La familia, lugar de humanización, en el pensamiento de Monseñor Romero

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La función humanizadora de la familia consiste en ayudar a cada uno de sus miembros a entender, asumir, desarrollar y vivir, aquellos valores y elementos que constituyen lo específicamente humano, en su dimensión más positiva y realizante: el amor, el cuidado, la voluntad de estar juntos, la compasión solidaria, el respeto a la dignidad de la persona…

Carlos Ayala Ramírez *
Director de Radio Ysuca
Agencia Adital

La función humanizadora de la familia consiste en ayudar a cada uno de sus miembros a entender, asumir, desarrollar y vivir, aquellos valores y elementos que constituyen lo específicamente humano, en su dimensión más positiva y realizante: el amor, el cuidado, la voluntad de estar juntos, la compasión solidaria, el respeto a la dignidad de la persona. Desde la perspectiva cristiana -historizada en los contenidos del Concilio Vaticano II y de Medellín- lo humano se cultiva en la familia en la medida en que ésta se convierte en formadora de personas, educadora de la fe y promotora del desarrollo social. Así lo entendió y enseñó también Monseñor Romero:

«No quiero evitarles, queridos hermanos, de conocer (…) lo que los obispos, reunidos en Medellín, dijeron de la familia, porque es necesario que ese Concilio Vaticano que se hizo Latinoamérica en Medellín, lo conozcamos las familias latinoamericanas. Hizo una síntesis bella la reunión de Medellín, al decir tres frases de la familia. En América Latina la familia tiene que ser: Formadora de personas, educadora de la fe, promotora de desarrollo (Homilía, 31 de diciembre de 1978).

Vamos cómo él explicaba estas dimensiones éticas que hacen de la familia lo que debe ser, un lugar de humanización:

La familia humaniza amando

La familia humana tiene que formar personas, personalidades, lo cual quiere decir, dice Medellín: ‘La presencia e influencia de los modelos distintos y complementarios del padre y de la madre (masculino y femenino), el vínculo del afecto mutuo, el clima de confianza, intimidad, respeto y libertad, el cuadro de la vida social con una jerarquía natural pero matizada por aquel clima, todo converge para que la familia se vuelva capaz de plasmar personalidades fuertes y equilibradas para la sociedad’ ¡Cómo quisiéramos padres de familia que fueran como José! ¡Cómo quisiéramos madres como María, y como quisiéramos hijos como Jesús! ¡Cómo quisiéramos tener las recias personalidades de José, María y de Jesús, que no se doblegan ante las adulaciones o las amenazas! Que saben decir como Jesús que su pan en hacer la voluntad del padre. Que son ante todo, valores humanos (Homilía, Ibid.).

La familia humaniza transmitiendo valores

Y cuando (Medellín) dice promotora del desarrollo: ‘la familia es escuela del más rico humanismo y el humanismo completo es el desarrollo integral. La familia, en la que coinciden diversas generaciones y se ayudan mutuamente para adquirir una sabiduría más completa, y para saber armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad. En ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que van creciendo. A los padres corresponde el preparar en el seno de la familia a sus hijos… para conocer el amor de Dios…’ Si todo hoy tiene una función social en el mundo, la familia es el gran valor. Queridos hermanos, para que tengamos salvadoreños que sean hombres, que sean personas, que sean gente con quien se puede confiar, que sean verdaderos hombres nuevos que promuevan un mundo nuevo, que no se dejen arrastrar de lo putrefacto del sistema, que no se dejen doblegar por la dádiva, que no de dejen vender, que sean verdaderamente superiores a todas las ventajas, pero que sea sobre todo el valor de las persona, el hombre, necesitamos familias como la de Nazaret (Homilía, Ibid.).

La familia humaniza respetando y valorando al otro

Cuando el hijo obedece, sobre todo cuando es grande se ve tan hermoso; un hombre ya obedeciendo a otro hombre porque es mi papá, mi mamá. Como suena sagrada esa palabra en los labios del hombre, y como suena también de autoridad casi divina, el mandato de un hombre, tal vez un campesino, a su hijo que ya tal vez es un profesional y que el profesional con toda veneración, respeta. Es un culto. El sabe más que el campesino padre, sin embargo, él sabe que la autoridad que él tiene, viene de Dios. Así como el papá también sabe que el hijo tiene una vida que Dios se la ha dado y entonces hay respeto, hay un sentido religioso, hay un culto (Homilía, Ibid).

