Cenizas y personas

1866

No hace mucho tiempo fui invitado a asistir a un entierro después de la correspondiente celebración litúrgica. Asentí pensando que el acto religioso se prolongaba con el correspondiente enterramiento en el sentido estricto y etimológico de la palabra: depositar un cadáver en la tumba propia, cubrir con tierra aquel lugar destinado para este fin, junto a sus familiares y sellando con nombre propio ese trozo de suelo.

Poco después se me indicó que después de la incineración el acto tendría lugar en un monte cercano en el que hay un santuario famoso en la zona, dedicado al ángel patrón, con la iglesia circundada por su correspondiente cementerio. Mi sorpresa fue considerable cuando al llegar a la cima de la montaña no nos dirigimos a la iglesia y al campo santo sino al campo abierto, donde comenzaron a buscar la peña más alta desde la que mejor poder esparcir las cenizas. En ese momento se produjo una situación inesperada. El hermano del difunto que tenía entre sus manos la urna cineraria prorrumpió entre cortante y retador: «Las cenizas de mi hermano no se esparcen».

Ante ese acerado desafío se decidió hacer un hoyo y derramarlas dentro de él o enterrar también el ánfora. Casi todos los asistentes eran ciudadanos que conocían mucho del monte, más mitología que geografía, más por leyendas y relatos ideológicos que por haberlo andado a pie y conocer la estructura de su suelo. Primero intentaron cavar al lado de un haya, sin percatarse de la oposición que sus raíces ofrecen a la hora de excavar. Un segundo intento chocó con un pedregal. Finalmente quienes por nacimiento éramos realmente de monte y por conocer sus trochas, tejidos y declives, perforamos un hueco donde se pudo introducir el ánfora.

Mientras caía una heladora aguanieve sobre los presentes y yo, temiendo el paso y pisadas de cabras, perros y onagros, recubría el lugar en forma de túmulo, no pude evitar el dirigir la mirada a uno de los hijos, mientras ponía mis ojos en una lastra cercana: «En el primer día libre, tú y tus hermanos volvéis a este lugar y en esa piedra grabáis el nombre, la fecha de nacimiento y la fecha de muerte de vuestro padre, porque quien no tiene nombre, lugar y tiempo, no existe, y si nadie le recuerda, no es persona. Y si él deja de existir con nombre y tiempo, dejáis también vosotros de existir, porque cerrados sobre vosotros mismos y olvidados de vuestro origen no sabréis quién sois, de dónde venís, de quién sois y ante quién estáis. Os habréis olvidado de vosotros mismos, al olvidar el lugar y los signos que mantienen viva la raíz amorosa de la que habéis surgido».

¿Qué trivialización y menosprecio han inundado la experiencia humana actual para despreciar hasta ese límite a los muertos, arrojando sus cenizas a un río, dispersándolas en el monte o espolvoreando con ellas un árbol? En la vida humana los signos son la realidad y los fragmentos son el todo. No hay relación con la persona si no hay remitencia a su tiempo y lugar propios. Quien borra las huellas del prójimo le ha arrancado de su vida, le ha condenado al exilio, le ha declarado inexistente. A la trivialización de la muerte sigue la trivialización de la vida, porque sólo quien sabe dar razón de la muerte y dar amor a los muertos, sabe dar razón de la vida y amor a los vivos. ¡Ese amor a los que han partido, decía Kierkegaard, que es el más gratuito, desinteresado y generoso, porque no nace de la melancolía sino de la gratuidad agradecida y esperanzada!

Por eso hay que poner distancia a ellos, depositándolos en lugar propio y sagrado, no reteniéndolos en casa, como alimento de la melancolía y sucumbiendo a una sensación falaz de presencia y compañía; pero a la vez hay que mantener la cercanía mediante el signo y el símbolo, el lugar y el tiempo, que se vuelven así sagrados, por participar del destino sagrado de la persona sustraída y esperada.

Lejos estoy de pensar que el guardar cenizas o el enterrar cadáveres sean pensados como la garantía de una inmortalidad o resurrección. La fe cristiana no se apoya en el soporte biológico de una incorruptibilidad física o indestructibilidad natural, a las cuales colaboraría el cuidado de esos restos. La fe cristiana es fe en la resurrección; se apoya en el Dios vivo, que ha creado a los hombres para participar en su propia existencia eterna, y lo mismo que los llamó desde la nada a la existencia los llamará desde la muerte a la vida eterna.

No estamos aquí primordialmente ante un problema religioso sino ante un hecho antropológico fundamental: el valor y la sacralidad del hombre, que se expresan en el respeto que sus prójimos le otorgan vivo y muerto. No en vano los primeros signos de humanización y expresión religiosa aparecen en la historia unidos al culto a los muertos, a sus tumbas y fechas necrológicas, al memorial de sus hazañas y a la esperanza de su compañía. Una cultura que olvida y dispersa de esta forma los despojos de los muertos los está «expoliando» y después terminará dispersando por insignificantes a los vivos. Si todo es recuerdo en el amor y espera, donde desaparecen los signos concretos de una persona concreta, ésta termina desapareciendo de la conciencia. Esa soledad otorgada a los muertos se vuelve sospecha en los vivos: no valgo la pena a nadie, si mi recuerdo no acompaña a nadie, mi soledad es definitiva y absoluta. Si no existo ya para nadie, ¿soy alguien?

Memoria e identidad son inseparables, en cada uno y en el prójimo. La Biblia define al hombre como aquel de quien Dios se acuerda, aquel de quien Dios nunca se olvida. La memoria de Dios es la garantía de la definitividad del hombre y de su valor imperecedero. Por eso en la iglesia primitiva se mantenía el mismo respeto al cuerpo de Cristo, conservado en el columnario lateral del templo y a los cuerpos de los cristianos, enterrados a su lado. Allí en esa paz que deriva de la cercanía de Cristo (eso significan las tres letras: RIP) esperan la revelación y redención definitivas. Cada uno está de alguna forma vivo mientras uno de los humanos se acuerde de él, invoque con la palabra y rece por él. ¿Quién no ha leído sin conmoverse el poema Masa de César Vallejo?

Al volver del monte esa noche me tocaba leer el canto XVI de la Ilíada. El oprobio mayor para un hombre es que su cadáver quede a merced de los enemigos o de las aves del cielo, sin enterrar, sin el honor de sus compañeros y sin la memoria fiel de los suyos. «Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y una estela, que tales son los honores debidos a los muertos» (XVI, 674-675). En este orden cada hombre es un héroe; su existencia es un absoluto por pobre y desconocida que sea; su camino hacia Dios es un camino propio; por ello reclama una tumba con nombre y fecha propios. ¿Habremos retrocedido más atrás de Homero y de los griegos? Ningún platonismo y espiritualismo, ninguna mitología de bosques, montes o ríos, puede conducirnos a esta degradación del hombre, que tiene lugar cuando se borran las huellas de su presencia y se deja a la memoria sin los fragmentos de tiempo y tierra en los que expresar el valor indestructible del ser querido, que expresamos con nuestro recuerdo, oración y veneración. Sin raíces de memoria no hay frutos de esperanza. Sin anticipo de esperanza, la existencia es una condena. Dispersar cenizas, ¿no es despreciar personas?

Olegario González de Cardedal es catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca.