española de la primera mitad del siglo: Unamuno y Ortega.
La segunda mitad tuvo otro horizonte: comenzó a surgir la conciencia ciudadana articulada en grupos, sindicatos y partidos, primero clandestinos y a partir de 1978 reconocidos como cauce de la voluntad popular; y por reacción ante todo lo anterior considerar a los partidos políticos casi como el único modo legítimo de expresión pública del pueblo.
¿Quiénes han sido los guías en la Iglesia a partir de los ańos sesenta? ¿Los obispos, los editores, los profesores de teología, los generales de las clásicas instituciones religiosas como dominicos o jesuitas, los guías carismáticos de los nuevos movimientos espirituales, la sociedad de la información construyendo o deconstruyendo la conciencia, también la creyente, con anterioridad a prédicas, sermones, libros u obispos?
No tenemos hecha la historia real del medio siglo último, hemos roto la continuidad histórica, repitiendo el mortífero adanismo e intentando recomenzar, sin haber previamente discernido lo que hemos hecho bien o mal, edificando sobre lo ya definitivamente logrado, sin repetir errores, y recogiendo cosechas bien granadas.
La Iglesia, la teología, los católicos individuales han jugado un papel importante en España, sobre todo ciertos nombres extranjeros elevados entre nosotros a la categoría de ídolos, seguidos ciegamente con aquel terrible complejo de inferioridad que nos lleva a la adhesión mimética, anatematizando o canonizando, sin tener capacidad creadora propia, que es la única que nos permite ser verdaderamente tradicionales a la vez que modernizadores.
La teología en España miró hacia Francia entre los ańos 1950-1960, a Alemania entre los ańos 1960-1975 y a Hispanoamérica entre los ańos 1975-1990. El giro en la situación mundial, la inversión de horizontes en política, cultura, sociedad e Iglesia, ha obligado a repensar situaciones, ideas, nombres e ídolos.
Las generaciones dominantes en la actualidad son en parte fruto de los movimientos del 68, de la impregnación marxista del decenio siguiente y de la caída en el pensamiento de Nietzsche a partir del momento en que desistieron de cambiar el mundo, cedieron al resentimiento por la revolución no acontecida o se aposentaron plácidamente en la finitud feneciente, como proponía Tierno Galván.
En esa avalancha de nombres extranjeros sobre la teología e Iglesia españolas, dos fueron dominantes: Rahner y Küng. A partir de un momento se dividen las mesnadas, porque es precisamente Rahner quien formula tajante por primera vez lo que luego será fórmula oficial de Roma: «H. Küng no puede ser considerado como exponente auténtico de la comprensión católica del cristianismo». A partir de ahí Rahner irá cayendo en el silencio o para vergüenza de todos los que fuimos sus alumnos, amigos y lectores, se dejaron de traducir sus Escritos de Teología, se privilegió el último Rahner y, una vez muerto, quedó Küng soberano en territorio propio. Su capacidad de escritor fácil y ágil, su maestría en la difusión de la propia obra y el paso a la disidencia eclesial de sus adalides en España han determinado el resto.
Las dos bestias negras de Küng en su autobiografía son: Juan Pablo II y J. Ratzinger. Entre tanto hay un nombre sobre el cual reinó silencio entre los ańos 1960-1970 y que luego se ha convertido en el guía de una inmensa parte de la Iglesia católica: Hans Urs von Balthasar. Él discernió tres horizontes fundamentales del pensamiento: el cosmológico, propio del mundo antiguo, el antropológico propio de la modernidad y el teológico específico del cristianismo, que comprende al mundo no como naturaleza infinita o divinizable sino como creación y al hombre como imagen de Dios, partícipe de su libertad, llamado a ser libre e invitado a la plenitud divina.
El hombre está en el mundo; es el pastor del ser. Pero, ¿quién es el pastor del hombre? ¿O es que no tiene cimiento, última compañía y guía? ¿Está solo en el mundo? ¿Somos huérfanos? Estas preguntas que por primera vez formuló Jean Paul Richter (1763-1825) son las que todo teólogo tiene que contestar.
Balthasar les ha dedicado una trilogía: teofanía, teodramática, teología. H. de Lubac y Balthasar fueron referencias fundamentales para Juan Pablo II y lo son igualmente para Ratzinger. Ratzinger ha seguido su camino rectilíneo desde 1968, en que publica su gran libro: Introducción al cristianismo hasta el último también salido de las prensas: Fe, verdad, tolerancia.
Le ha preocupado mucho la situación pero sobre todo la verdad: la verdad de las cosas, la verdad del hombre, la verdad de Dios. El cristianismo, la fe, la Iglesia, ¿son remanentes agotados de una época pretérita o signos discernibles de una revelación divina? ¿Tienen capacidad para iluminar, liberar, santificar? ¿Cuál es la forma fiel en la que la Iglesia acerca ese evangelio de Cristo a los hombres?
