Año 1949: 12.000 canarios en cayucos

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El viejo Ramón le cuenta a Hassan cómo pagó a la mafia para salir del Hierro en patera hacia América. Y el joven negro escucha historias de hambre, tormentas y guardias porque son iguales a la suya.

Caminan a ciegas entre los riscos. La luna llena da forma a sus figuras. No llevan faroles. Los guardias civiles están al acecho.Van en pequeños grupos, algunos tirando de un burro con los serones llenos de pequeños sacos. Todos en silencio. Todos preocupados.Todos tristes. Algunos llevan de la mano a sus hijos. Las mujeres que les acompañan lloran en silencio. En su fuero interno desean que ese barco no aparezca, que la despedida no se consume, que mañana llueva y empape los eriales y que las semillas germinen, y que los animales resuciten, y que todos se queden juntos para siempre…

Al llegar a una hondonada el que va en cabeza tira una piedra al fondo de una cueva. Espera la respuesta. Un silbido es la contraseña. Pueden bajar. En la playa negra donde brillan las piedras esperan los organizadores del viaje. Uno de ellos, con una pistola al cinto, pasa lista. Otro va guardando el dinero en una vieja zamarra contando los billetes de memoria. 4.000 pesetas del ala por pasaje. No hay tiempo para negociar. Un hombre saca de su zurrón unos lomos de cerdo y los ofrece a cambio de la diferencia. El del dinero los huele y calcula su peso a ojo. Accede a descontarle una parte. El grupo se sienta mirando al mar.

Los niños se abrazan con más fuerza a sus padres. De repente, a lo lejos, aparece el velero. No lleva luces y es más pequeño de lo que creían. «¿Ahí nos vamos a meter?», gime uno de los jóvenes. El organizador acalla los murmullos de protesta. «O eso o nada. Todavía estáis a tiempo de quedaros». El silencio vuelve a imperar.

Del barco botan una chalupa. Dos remeros la conducen hasta la playa. El hombre de la pistola va nombrando a los pasajeros por orden de lista. Cuatro viajes son suficientes para subir a bordo al medio centenar de emigrantes. Algunos se sorprenden al ver más viajeros en el velero. Han sido recogidos horas antes en otras playas, en otras islas, pero con el mismo sueño de prosperidad. Las despedidas se intensifican. Las mujeres ya no lloran en silencio. Los críos se agarran desesperados a las chaquetas de sus padres.El último adios se ve empañado por las lágrimas. Ya no hay nada que hacer. «¡Vamos, rápido, antes de que aparezca la Guardia Civil!», arrea el organizador. Poco después el Saturnino se aleja en la oscuridad, silencioso, más allá de la última tierra conocida. Rumbo a Africa, rumbo a América, rumbo a lo desconocido…

SEMEJANZAS

¿Les suena esta escena?

No se produjo en ninguna playa africana. Ni sus protagonistas son negros o marroquíes. Ocurrió hace casi 57 años -el 12 de octubre de 1949- en la playa de la Bonanza, en la isla canaria de El Hierro.

No hace tanto tiempo, ¿verdad?

Los pasajeros del Saturnino -99 hombres contando la tripulación- eran blancos como nosotros, canarios, españoles y fueron de los primeros emigrantes clandestinos en cruzar el Atlántico en una precaria embarcación. Es el antecedente inmediato a las pateras y cayucos que hoy llegan a nuestras costas. Ese velero -20 metros de eslora por seis de manga- fue el primero de los 94 que salieron del archipiélago entre 1948 y 1950 rumbo a América, cargados con más de 12.000 desesperados canarios pobres, analfabetos y sin papeles.

