El Papa en Turquía: el triunfo de la normalidad

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El gran protagonista del viaje ha sido la 'primera de las libertades', es decir, la libertad religiosa. El Papa aludió a ella repetidamente.

Por Rafael Navarro-Valls, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Del poder y de la gloria

La visita del Papa a Turquía ha sido un viaje en tres dimensiones. No me refiero a los más de 6.000 periodistas acreditados, que han diseccionado el acontecimiento desde todos los ángulos. Me refiero, más bien, al triple destinatario del viaje: la minúscula comunidad católica perdida en un mar islámico, la influyente minoría ortodoxa y la omnipresente mayoría musulmana. Para los católicos, si estamos de acuerdo con la Conferencia Episcopal turca, ha sido un «soplo de aire fresco» que ha supuesto una inyección de optimismo. Los 32.000 católicos -descendientes directos de la antigua comunidad de Asia Menor que recibió el Evangelio de manos del propio Pablo de Tarso- han dejado por unos días de ser una entidad fantasma para adquirir un protagonismo inédito. Se han visto acompañados por los mil millones de católicos extendidos por todo el planeta. Protagonismo que previsiblemente desembocará en un reconocimiento expreso de su personalidad jurídica por las autoridades turcas.

Por su parte, los 150.000 ortodoxos, representantes de un conjunto de iglesias orientales separadas de Roma y diseminadas por todo el mundo, han sido testigos de excepción de lo que podríamos llamar el triunfo de la normalidad. Ortodoxos y católicos han vuelto a un régimen de cordial naturalidad en la que sus líderes se visitan entre sí, firman declaraciones conjuntas y ofician liturgias comunes. Algo así como las relaciones entre Roma y Bizancio antes del Cisma de 1054. Desde luego, queda en pie el tema del primado de Roma, es decir, de la posición del Romano Pontífice en un conjunto de Iglesias orientales acéfalas. Pero en el texto conjunto firmado por el patriarca de Constantinopla y el obispo de Roma se animan mutuamente a retomar las conversaciones ecuménicas católico-ortodoxas iniciadas en Belgrado e interrumpidas desde hace seis años. Un logro nada pequeño. Entre otras cosas porque católicos y ortodoxos han tomado conciencia de que «las divisiones existentes entre los cristianos son un escándalo para el mundo y un obstáculo para la difusión del Evangelio». De ahí que la declaración ecuménica firmada por los dos líderes religiosos señale la sólida base que proporcionan «nuestras tradiciones teológicas y éticas», que «permiten comunes acciones económicas, sociales y culturales». Desde luego nada es fácil en este camino tortuoso del ecumenismo, pero siempre un viaje de mil leguas comienza con un solo paso. En este caso casi una zancada.

¿En qué ha quedado el consejo de las autoridades turcas -rechazado cortésmente por la Santa Sede- de que Benedicto XVI llevara un chaleco antibalas durante toda su visita? La realidad es que el viaje ha demostrado -como ya pasó con el magnificado incidente de Ratisbona- que el islam no está en contra del Papa. El millón y medio de personas que contra la visita esperaba reunir el Partido radical-islámico de la Felicidad, se redujo a no más de 10.000. La llamada del partido BBP para bloquear masivamente el acceso a Santa Sofía cuando el Papa llegara se diluyó en una minúscula manifestación de un escaso centenar de personas. Erdogan debió volverse atrás en su amago de plantón, acudiendo dócilmente al pie de la escalerilla por la que descendía un paciente y sonriente Papa. Y el fogoso Gran Muftí, director de Asuntos Religiosos, acababa abrazando fraternalmente a Benedicto XVI, después de pedir hace unas semanas su encarcelamiento si tocaba territorio turco. En ambos triunfaba el sentido común sobre el radicalismo. El chaleco antibalas, mientras tanto, quedaba arrumbado en una comisaría de Ankara y los ecos del mensaje de Al Qaeda contra la visita del Papa («romperemos las cruces, verteremos el alcohol e impondremos impuestos a los infieles, deberán elegir entre la espada y el islam») agonizaba en Internet como una reliquia histórico-fascista.

El gran protagonista del viaje ha sido la «primera de las libertades», es decir, la libertad religiosa. El Papa aludió a ella repetidamente: ante el director de Asuntos Religiosos, ante la pequeña comunidad católica, en el discurso ante Bartolomé I y en la Iglesia del Espíritu Santo en Estambul. Para comprender esta insistencia conviene recordar que en la Turquía laica las únicas confesiones religiosas reconocidas son el islam, la iglesia greco-ortodoxa, la armenia y el judaísmo. Católicos y protestantes son entidades fantasma. Las iglesias no tienen derecho de propiedad y no está ni considerada la posible restitución de los bienes confiscados. No existen lugares para la formación del clero y el aparato estatal ejerce un severo control sobre la actividad de obispos y sacerdotes. Un clima claramente anticristiano se difunde en el plano social por toda Turquía. No es infrecuente que ciertos medios informativos describan a los sacerdotes extranjeros como «propagandistas sin escrúpulos , decididos a convertir a los fieles islámicos a través de sobornos económicos». En fin, no faltan casos de verdadera persecución, como el episodio -descrito por el experto Luigi Geninazzi – de dos turcos convertidos al cristianismo que están procesados por «ofensas a la identidad nacional» al ejercer acciones apostólicas activas. Se entiende que la UE haya exigido el restablecimiento de una verdadera libertad religiosa como una de las condiciones para el ingreso de Turquía. Se espera que la firmeza de Benedicto XVI en este punto suponga un avance en la cuestión, lo que sería un verdadero terremoto jurídico en un contexto opresivo durante decenios de la libertad religiosa.