La familia humaniza con la convivencia generosa y el encuentro unificador

(La familia) fundada por el Creador. Sabe el hombre que es buen miembro de la familia; el esposo que es fiel a su esposa y no la traiciona, que traicionarla es también un acto casi de sacrilegio porque está traicionando una fidelidad que se la debe no a una mujer sino a Dios. Es entonces cuando la relación familia recobra ese bello sentido que dice el Concilio también al hablar de la familia: ‘Fundada por el Creador, la comunidad conyugal que es comunidad de vida y de amor, nace ante la sociedad de un acto humano por el cual los esposos se dan y reciben’. Ese es el matrimonio: Darse. ‘Yo, fulano de tal, me entrego y prometo y serte fiel. Yo fulano de tal, te recibo y me entrego’. Entregarse y recibirse es algo tan santo que sólo Dios, autor de la vida, puede permitirlo y bendecirlo (Homilía, Ibid.).

La familia humaniza abriéndose al misterio de Dios

(La familia) educadora en la fe. Esto es la dimensión eclesial. ‘Los esposos cristianos son para sí mismos, para sus hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros predicadores de la fe y los primeros educadores, y deben inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos (…) y realizar este misión mediante la palabra y el ejemplo, de tal manera que gracias a los padres que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aún los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad (Homilía, Ibid.)

¿Qué sería de la familia si faltaran estas dimensiones éticas?

Cuando la familia deja de ser formadora de personas (por falta de preparación de los padres, por «falta de tiempo», por el desprestigio de algunos padres, etc.), cuando deja de ser educadora de la fe (por falta de evangelización, por el dualismo de fe y vida, por reducir la fe al devocionismo, etc.), cuando deja de ser promotora de las virtudes sociales (por el egoísmo personal y familiar, por la violencia social, por la asimilación del individualismo, etc.); aumentan los conflictos familiares, la paternidad irresponsable, la violencia intrafamiliar, la infidelidad conyugal, la discriminación de la mujer, el machismo, la falta de amor, el irrespeto a los derechos humanos de la familia. En este sentido, Monseñor Romero no obviaba los problemas concretos de la familia tal y como se daban en su tiempo. Los veía con toda su crudeza, pero sin dejar de ser misericordioso y esperanzador al enfrentarlos:

«¡Cuántos matrimonios en conflicto! ¡Cuántos esposos adúlteros! ¡Cuántos hijos degenerados! ¡Cuánta juventud perdiéndose en el vicio, en vez de alimentarse para el futuro en grandes ideales! ¡Cuántas familias destrozadas! ¡Cuántas angustias de desaparecidos! ¡Cuánto dolor en aquellos cadáveres ambulantes de las mazmorras de nuestras cárceles, torturados, flagelados horriblemente, injustamente desaparecidos, muertos vivos de nuestra propia patria! Esta es la imagen de un pueblo al cual se podría acercar Dios (…) y decirle a Moisés nuevamente: mi pobre pueblo salvadoreño, el pobre pueblo que se ha apartado de los caminos de la felicidad que yo le tracé. Y un retorno es lo que se impone, hermanos» (Homilía, 11 de septiembre de 1977).

Un retorno (vuelta al sentido cristiano) se impone decía Monseñor. Y otro mártir – el padre Ignacio Ellacuría – refiriéndose al contenido y sentido del «retorno» en el ámbito matrimonial, planteaba que habría que hacer de la relación conyugal «el lugar ideal para llevar a su culminación el amor al prójimo como a sí mismo y, desde este amor, al amor de Dios sobre todas las cosas». Ahora bien, para que esto sea así, es necesario hacer de la familia un lugar propicio para la convivencia a base de respeto y diálogo, un lugar propicio de afecto y cuidado del uno para con el otro, un lugar de honradez y compromiso con el entorno en el que uno vive. Es un amor que no termina en la puerta de su casa. Es un amor que ha de proyectarse no sólo en la pequeña familia, sino en la familia humana. Monseñor Romero lo formuló de la siguiente manera:

Nadie se casa sólo para ser felices los dos. El matrimonio tiene una gran función social, tiene que ser antorcha que ilumina a su alrededor, a otros matrimonios, caminos de otras liberaciones. Tiene que salir del hogar el hombre, la mujer, capaz de promover después en la política, en la sociedad, en los caminos de la justicia, los cambios que son necesarios y que no se harán mientras los hogares se opongan. En cambio, será tan fácil cuando desde la intimidad de cada familia se vayan formando esos niños y esas niñas que no pongan su afán en tener más, sino en ser más, no en atraparlo todo sino en darse a manos llenas a los demás. Hay que educarse para el amor. No es otra cosa la familia que amar y amar es darse, amar es entregarse al bienestar de todos, es trabajar por la felicidad común (Homilía, 7 de octubre de 1979)