Emprendieron el arriesgado viaje a Venezuela en busca de esos 20 bolívares diarios (casi 400 pesetas de la época) que dicen que pagaban allí por día de trabajo. «Fueron captados por las mafias isleñas, empeñaron sus escasos bienes contrayendo deudas en condiciones leoninas, organizaban los viajes de noche, eran perseguidos por la Guardia Civil y los veleros eran rescatados de los desguaces. Pero lo curioso es que llegaron todos. No hay documentado ni un naufragio, ni una muerte. No llevaban motor, ni GPS, ni teléfonos móviles, como los de ahora, de los que la cuarta parte no llega. Su única herramienta para orientarse era un sextante y, aunque los patronos de los barcos eran buenos navegantes, nunca habían cruzado el océano. Fue un milagro», asegura el historiador y ex senador herreño Venancio Acosta, hijo de uno de los viajeros de aquel barco.

Los rumores lanzados por los captadores enviados a las aldeas de la isla hablaban de Venezuela como el paraíso terrenal, un nuevo Dorado, un lugar maravilloso donde las plantas crecían sin tener que regarlas y uno podía hacerse casi millonario en pocos años si tenía suerte. La isla estaba arrasada por la sequía del año de la seca, como todavía recuerdan aquellos 12 meses de 1948 cuando no cayó una gota de lluvia. Los ya de por sí racionados manantiales se secaron, los cultivos se perdieron y muchos animales murieron de sed. No había esperanza, ni vida, ni futuro. ¿Qué hacer sino más que montarse en aquel viejo y pequeño velero en busca de todo lo que el destino les había negado en su tierra?

Ramón Barbusano tiene hoy 90 años y fue uno de los viajeros del Saturnino. Juntamos al anciano con Hassán Fadel, de 19 años, marroquí negro del Sáhara, que llegó en patera hace tres años tras un día de travesía. Esta tarde, y ayer, y probablemente mañana, y la semana que viene, y quien sabe hasta cuando, no dejan de llegar cayucos a la isla procedentes de la costa occidental africana. Sólo en el polideportivo de Valverde, la capital, hay hacinados más de 500 esperando ser documentados y trasladados a un centro de inmigrantes de Tenerife. Pero Hassán es el único negro libre de El Hierro, donde se gana la vida como albañil por las mañanas.

Por su diferencia de años, Ramón podría ser su abuelo. El encuentro generacional se produce en la misma playa de la que el anciano salió hace 56 años. El muchacho le trata con sumo respeto, le ayuda en la caminada y escucha ensimismado el relato del herreño, un ejercicio de memoria histórica en plena regla.

1949, Ramón:

«Salí por primera vez de la isla reclutado a la fuerza por el Ejército de Franco y me llevaron a combatir a Teruel. Al acabar el conflicto ya tenía un hijo y no fue fácil recuperar mi vida anterior. Por eso, cuando empezaron a correr rumores por mi pueblo -Frontera- de la posibilidad de ese viaje a América me interesó mucho. Fui a reuniones clandestinas donde se nos informaba de todo. Los organizadores eran gente de la isla, que lo hacían por dinero porque era un buen negocio. Entre toda mi familia juntaron las 4.000 pesetas del pasaje empeñando algunas tierras y vendiendo nuestra única vaca. Antes de dos años tenía que devolver el doble, si no se las quedaban».

2003, Hassán:

«Yo nací en Gulmín, en el interior del Sáhara, y allí no hay mucho que hacer. Mi familia tenía cabras, camellos y cogíamos dátiles de las palmeras. Teníamos luz, agua, una escuela y poco más. Y una televisión que era nuestro espejo hacia el mundo. Veíamos los programas españoles y recuerdo que desde pequeño quería venir aquí».

«En aquella época, a El Hierro no había llegado la luz eléctrica, ni existían escuelas, apenas había médicos, ni coches y la mitad de los bebés se morían antes de cumplir el año. Bebíamos agua de los charcos y estábamos totalmente aislados del mundo. Las únicas noticias que llegaban era a través de los pocos marineros que arribaban por aquí. Cuando no llovía era terrible, casi igual a lo que cuentan de esas hambrunas que asolan Africa de vez en cuando», recuerda el anciano con lucidez apoyado en dos bastones, consecuencia de la artrosis que padece en las rodillas.