En este balance de urgencia no puede eludirse la posición del Papa ante temas políticos candentes como el ingreso de Turquía en la Unión Europea. Su respuesta ha sido «yo no soy un político», es decir, «he de vivir con todas sus consecuencias la dimensión religiosa del Papado». Una idea que el Papa ha repetido en otras ocasiones al insistir en que Jesucristo desacralizó la política. Personalmente puede ser favorable a ese ingreso, pero la posición oficial del Primado ha de ser de distancia. Es síntomático que, por encima de la interpretación que haga Erdogan de un breve intercambio de puntos de vista en una entrevista sin testigos, las referencias públicas de la Santa Sede han conectado esa cuestión con un tema ciertamente de base teológica: el respeto con todas sus consecuencias de la libertad religiosa.

El Papa ha jugado otra baza importante en esta visita a Turquía. La de que la religión es una fuerza positiva como fuente de moralidad. El importante desafío que ha planteado es tender la mano hacia el islam para reforzar el frente contra el laicismo radical. Para Benedicto XVI si la religión no tiene carácter político sí que lo tiene público. Cuando ante el Gran Muftí dijo que el diálogo interreligioso «es una necesidad vital de la que depende en gran medida nuestro futuro», estaba repitiendo textualmente lo que el Papa había dicho en su reunión con los musulmanes en Alemania durante su primer viaje a Colonia.

Es sabido que, para determinadas personas , la religión es importante en el sentido de que la odian. Algunos de ellos son ideólogos a los que no interesa el cielo, sino la tierra. Por medio de ellos la política se convierte en una especie de religión. Frente a esta posición, Benedicto XVI parece sostener la clásica idea de que el propósito de una laicidad bien entendida no es la de hacernos libres de la religión sino hacernos oficialmente libres para la práctica de la religión. A comienzos de 1900, apenas una mayoría de la población mundial -un 50% para ser más precisos- eran católicos, protestantes, musulmanes o hindúes. A principios del siglo XXI, casi el 64% pertenece a estos cuatro grupos religiosos y la proporción podría estar próxima al 70% para 2025. La Encuesta Mundial de Valores, que cubre el 85% de la población global, confirma el creciente ímpetu de la religión. Según los estudiosos Inglehart y Norris, «el mundo en su conjunto tiene en la actualidad más gente que nunca con opiniones religiosos tradicionales y estas personas constituyen una proporción creciente». Ésta es la oferta que implícitamente ha hecho al islamismo : si ambos somos monoteístas y tenemos un origen común en Abraham, ¿por qué no transmitir esos valores que compartimos frente a la dictadura del relativismo?

Pero este balance quedaría incompleto si eludiéramos la vidriosa cuestión de religión y violencia. En este punto, el mensaje que queda en Turquía -y de rechazo en todo el mundo islámico- es doble. El primero -como manifestó el Papa ante todo el cuerpo diplomático representado en Ankara- «que las religiones no pueden ejercer directamente un poder político». Sencillamente, «no están llamadas a esto». El segundo, que las religiones han de «renunciar absolutamente a justificar el recurso a la violencia como expresión legítima de la práctica religiosa» . Dos llamadas que apuntan como una flecha a Oriente Próximo y al terrorismo de base religiosa. Algo así como recordar a todos los protagonistas de los conflictos mundiales de trasfondo religioso que la violencia y la fuerza física no acaban con la resistencia del espíritu, incluso cuando el espíritu se extravía. Así pues, y como se ha observado, «la oferta de diálogo y entendimiento entre cristianos y musulmanes fue reiterada y muy clara, pero no incondicional». Tiene tres límites: la renuncia a la violencia («el asesinato de inocentes en nombre de Dios ofende a Dios»), la defensa de la libertad religiosa de las minorías cristianas y el respeto a las raíces e identidad cristianas de Europa.

«Dejo una parte de mi corazón en Estambul», dijo ayer en su despedida Benedicto XVI. Unas palabras que responden al eco sincero de aquellas otras del cardenal Roncalli: «Amo a los turcos». Ahora queda un largo viaje hasta que la semilla sembrada en Asia Menor produzca frutos de paz, diálogo y respeto mutuo.