Ésas son las cuestiones de fondo que Ratzinger ha querido iluminar como teólogo en Alemania y prefecto de la congregación para la promoción y defensa de la fe en Roma. Ratzinger vino por primera vez a España en 1989 y después en 1993 para hablar en los cursos de Teología de la Universidad Complutense que yo dirigía. Pero ha tenido mala fortuna entre la captura de unos grupos, que se lo quisieron apropiar afirmando que Ratzinger era la ortodoxia representada por ellos, y la caricatura de otros, que acuñaron y repitieron impertérritos: el cardenal de hierro, el inquisidor cerrado en su torre de marfil, el martillo de la teología de la liberación, el causante del cierre de la Iglesia ante la modernidad.
Él no ha hecho nada por romper esos clichés: ha seguido laboriosamente su camino. Si la Iglesia no tiene otra salida que entregarse en brazos de cierta modernidad, mejor sería disolverse, porque a tenor de esas voces ella sólo es un remanente de épocas preilustradas, de fases infantiles de la vida humana, cuando no de actitudes violentas y de poderes predemocráticos.
Este hombre crecido en una familia bávara normal, trabajadora, cristiana, arraigada en la historia, cultura, con las características de alegría, naturalidad y apertura al mundo que caracteriza a Baviera, se ha convertido en el exponente teórico más cualificado del catolicismo actual, ya con anterioridad a ser elegido Papa. Cuando la Sorbona programa un ciclo para analizar los dos mil últimos ańos de historia, reclama la presencia de Ratzinger; cuando los llamados filósofos laicos italianos, y en su nombre d`Arcais, quieren dialogar con el pensamiento católico reclaman a Ratzinger, y cuando en Alemania se quiere tener un diálogo público con el filósofo actual de más notoriedad, Habermas, se reclama la presencia de Ratzinger.
Ratzinger es el universitario fiel al riguroso quehacer de pensar. Hay que leer directamente sus libros. Ha cumplido una misión esencial a la fe: proponerla, clarificarla y defenderla. La apología es una misión esencial de la Iglesia desde los orígenes. Ahí están los grandes de todos los siglos, desde San Ireneo Contra los herejes a Newmann Contra los liberales (=los que negaban la revelación divina) y Rahner en su postura frente a Küng.
El cristianismo tiene pretensión de verdad; una verdad débil, nacida de un hombre humillado y crucificado que, por tanto, nunca se afirmará desde el poder vulgar, sino desde la potencia que el servicio, el testimonio, la proclamación y la discusión llevan consigo. El Crucificado es el Resucitado y el que, traicionado por los poderes de este mundo, nos dio el Espíritu Santo. Ratzinger ha hecho mucho por clarificar las riquezas y desafíos fundamentales de la sociedad y cultura contemporánea a la fe. Esa tarea es de todos y sigue abierta.
Enumero sólo cuatro de sus aportaciones. Su tratamiento de la teología de la liberación ha rescatado las mejores intuiciones y fermentos, declarando su validez para toda la Iglesia más allá de su lugar de origen, justamente al mostrar las tentaciones y peligros de algunas teologías de la liberación. Frente a las nuevas comunidades y movimientos en la Iglesia ha explicitado su estatuto eclesial para llegar a ser fermento de verdad, y no quedar en fragmentos de ideología o derivar en sectas vulgares. Frente a la cultura de la insolidaridad y de la negación del prójimo, ha defendido la cultura de la vida. «¿Qué pensarán los cristianos de las próximas generaciones y épocas de la aquiescencia de la Iglesia de nuestros días al aborto, la eutanasia, las manipulaciones genéticas? No tenemos derecho a callar». El último punto crucial es la relación con las demás religiones. El diálogo verdadero supone la identificación clara del que habla con el reconocimiento de la identidad del otro y se comprende como un camino hacia una verdad más completa que nos englobe a los dos sin cercenarnos.
Y en ese sentido Ratzinger ha mantenido la necesidad de pensar, hacer y colaborar juntos en lo que es posible ya, preparándonos pensativa a la vez que esperanzadamente para lo por venir. No en vano uno de sus libros se titula: La fe como camino. Junto a esa real grandeza están los límites y silencios inherentes a la suya, igual que a toda trayectoria humana.
¿Cómo será Ratzinger Papa? No lo sabemos por dos razones. Una antropológica: una nueva misión configura al hombre que la asume y se deja guiar por ella hasta el final. Otra teológico-religiosa: para el católico están en juego este hombre, toda la Iglesia, el resto del mundo y el Espíritu Santo. El juego que lleven a cabo estos cuatro jugadores no podemos predecirlo. Lo que sí debemos decir ya es qué estamos dispuestos cada uno a hacer por la verdad del hombre, del evangelio y de la Iglesia, para que aquél descubra su sentido y misión en el mundo, adivine su último destino y se abra confiado a Dios al que invocamos como nuestro Futuro Absoluto.