TRAVESIAS

La patera de Hassán medía unos 15 metros y eran 30 pasajeros, todos negros menos él y otros tres compañeros. Pagó por la travesía 400 euros que sus padres tuvieron que pedir al resto de la familia. Partió una noche de las playas cercanas a el Aaiun y al día siguiente llegó a la isla de Lanzarote.

2003, Hassán:

«El motor se paró en medio del mar pero arrancó de nuevo. Si no lo hubiese hecho la corriente nos hubiera alejado de nuestra ruta y habríamos acabado en medio del océano. El patrón nos dijo que diésemos gracias a Alá porque podríamos haber muerto de hambre, sed o de insolación».

1949, Ramón:

«La nuestra duró casi dos meses. Primero fuimos hasta Dákar a aprovisionarnos. Luego seguimos para América. El velero tenía tres pequeñas bodegas llenas de sal para lastre. La gente dormía encima echando una manta. A mitad de camino tuvieron que racionar el agua y la comida porque se acabó. Afortunadamente llovió y pudimos llenar unos baldes. Y luego nos encontramos un barco argentino que nos regaló un montón de carne de vaca. El peor recuerdo que tengo es la vía de agua que se abrió al cuarto día de navegación y que casi nos hunde. Y las velas, que se rasgaban continuamente…».

La patera de Hassán llegó a la playa canaria sin novedad. Cuando pisaron tierra echaron todos a correr y se escondieron en unas cuevas. «Tenía el teléfono de un amigo. Le llamé y nos vino a recoger. Me recomendó que me entregase a la policía porque, como era menor, no me podían echar. Lo hice una semana después y estuve hasta los 18 años en centros de menores», dice Hassán.

«Tras un montón de problemas llegamos a Carupano, en la costa venezolana. Parecíamos náufragos, barbudos y esqueléticos. Los pescadores huían de nosotros pensando que teníamos la peste. Los primeros en subir a bordo fueron los policías y los reporteros. Uno de éstos se extrañó de que fuésemos 99 y nos preguntó que por qué no habíamos completado hasta el centenar. Un compañero le dijo en broma que al que faltaba nos le habíamos comido por el camino porque teníamos hambre. ¡Y el tipo lo publicó! De tal forma que la prensa nos tildó luego de «canarios caníbales» por una broma», completa Ramón entre risas.

A Hassán, 2003, el mito de El Dorado se le derrumbó nada salir del centro. «Tengo un hermano de 15 años que está loco por venir porque piensa que aquí es todo fácil. Yo le digo que si hubiese sabido esto, no hubiese venido. Y no se lo cree. Todos allá piensan que en España sobra el trabajo y te regalan el dinero».

Y a Ramón, 1949, nada más pisar tierra: «Cuando llegamos comprobamos que en vez de 20, se ganaban apenas cinco bolívares diarios trabajando muy duro. Vivíamos en cañaverales llenos de mosquitos y no todo el mundo era de fiar. La primera remesa de dinero que envié, unos 1.000 bolívares, fruto de casi un año de trabajo, nunca llegó a su destino».

Hassán tiene sus papeles en regla y sólo piensa volver a su casa de vacaciones «cuando tenga dinero». Ramón estuvo 20 años en Venezuela, donde acabó llevándose a su mujer e hijo, y ganó lo suficiente para vivir su jubilación dignamente en la isla que le vio nacer. Regresó en 1970 y nunca más volvió a montar en barco.

«¿Y que le parece, Don Ramón, todo este fenómeno de los cayucos?», le preguntamos al final de su relato. Y el anciano, en la despedida, nos responde recitándonos un poema de su cosecha al que le sobran comentarios:

«Dadle mano al que viene,
a nuestra tierra en patera.
Porque eso ya lo vivimos,
si recuerda como fuimos,
nosotros a Venezuela».